domingo, 28 de diciembre de 2014

«Calle de las Tiendas Oscuras», de Patrick Modiano


   No soy nada. Sólo una silueta clara, aquella noche, en la terraza de un café.

(...)

   Hasta ahora, todo me ha parecido tan caótico, tan fragmentario... Retazos, briznas de cosas me volvían de repente según investigaba... Pero, bien pensado, a lo mejor una vida es eso...
   ¿Se trata de la mía efectivamente? ¿O de la vida de otro, dentro de la que me he colado?


   Esperaba encontrar otra cosa, no sé muy bien qué, pero ha sido un curioso descubrimiento. Probablemente eso que no esperaba fuese la forma. La escritura, a base de fogonazos concisos e iluminadores, que va dibujando un panorama en el que prima más la evocación que la narración, en el que el regreso al pasado se hace necesario y a la vez demasiado incierto. Una búsqueda de la identidad que se tambalea por el peligro de la incursión en el recuerdo, por lo traicionero del olvido. La búsqueda de los orígenes, de ese algo que falta para ir completando el yo, una búsqueda que debe sostenerse en unas huellas que se hacen difusas, poco fiables, que forman parte de otro tiempo donde dejaron ocultas cosas que ahora sólo pueden ser evocadas de manera más o menos intuitiva.

   Así, la novela es a la vez novela policíaca y de memorias, una historia donde cada una de esas pequeñas pinceladas que van dibujando el todo evoca, y casi sólo evoca —como si nos recordara la imposibilidad de recuperar del todo eso que queremos— un mundo más amplio; cada uno de esos disparos leves, cada una de esas frases que parecen vacías, encierra una parcela con más luz, con más imágenes, con más proyecciones. Un hombre que ha olvidado quién es, y que por tanto parte sin pasado ni memoria, va tras su propia pista, tras su propia vida, tras los pasos que él mismo y otros recorrieron, embarcado en una investigación —en un intento de desocultar la verdad con un avance ciego e insistente— donde se ha instalado la sombra y es demasiado difícil arrojar luz y avanzar con pie firme. La sencillez se hace confusa. Cada nuevo descubrimiento lleva a otro lugar no más cierto que el anterior, y el ambiente se hace ligero y a la vez denso, rápido pero varado en un aire poco transparente.

   Es al fin una necesidad, la recuperación de una pérdida, el intento casi esquemático de desbrozar un camino que quedó sepultado. Una tentativa. Un viaje cuyos caminos se multiplican a la vez que se desvanecen, una neblina donde no va quedando nada.

sábado, 27 de diciembre de 2014

«Medusa», de Ricardo Menéndez Salmón


   De un lado, la vida; del otro, la obra. Ambas a menudo se rozan, pero en muchas ocasiones discurren sin tocarse, como cursos de agua que se precipitaran hacia mares distintos. Prohaska es un hombre que deja atrás un país vencido, una visión del mundo en ruinas y una paternidad aciaga. Ha visto cosas que muy pocos hombres soportarían sin perder el juicio, ha estado al otro lado de la cordura y de la ley, en cierta medida más allá del bien y del mal, en un mundo desquiciado, que en nombre de una ideología de la pureza ha mancillado hasta límites intolerables la condición humana. Gestionar semejante pasado es tarea para toda una vida, así que es plausible suponer que la fuga hacia ninguna parte de Prohaska constituye la ascensión de una escalera cada uno de cuyos peldaños va desapareciendo mientras se alcanza el inmediatamente superior.


   Cómo puede caber tanta intensidad en una obra tan breve. Cómo puede funcionar tan bien. Cómo puede decir todo lo que tiene que decir y sólo lo que tiene que decir; cómo puede, por tanto, callar lo que debe callar. Cómo puede ser tan inteligente, tan comprometida, tan precisa, tan astuta, tan pulcra, tan incómoda, tan consciente, tan feroz. 
Como una imagen punzante que se dirige directamente al lector, aunque de forma distante, serena. Como una imagen imposible de asir sustentada además por un discurso del todo solvente que hace de ella un artefacto muy eficaz, quizá más de lo que uno —la tranquilidad de uno— querría. Así se presenta la novela. Y a eso debemos, de alguna forma, responder. Porque parece que Menéndez Salmón ha creado dos cosas: una novela bellamente escrita y un algo que dispara a bocajarro, que tiene un objetivo más allá de la mera recreación literaria.

      La doble pregunta, imposible de satisfacer, lo contamina todo: ¿se puede vivir sin rostro ni ideología?

   Un artista invisible —Prohaska— y un mundo demasiado visible —el cruento siglo XX—. Una necesidad de mostrar, pero de forma distante; simplemente eso, si es que se puede: mostrar. Mostrar y huir, dejar constancia de la presencia sin ser atrapado, sin que nadie ni nada capture a uno en una imagen y violente así la identidad y el momento. Dar fe del mundo, de la maldad propia de los humanos, pero sin juicio, sin toma de posición, sin enseñanza, sin nada. Sólo una exposición. 
Prohaska va a poner de manifiesto la imagen como expresión en potencia y el lenguaje como elemento que la activa, que la pone en marcha, y ambos —lenguaje e imagen— avanzan con una fuerza vital tremenda. Leemos y vemos, asistimos al mundo.

   Vamos leyendo imágenes que van componiendo la idea, la muestra y la fuga. Leemos y vemos. Son las imágenes de un artista que va viendo y mostrando sin afecto; imágenes llenas de distancia e indiferencia. En todo caso, con alguna leve intervención para eliminar lo que la imagen sugiere y dejarla como un desgajo, exponiendo lo que esconde, lo secreto. El horror y la devastación pasan a través del arte, pero nada más; al menos en principio. Es el testimonio de un tiempo, de unos hechos, la amplísima visión de un artista del que sin embargo no hay imágenes, pues él mismo se empeña en desaparecer, en no dejar rastro, en ser invisible para el mundo. Cine, fotografía y pintura filtran el mundo y demuestran que el progreso es una quimera.

   Tenemos el arte como forma de conocer el mundo y a la vez de verse interpelado, de verse casi en la necesidad de posicionarse, de casi acabar con el silencio que muestra el mal, el horror, la barbarie, los pasos de una cultura que se escribe con sangre. Admiración y rechazo. Pero digo casi. Parece que no es total, que no hay respuesta, y que si la hay, no es inamovible. Nos topamos con unos sentimientos encontrados que difícilmente pueden provocar indiferencia, pero que tienen aún más complicado hallar una salida limpia. Parece que uno se ve obligado a decidir, a situarse a uno u otro lado de la difusa frontera y acabar de alguna forma con la mirada absolutamente impune. Pero, de nuevo, sólo parece.

   Hasta qué punto puede llegar esa tensión. Hasta dónde se puede seguir jugando. Hasta dónde puede justificarse, si es que necesita alguna justificación. Qué cosas o hechos definen una u otra visión y cuándo o cómo se dice basta.
No lo tengo muy claro, pero Menéndez Salmón merece —esto sí lo tengo más claro— un sitio importante entre los grandes autores del momento, e incluso algo más.

jueves, 25 de diciembre de 2014

«El mal de Montano», de Enrique Vila-Matas



Quizá la literatura sea eso: inventar otra vida que bien pudiera ser la nuestra, inventar un doble.


   Fascinante, absorbente. Sí, sobre todo absorbente, porque —como dice el propio narrador sobre la escritura de Walser y de Kafka— éste es un libro indefinidamente extensible, que tiene obviamente propósito, un objetivo, pero que carece de punto de llegada y que ha dibujado un camino para ese viaje sin fin como podía haber dibujado otro. Una camino que se inicia a raíz de un problema manifiesto y que defiende su postura —en un proceso casi de transformación, de reafirmación, de búsqueda de salidas, de evolución— con un formidable alegato, con ese discurso magníficamente urdido que proclama, derribando obstáculos, la supervivencia, la vida de la literatura en el ambiente hostil del siglo XXI. Podía haber sido otro discurso, claro, pero éste es memorable y sólido. Un viaje interior, una búsqueda, una obsesión, un discurrir bien fundamentado, un ir avanzando y rompiendo barreras, conscientes de que el motivo del viaje es el propio viaje, y no el destino. Puede —es casi seguro— que ni siquiera haya destino como tal.

   Después de hablar en Bartleby y compañía sobre escritores que dejan de escribir, que se alejan de la literatura, Vila-Matas pasa aquí al otro extremo y va de la mano de un personaje —Montano— enfermo de literatura. Podemos decir que el relato es real y no, pero sobre todo no. Vamos a suponer que la literatura es un juego de imposturas, de fabulaciones que tienden —sólo tienden— a lo real, y vamos entonces a decir que Montano es él —el narrador— y su hijo, pero sobre todo su hijo. Su proyección. La creación, con todo lo dicho, de Vila-Matas. Y la creación funciona. Llega a donde quería llegar, aunque éste no sea un punto definido, sino, como decía, siempre extensible. Es un mapa que encuentra nuevas conexiones a cada paso que da, que extiende el mapa de lo literario con enlaces y reflexiones y avances, y parece que nunca concluye esa capacidad de autoalimentarse; un territorio vital que, de alguna manera, va haciéndose a sí mismo, construyendo y destruyendo, confundiéndose a veces estas dos acciones en una sola que dispara en múltiples direcciones.
Al final uno se funde con la literatura, es difícil separar a ésta de la vida, es difícil delimitar con seguridad la frontera. El escritor desaparece en su obra, se diluye en ella, o así debe ser. El destino de la literatura es volcarse hacia sí misma, volver a su esencia.

   Vila-Matas modifica, ensancha la idea de la novela y si acaso del ensayo y de todo un poco. Vila-Matas encarna una de las voces —yo diría que la mejor— que vienen a renovar la literatura, a indicar los nuevos posibles caminos, a desbrozar los túneles que quieren oscurecer este mundo tan necesario o más que el no literario. Vila-Matas relaciona la literatura como muy pocos, y con él uno aprende a leer y a conectar y a proyectar, uno quiere seguir la pista que traza y seguir avanzando con esa fuerza de pensamiento del que se pasea por la tímida frontera que hay entre la realidad y la ficción, entre la vida y la literatura, tratando de mover con solvencia los mecanismos literarios.

jueves, 18 de diciembre de 2014

«Materializar el pasado. El artista como historiador (benjaminiano)», de Miguel Á. Hernández-Navarro


   Y es que, si estamos atentos, si llenamos el tiempo de experiencia, advertiremos —con Benjamin— que "no hay un instante que no traiga consigo su oportunidad revolucionaria".


   Materializar el pasado es un magnífico ensayo que analiza las prácticas de arte contemporáneo que "vuelven" al pasado para hacer el presente; trabajan con un pasado que de alguna forma no ha pasado, que sigue aquí, que necesita su justa ubicación e interpretación aquí y ahora. Un "cepillar a contrapelo" la historia para hacer visible lo invisible, para traer a este momento lo que quedó en la sombra. Tenemos objetos donde se palpa ese pasado, una necesidad de imaginarlo, de recrearlo, y un compromiso con la historia por su carácter abierto y dispuesto a ser modificado. Se da, en general, una reflexión sobre el pasado. Un pasado que plantea preguntas, que reclama; que, siguiendo la concepción de Benjamin, está abierto y, por tanto, puede, literalmente, ser cambiado. Se relaciona la historia y la memoria, lo privado y lo público, el relato oficial y el recuerdo afectivo.

   Así, se presenta el arte como forma de resistencia a la modernidad (o a la concepción de la modernidad que anuncia la evanescencia, la pérdida de solidez, de materialidad), el arte como forma de permanencia, como algo impide el avance del progreso (o del pretendido progreso lineal) que olvida, que obvia, que entierra y deja sin resolver asuntos que necesitan ser resueltos. Estos artistas —Doris Salcedo, Francesc Torres, Virginia Villaplana y tantos otros— hacen visible el pasado, lo activan, revisan la historia valiéndose de objetos e imágenes para sacar a la luz cosas que quedaron enterradas y evitar así que mueran por segunda vez. El artista funciona de esta forma como historiador; entra, de esta manera, en el campo de lo social y lo político, no como intromisión inoportuna sino como algo que debe hacer porque, de algún modo, es quien tiene las herramientas y el lenguaje para sentir y hacer visible esa presencia que, si no, quedaría silenciada. Hay una interpelación, seguramente mutua: esos objetos parecen pedir algo, mostrar una llamada latente, y el artista siente la necesidad de obrar sobre ellos, de acudir a esa materialidad de acuerdo a una idea obviamente artística, pero también de justicia, de actualización del presente mediante un pasado que sigue presente. Se abren nuevas posibilidades, nuevos significados, nuevas formas de hacer y de entender, nuevas situaciones que pueden cambiar —revolucionar— por completo ciertas concepciones asumidas y también proyecciones futuras. Un reajuste necesario que corrige, que da un giro al pasado, e, inevitablemente, al futuro.

   Queda lejos de la intención de Miguel Ángel sugerir que todos esos artistas actúan bajo la influencia de Benjamin o que responden directamente a sus conceptos; su tesis es que mantienen una "relación de amistad" con aquellos planteamientos sobre la filosofía de la historia, y que éstos pueden ayudar a comprender este tipo de prácticas, que suponen una especie de redención de la historia, y quizá, también, del propio arte.
Gracias a las numerosas referencias, el ensayo funciona casi como punto de partida, como un mapa para buscar otras obras y seguir la pista a estas estrategias que nos hablan, al fin, sobre el tiempo y sobre nosotros mismos inmersos en él, actuando en él.

domingo, 14 de diciembre de 2014

«Lo que entiendo por soberanía», de Georges Bataille



   Aquí tenemos unas notas introductorias, la primera parte de La soberanía y los dos últimos capítulos de la cuarta parte. Presenta una nueva filosofía de la historia (sociedades de consumición-sociedades de empresa-sociedad moderna, capitalista), una reflexión sobre las dimensiones esenciales de la vida (experiencia) humana. Una confrontación que se hace irresoluble. Antonio Campillo introduce la obra de forma lúcida y asequible, de manera que uno da un paso importante para acercarse a la lectura y a Bataille en general.
   Creo encontrar un motivo principal en el atractivo que presenta Bataille (1897-1962): más que decantarse por una filosofía, más que perseguir una línea concreta, más que asentarse en una disciplina independiente o en un género literario y permanecer ahí, transita por la frontera que las separa, despliega su inteligencia problematizando aspectos que miran un poco más allá, que hurgan entre el saber objetivo y el saber subjetivo, que prefieren avanzar a tientas y con fuerza, desbrozando el camino, aunque finalmente acabe en nada. Habría que situarlo a caballo entre el existencialismo y el estructuralismo, moviéndose con una vida y pensamiento paradójicos que difícilmente puede uno desvincular de sus posteriores planteamientos. Su objetivo está en el propio camino y no en una meta particular; el suyo es un trabajo de búsqueda que vive mientras continúa buscando, como si detenerse en un punto fuera dar por finalizado algo que de ninguna manera acaba ahí. Bataille emprende la búsqueda, a modo de arriesgado juego, con una fuerza de pensamiento inusitada y valiente.
   El pensamiento soberano no depende de ningún fin práctico que pudiera hacerlo servil, no mira a un futuro sino al instante mismo, no teme a la muerte, avanza como si nada pudiera aplacarlo y Bataille lo demuestra mientras trata el asunto. Es ésta una reflexión existencial que parte de la experiencia y que se da en una escritura confesional, a la vez abierta y secreta, conectada con el mundo. Bataille se pone en juego, participa de lo mismo que le pide al lector: exponerse para entablar con él esa comunicación directa. 
   Literatura y arte como comunicación. Trabajo, erotismo, muerte; el movimiento que guía la vida interior. Al fin, destrucción.
   Bataille se mueve entonces en esa tierra de nadie, en esa tensión entre filosofía y literatura, trabajo y fiesta, saber y no-saber. Sostiene que la sociedad no se rige por el principio de utilidad, sino por el de derroche. El deseo queda puesto en suspensión para que pueda darse el trabajo, que humaniza; pero la soberanía se da en la transgresión de esa continuidad, en la transgresión de la ley. Hay un movimiento entre una moral de la cumbre y una moral del ocaso que cualquiera puede sufrir.

   Leer a Bataille supone situarse en esa vía abierta de búsqueda incesante, y supone acercarse a la puesta en marcha de todo un artefacto vivo y feroz que piensa el mundo en unos términos vitales e inclasificables que encuentran precisamente en esa independencia y autonomía su mayor atractivo.

viernes, 12 de diciembre de 2014

«El informe de Brodie», de Jorge Luis Borges



Por lo demás, la literatura no es otra cosa que un sueño dirigido.
(...)
Cada lenguaje es una tradición, cada palabra, un símbolo compartido; es baladí que un innovador es capaz de alterar; recordemos la obra espléndida pero no pocas veces ilegible de un Mallarmé o de un Joyce. Es verosímil que estas razonables razones sean fruto de la fatiga. La ya avanzada edad me ha enseñado la resignación de ser Borges.

Es Borges, y es grandioso. Aun cuando no despliegue los caminos laberínticos y del todo maravillosos que despliega otras veces, aun cuando estos relatos se acerquen más que otros a una visión realista. Son más sencillos, más lineales, más directos, y casi todos parecen guardar algún parecido: el destino prácticamente inevitable, una tensión vital, la memoria como rescate y a la vez como alteración del recuerdo (que cruza a veces la imaginación) que se va a narrar y que es ya, entonces, un algo nuevo, pero al mismo tiempo igual a aquello que aconteció. Unos hechos que a veces, al ser recordados y contados, cambian, o encuentran alguna pieza que les da un sentido distinto. Confesiones, descubrimientos, huidas, enfrentamientos que arrastra el tiempo, duelos que apuntan en varias direcciones.
Con Borges se disfruta y se aprende. Quizá este compendio no (me) produzca tanta exaltación como otros de los suyos, pero hay que leerlo. Borges tiende a ser inabarcable. 

martes, 9 de diciembre de 2014

«Filosofía para desencantados», de Leonardo da Jandra



Ésta debe de ser una de esas obras que uno recomienda fervientemente aunque no tenga muy claro hasta qué punto comparte las conclusiones propuestas (y, afinando un poco, hasta qué punto comparte incluso el tono del discurso). Pero es valioso, sí. Intuyo que si el lector siente cierta incomodidad o en algún punto de la lectura tiene ganas de parar, de buscar ese punto anterior desde donde volver a mirar y revisar el relato para ver si algo falla, entonces Da Jandra ha cumplido buena parte de su objetivo. Por unas u otras razones, uno sale de esta lectura con algo que antes no traía: un poco de luz para las viejas ideas, alguna modificación en el enfoque de ciertos planteamientos y funciones, o igual sólo una sonrisa (más) desencantada e irónica que dé pie a una nueva búsqueda. De cualquier forma, merece la pena dedicarle un rato.

Da Jandra viene feroz manteniendo que el conocimiento es experiencia vital, que la lógica y la pura intelectualidad no bastan para pensar el mundo; que hay que llevar la filosofía a otros estadios más accesibles a la vez que se la despoja de torpeza. Viene a repensar la ética, a ubicarla en el marco de la sociedad y a situarla por encima de la autogratificación, por encima del egocentrismo y con la vista puesta en un sociocentrismo que pueda llevar al cosmocentrismo que salve esa confrontación dualista que nos dio un cruento siglo XX. Plantea una libertad venida de esa ética de la cooperación, no de la confrontación; una filosofía que abra caminos no negando el mundo dualista sino integrándolo en un mismo propósito. Una filosofía que permita avanzar a otras disciplinas y que avance ella misma mediante este trabajo de desbrozar y conjugar, de abrir y unir caminos, de formar parte activa de la vida.
Es muy fácil identificar el ambiente, la decadencia, las dudas y los problemas que Da Jandra pone sobre la mesa y sumarse a ellos; participar del desarrollo que sostiene ya es otra cosa. De hecho, considero bastante difícil que el lector cierre el libro asintiendo por completo a la exposición. Se hace extraño (o se me ha hecho a mí, en fin) ver a un mismo nivel la propuesta inicial y sus posteriores (aunque no definitivas) conclusiones. Pero puede que haya dos partes diferenciadas (no explícitamente), y que el valioso aporte de Da Jandra radique más en la primera —el valiente ataque a esa lucha entre filosofías, el alejamiento de lo estrictamente académico, la agrupación de tendencias en la medida de lo posible— que en la segunda —su aplicación, su personal toma de postura a ese principio necesario aquí y ahora—.

Decía que no tengo muy claro hasta qué punto coincido con Da Jandra por las conclusiones, por el contenido con que llena el método. El método es muy deseable, quiero suponer. La actitud guerrera de Da Jandra ofrece aliento a una filosofía (o un mundo) llena de hastío que puede tomar así un impulso renovador y encontrar nuevos lugares propios. Resolución y no disolución de los problemas (en tanto que éstos son verdaderos problemas). Es una forma de salir del estancamiento, de mirar un poco más allá y al menos creer que una nueva filosofía —un nuevo enfoque, un ajuste en la proyección— es posible y, más aun, necesaria. Una armonización, una integración de filosofía analítica y filosofía narrativa o imaginativa, de teoría y praxis, de ciencia y religión, de encrucijadas. Una forma de ampliar el horizonte de comprensión y de guiar adecuadamente ese tránsito que no tiene objetivo concreto y determinado; tránsito, en fin, que acaba teniendo como razón de ser el propio camino que se va haciendo conforme a los requerimientos de su realidad y que debe atender a los distintos focos que le afectan.

Retomando entonces lo que dije al inicio, recomiendo fervientemente Filosofía para desencantados. Y a ver qué pasa.

miércoles, 3 de diciembre de 2014

«Para Isabel. Un mandala», de Antonio Tabucchi


Se limitó a decirme: déjeme filosofar, por lo menos sobre esta última foto,, se me viene a la cabeza que alguien ha dicho que la fotografía es la muerte porque fija el instante irrepetible. Se pasó la fotografía entre los dedos, exactamente igual que si fuera un juego de naipes, y continuó: pero luego me sigo preguntando: ¿y si en cambio fuera la vida?, la vida con su inmanencia y su perentoriedad, que se deja sorprender en un instante y nos mira con sarcasmo, porque está allí, fija, inmutable, y en cambio nosotros vivimos en la mutación, y entonces pienso que la fotografía, igual que la música, capta el instante que no logramos captar, eso que hemos sido, eso que habríamos podido ser, y contra ese instante no hay nada que hacer, porque le asisten más razones que a nosotros, pero ¿razones de qué?, acaso razones del cambio de este río que fluye y que nos arrastra, y del reloj, del tiempo que nos domina y que nosotros intentamos dominar.


Parece la novela póstuma (más o menos completa, no importa demasiado) que mejor puede iluminar a Tabucchi, y parece incluso una muestra extensible al trabajo de tantos otros. Es una magnífica aproximación a la conclusión, o, mejor, al final (sea como sea, concluso o no) de una carrera, de una búsqueda. Una búsqueda llena de interrogantes, repleta de vacíos que parecen interpelarnos, aunque no quede muy claro si son ellos los que se dirigen a nosotros o nosotros los que insistimos en preguntarles, en hallar algo en ellos, en resolver un entuerto que hemos supuesto entuerto y, además, resoluble. Una búsqueda incansable que va rodeando su objetivo, acercándose a él, uniendo unos puntos y otros, conectando paisajes, construyendo la senda de una obsesión personal que de alguna forma tenía que ser recorrida y aliviada, si es que es posible.

Obsesiones recurrentes, extrañezas, sombras, memoria, fantasmas personales, imágenes evocadoras, realidad presente que se esfuma o realidad pasada inaccesible, tiempo que confunde y se confunde. Literatura. Es una persecución que a veces parece no tener muy claro su objetivo. Uno no sabe si efectivamente persigue algo o si se persigue a sí mismo, suponiendo o queriendo creer —a menudo sin convicción, sólo como excusa— que al final del camino no hay simplemente nada
   
  Escúcheme, señor Almeida, dije yo, cuéntemelo todo. Él me miró con sus ojillos claros, se sirvió otro vasito y se lo pimpló de un trago. ¿Todo el qué, preguntó. Todo, dije yo. Todo es nada, contestó él abriendo los brazos.

Tabucchi explora la historia de Isabel (desaparecida y dada por muerta) y la suya propia moviéndose mediante círculos concéntricos, intentando completar así el marco de su búsqueda. Va tras los pasos de Isabel con la certeza de que las cosas no ocurrieron como le cuentan, haciendo historia, nadando en una neblina donde confluyen realidad e imaginación y donde el tiempo se espesa y esa búsqueda obsesiva llega casi a diluirse; cae probablemente en esa no-respuesta y a la vez meta efectiva, sabida de antemano, hacia la que puso rumbo. Lo que ocurre en el exterior y lo que ocurre dentro de esos espacios mentales no coincide, hay un ligero desequilibrio que parece el motor y supone el fracaso de la búsqueda, y, así, de alguna manera, ésta llega donde tenía que llegar.
Pese a lo que pueda parecer, es una obra ligera, con cierto aire poético; una ligereza poética que va marcando el paso de la dichosa búsqueda, y que va haciendo de esta novela una pequeña gran obra, una muestra casi anecdótica de la literatura, de la memoria, de la creación. De uno mismo.

  ¿Qué significa perder los confines?, le pregunté, discúlpeme, Lise, pero me gustaría entenderlo. Ella sonrió su sonrisa lejana. Significa que el universo no tiene confines, contestó, eso es lo que significa, y por eso estoy yo aquí, porque yo también he perdido mis confines.


lunes, 1 de diciembre de 2014

«La mujer zurda», de Peter Handke



La soledad es causa del más gélido, del más repugnante de los sufrimientos: el de la inesencialidad. Después uno necesita gente que le enseñe que todavía no está del todo degenerado.


Es curioso: uno lee este libro, en el que no pasa nada, y continuamente tiene la inquietud de sentir alguna voz muda que lucha por darte una bofetada, por mostrarte algo que sin embargo ya conoces y por ello no se cuenta. No es ya el silencio o el juego entre lo que se dice y lo que se calla, sino la sensación de que detrás de toda la puesta en escena hay un movimiento que se viene arrastrando. Es una escena en la que todo sigue una línea relativamente normal. Para muchas acciones no hay explicación lógica, no hay razón que confirme que eso pasa por este o aquel motivo, pero es así y, de alguna manera (aunque sea lejana), se entiende. 

Handke hurga sutilmente en la psicología y en la vida interior y expone esos comportamientos sin destriparlos. Sólo se intuye algún pozo sobre el que flotan reacciones e impulsos, tendencias humanas, pero se queda ahí, en saber que hay algún tormento o mero transcurso que condiciona lo presente. Quietud. Inercia. Nada supone nada, nada cambia nada.

La lectura es extraña. Los personajes son extraños. El escenario es extraño. El tiempo es extraño. Puede que haya una fina línea que separa la exaltación del lector y su desprecio. Pero hay que saber mirar. Algo hace pensar que Handke se acerca bastante a su objetivo, incluso lo logra. 
En un momento dado Marianne (la mujer) decide que Bruno, su marido, debe irse. Y ya. Soledad, relaciones cruzadas que no tienen un desarrollo como tal. Incomunicación. Algo que no se rompe, que ya surgió roto, que su estado es ese. Es imperfecto, y está bien así. Hay que mostrarlo y poco más.

El espacio es reducido. El exterior es frío y tiene poco interés. El foco es otro. Hay en la mujer un espacio estrecho que se refleja en ciertas ocasiones. Hay, parece, un alejamiento de la literatura (o de lo que entendemos hoy por literatura) para acercarse a una simple observación, a unas personas normales de las que surge una obra como ésta. 
Hay que leer La mujer zurda, y hay que sentir eso que Handke (no) quiere transmitir. Sea lo que sea.

domingo, 30 de noviembre de 2014

«Los pasos perdidos», de André Breton



No olvidemos que, a punto de rebelarnos uno de sus más bellos secretos, el mundo esboza, a menudo, un gran gesto cansado que no detiene para nada la marcha impenitente del último conquistador.


Leer a personajes como Breton es siempre un ejercicio un poco más difícil que otros. La lectura parece más peligrosa. Desciende y a la vez se eleva a otro nivel. Hay que ver con los ojos de Breton y luego volver a los propios y superponer esta mirada a la primera para no caer en un abismo demasiado estrecho. Aún así, uno lee estos ensayos con el afán de hallar algo, sin saber exactamente qué, pero algo. Quizá sea esa totalidad, esa mirada panorámica —puede que con algún ángulo en especial— lo que se busque.

Sea como sea, tener la oportunidad de leer a Breton de forma tan directa se me antoja un privilegio; supone leer a uno de esos tipos lúcidos que encarnan ideas, un cambio, que viven una esfera de la realidad que difícilmente podría obviarse. Breton como propulsor del surrealismo proyectándose desde la comprensión y superación del dadaísmo, Breton desbrozando su mirada y la de otros para limpiar la modernidad, Breton como visor crítico, Breton hablando sobre Duchamp, Picabia, Apollinaire, Man Ray, Rimbaud, Max Ernst, Paul Eluard. Breton como posibilidad de asomarse a un mundo lleno de preguntas y sensaciones.
El dibujo de una época que —como en ocasiones ahora— busca el estallido, la ruptura con las cadenas de un ambiente cargado en exceso; una revolución que, con el tiempo, también será superada.

viernes, 28 de noviembre de 2014

«El mundo como supermercado», de Michel Houellebecq



Por lo tanto, las «reflexiones teóricas» me parecen un material narrativo tan bueno como cualquier otro, y mejor que muchos. Lo mismo que las discusiones, las entrevistas, los debates... Y es más evidente todavía con la crítica literaria, artística o musical. En el fondo, todo debería poder transformarse en un libro único, que uno escribiría hasta poco antes de su muerte; esa manera de vivir me parece razonable, feliz, y quizás hasta posible de llevar más o menos a la práctica.

Se reúnen aquí una serie de ensayos, entrevistas, poemas, observaciones tajantes que van dibujando el mundo de Houellebecq, nuestro mundo. Una vida que ha perdido algo, si lo tuvo; que se ha mercantilizado y transformado; que se ha hecho, de alguna manera, un juego mecánico, automático. El mundo del deseo es un (super)mercado, un espacio publicitario. Lo moderno es una dispersión del deseo. El arte contemporáneo no tiene la eficacia que querría, la arquitectura responde a criterios más bien externos. Sólo la literatura, por ser palabra, vuela a un nivel más alto, puede abarcarlo todo.

Si existe alguna forma más o menos tangible de exponer, mostrar y demostrar lo que sea la sociedad contemporánea, Houellebecq debe de representar una de las mejores aproximaciones, diría incluso que la mejor; sin duda una de las de más arrojo. Lo suyo es una visión personal y social, una especie de vivisección concienzuda, palpable. Es de alguna forma el dibujo de una sociedad desgajada y cínica que avanza (no puede evitar avanzar), pero que no tiene raíces sólidas. Es un avance que tiende a ninguna parte, un conjunto de relaciones sin horizonte definido, pero todo de manera distante, sin afecto; un análisis desapasionado, seco, que advierte de algo. Una deconstrucción que, consumada, parece preguntarse qué está pasando, sin obtener respuesta. Ya no hay personalidad ni voluntad, no hay meta, algo se rompió antes de que nos diéramos cuenta. Ahora se vive, quizá se calcula, y poco más.

Algo se ha acabado, hay cierta desolación en el mundo, pero no estamos fuera de ciertas fuerzas que nos mueven, que se proyectan en nosotros y que nosotros, a la vez, proyectamos. Parecen fuerzas que ya no gritan desde el yo sino desde uno, uno que desea desear, que busca algo que no está. Uno que vive en un vacío lleno de artificio y cartón piedra.

Detrás de ese cartón piedra, detrás incluso de su obra y de esa exposición bruta que nos ofrece, hay un Houellebecq inteligente, de mirada aguda, además con ganas de no cortarse y de decir lo que piensa (y hasta lo que piensa que puede traer polémica). Un tipo capaz de problematizar los espacios comunes, las junturas y uniones de distintos campos y ejercer allí esa disección con olorcillo a putrefacto.

miércoles, 26 de noviembre de 2014

«Desgracia impeorable», de Peter Handke



(La ficción de que las fotos pueden «decir» este tipo de cosas: pero, de todos modos, cualquier formulación de algo que realmente ha ocurrido, ¿no es algo más o menos ficticio?, menos si uno se conforma con relatar simplemente lo que ha ocurrido; más cuanto mayor sea la precisión de las formulaciones que uno busca. Y cuanto más finja uno, tanto más interesante se va a hacer la historia, incluso para las otras personas, porque uno puede identificarse antes con las formulaciones que con meros hechos relatados. ¿De ahí la necesidad de la poesía? «Asfixiándose a la orilla de un río», dice una formulación de Thomas Bernhard.)


No deja de ser, al menos en parte, paradójico: Handke narra este relato con motivo del suicidio de su madre, aludiendo a la imposibilidad del lenguaje para comunicar ciertas impresiones y situaciones al tiempo que intenta (y logra) dos cosas: por un lado, transmitir, mediante el método declarado en la propia narración, la imagen y la vida de la madre; por otro, expresar, obviamente mediante el propio lenguaje —y este segundo punto viene del primero, de aquellas formulaciones que vienen a hacerse particulares para representar algo más concreto—, la incapacidad del lenguaje para expresar ciertas situaciones que lo desbordan. Parece un cambio de estrategia. Hablar de un punto para iluminar otro, para no entrar de lleno en éste, en el que de verdad importa o es objeto del discurso, porque una vez ahí parece imposible expresar por completo lo que se pretende sin caer en lugares comunes o en descripciones tan distantes que no lleguen a cumplir su cometido. 

A la vez, y en la línea de ese segundo logro, Handke reflexiona sobre la escritura, sobre la actividad que ahora se hace necesaria, aunque no sirve para nada. Memoria, silencio, deseo, represión, el paso del tiempo. La falta de lenguaje y la comunicación truncada. Una losa insoportable. Una historia que hace mella en la mujer y la destruyendo. El paso de una vida que ha ido cayendo sobre su madre hasta que el suicidio se convierte en el único recurso a la vista, incluso coherente con el camino que ha ido siguiendo hasta entonces. Como si fuera algo que tenía que hacer, algo anunciado silenciosamente, o, para seguir con lo mismo, anunciado cuando se decían y pasaban otras cosas.

Escribir sobre ello no sirve para nada, pero habrá que hacerlo. Y habrá que buscar la estrategia adecuada, la más hábil, la más digna. Hallar el movimiento que permita (o no, en fin) digerir el acontecimiento y transmitirlo de tal forma que sea particular, concreto —la madre de Handke—, y de alguna forma, aunque sin perder de vista lo anterior, general. 
Encontrar la formulación adecuada en y para ese espacio transitorio de neblina casi irreal, de paralización. Hacer ficción, pero hacerla bien. Construir una historia. Entrar en la literatura, hacer de ella algo incluso al margen del hecho en sí desde el que se erija, pues la literatura tiene capacidad para ello. Como el lenguaje y su estrategia. Como las formulaciones. Como las obsesiones. Como las proyecciones. Incluso aunque la historia sea un artificio, un artefacto que funciona.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

«Soldados de Salamina», de Javier Cercas


Y en aquel momento, con la engañosa pero aplastante lucidez del insomnio, como quien encuentra por un azar inverosímil y cuando ya había abandonado la búsqueda (porque uno nunca encuentra lo que busca, sino lo que la realidad le entrega) la pieza que faltaba para que un mecanismo completo pero incapaz desempeñe la función para la que ha sido ideado, me oí murmurar en el silencio sin luz del dormitorio: «Es él».

Confieso que no tenía demasiadas esperanzas puestas en esta novela (o relato real). No me hacía especial ilusión leer algo (otro algo) sobre la Guerra Civil que no aportase nada o que fuera otra de las tantas novelas sobre el tema. Era un miedo a la repetición, miedo a ver al autor caer en lugares comunes sin quererlo y caer yo con él en la inercia de la lectura. Si me decidí a leerla fue porque me la habían recomendado y en este caso aquella recomendación hacía que mereciese la pena pensar que igual la novela no era eso que yo creía. Ahora me alegro de que haya sido así. Ni el relato se empantana ni creo que pueda considerarse otra más de esas tantas novelas que pasan sin pena ni gloria.
Cercas, mediante una escritura lúcida y hábil, construye un relato que deja a uno satisfecho, pues el peso de lo literario hace que nos acerquemos a la realidad y a la vez nos alejemos de ella, en una especie de búsqueda obsesiva que encuentra no lo que pretende o como lo pretende, sino lo que, de alguna manera, le es dado.
La novela se construye —y me gusta colocar ahí ese verbo, pues parece que efectivamente se construye, y lo hace a dos niveles: uno puramente histórico o documental y otro literario, éste sobre aquél— desde la figura de Rafael Sánchez Mazas y la historia de su (no) fusilamiento a manos de los republicanos.

 (...) porque las palabras sólo están hechas para decirse a sí mismas, para decir lo decible, es decir  todo excepto lo que nos gobierna o hace vivir o concierne o somos o es este soldado anónimo y  derrotado que ahora mira a ese hombre cuyo cuerpo casi se confunde con la tierra y el agua marrón  de la hoya, y que grita con fuerza al aire sin dejar de mirarlo:
      —¡Aquí no hay nadie!
      Luego da media vuelta y se va.

Se va conformando un relato real en el que se añade una dosis de ficción —cómo si no—, se va progresando en la formación del puzle y de la novela en sí, en esa investigación que funciona a varios niveles y que completa el todo. Ficción y realidad, hasta hacerse uno. Incluso hasta que la ficción sea más importante que lo que de hecho ocurrió, hasta que esta ficción ocupe los huecos que la realidad presenta. En muchos puntos no tenemos Historia sino el relato de Cercas, una historia (como podría haber sido otra), todo un conjunto de engranajes llevado con una maestría que juega con ese doble significado.
Cuando el Cercas de la novela necesita y no obtiene la entrevista con el Miralles de la novela (para poder cuadrar la propia novela), el Bolaño de la novela le dice que si no la tiene tendrá que inventarla. Eso es. Ocupar espacios, construir, hacer realidad, erigir un mundo perfectamente verosímil que se sostiene con esa narración sólida, con esa forma de pensamiento que es la literatura y que viene a salvar elementos insalvables. De hecho es en esa tercera parte cuando la novela cobra más fuerza y alza más el vuelo.
Es por eso que al final Sánchez Mazas podría considerarse casi un mero pretexto; la novela vive por sí misma, respira con autonomía. Lo fundamental es esa construcción, esa disposición del tiempo y del espacio, de los elementos de cohesión, del agradecido papel de la ficción, la idea, la memoria y el recuerdo; al fin, el relato, la narración.

Javier Cercas narra con una muy notable destreza, y merece la pena prestar atención a esta novela, a su composición, a la esperanza que parece haber tras esta historia que dice que aún es posible escribir con solvencia atendiendo a la literatura pura y a la anécdota leve, al discurso pesado y a la historia ligera, a la realidad y a la ficción y al juego que les da vida a ambas.

sábado, 15 de noviembre de 2014

«El ángel negro», de Antonio Tabucchi


Los seis relatos que forman este libro tienen algo de enigmático, parecen guardar algún secreto, se mueven con cierta atracción que mantiene un tono de oscuridad durante toda la narración. Sobre ese fondo medianamente oscuro Tabucchi hace pasar sombras, espectros de memorias y ecos, juegos literarios que tienden a deformarse, tensas imposturas que se tambalean. 

Mirando al fondo del pozo, quizá lo mejor sea ver esa confusión que acaba creándose entre ficción y vida, confusión que adquiere de la mano de Tabucchi un aire menos anecdótico y más respetable, más aún cuando esa especie de aliento maligno interviene sin remedio y la realidad se distorsiona, cambia radicalmente, entran en escena elementos que adquieren una extraña coherencia; que están, y que uno sabe que pueden estar, pero que son grotescos, desbordan la forma, acaban con el marco de lo real, de la vida. Un mal que ejecuta sin aviso, que aparece para trastocar el transcurso de los hechos. Un mal que también es personaje. Es algo que invade la escritura, que la retuerce, y no algo que viene de fuera, sino que está ya aquí; es una presencia, y hay que contar con ella.

La construcción literaria puede acabar así en el abismo, en un retroceso que trae nefastas consecuencias, en la locura, en el cuestionamiento de elementos sólidos y en cuestionamientos de cuestionamientos. Perdición. Un camino tortuoso.
Puede que la sólida escritura de Sostiene Pereira imponga mucho más que ésta. Quizá aquí cobren relevancia otros elementos (ese mal, esa presencia, ese estrangulamiento), también memorables, a los que también hace falta ir y sentir ese ángel negro que tiñe la literatura del mal del que quizá nunca estuvo exenta.

miércoles, 12 de noviembre de 2014

«Antes del fin», de Ernesto Sábato


Nunca tuve buena memoria, siempre padecí esa desventaja; pero tal vez sea una forma de recordar únicamente lo que debe ser, quizá lo más grande que nos ha sucedido en la vida, lo que tiene algún significado profundo, lo que ha sido decisivo —para bien y para mal— en este complejo, contradictorio e inexplicable viaje hacia la muerte que es la vida de cualquiera. Por eso mi cultura es tan irregular, colmada de enormes agujeros, como constituida por restos de bellísimos templos de los que quedan pedazos entre la basura y las plantas salvajes. Los libros que leí, las teorías que frecuenté, se debieron a mis propios tropiezos con la realidad.


Este libro parece una herida y su reconstrucción, un anhelo de huida ante la descomposición de la realidad. Un proceso marcado por una inteligencia desbordante.
Leer a Sábato es vibrar, sentir con más y mejor fuerza que en muchas otras ocasiones que hay algo palpitando detrás de lo escrito, algo que pugna por salir, una tensión —una necesidad— que motiva la escritura y que le da sentido. Y este libro, estas memorias que no quieren del todo ser tales, lo muestran de forma explícita. El capitalismo, el desencanto, el desgarro, el poder que se cierne sobre el humano y lo atrapa, instándolo a hacer algo. A tener ideas, por ejemplo.
Aquí Sábato se desnuda con elegancia, hace un ejercicio de regreso y de honestidad, y ese motor que causa la escritura, que anuncia —sobre los pasos de Hölderlin y de tantos otros— la decadencia, el peligro violento y a la vez su salvación, el paradójico ataque al humanismo en el siglo XX, se narra y se de-muestra, cuenta su historia como si nos dijera que sí, que es cierto, que puede verse y finalmente superarse con un alegato alentador. Que el refugio existe, aunque el consuelo queda bastante lejos. 
Pero, sobre todo, vemos la mente lúcida y sagaz que vive y escribe eso, que recurre a la ficción —en parte, a la ficción que brota del recuerdo lejano, de la memoria atacada— como zona de seguridad, mente sin la que no tendríamos ninguna aportación novedosa ni veríamos esa necesidad en el hacer.
Sábato abandona las ciencias para desarrollar esa búsqueda de la verdad en el arte y en la literatura; da forma a esas contradicciones existenciales que se acercan al límite, al abismo —intereses antagónicos y de alguna manera compatibles—, comprendiéndolas y dándoles salida, haciéndose a sí mismo.

Y, en un tiempo de crisis total, sólo el arte puede expresar la angustia y la desesperación del hombre, ya que, a diferencia de todas las demás actividades del pensamiento, es la única que capta la totalidad de su espíritu, especialmente en las grandes ficciones que logran adentrarse en el ámbito sagrado de la poesía.

domingo, 9 de noviembre de 2014

«Historias de cronopios y de famas», de Julio Cortázar


Un cronopio pequeñito buscaba la llave de la puerta de la calle en la mesa de la luz, la mesa de la luz en el dormitorio, el dormitorio en la casa, la casa en la calle. Aquí se detenía el cronopio, pues para salir a la calle precisaba la llave de la puerta.

Cortázar encuentra literatura en cualquier sitio. Ni siquiera crea, o es una creación bastante amable; parece que lo literario ya estaba ahí, y que él sólo viene a demostrar que efectivamente está, que hay que saber verlo y que una vez asaltado es inmenso, vital, con carácter, risueño, aleccionador.

Ironía, reflexión que fluye más bien rápido, imágenes fugaces pero duraderas. Ficción como reflejo, como espejo y filtro. Literatura hábil que juega y experimenta, que gira, que surge de lo más o menos común y que viene iluminar con mejor criterio algunas zonas, a destapar los engranajes de algunos automatismos poco observados, a hacer y a narrar simulacros, a desvelar los (no) motivos de acciones y juicios mundanos a través de una literatura que vive por ella misma, que se da porque sí (no necesita de nada más externo), que halla su motivo en esa ligereza que tiene sin embargo la capacidad de poner a prueba sólidos muros.

Es un dar rienda suelta a la imaginación y dejarla fluir, dejarla que traiga cosas a una sensibilidad que de pronto se renueva y respira. A veces es una sonrisa amable y otras una mueca, un cambio de orden, una modificación de estilo, qué más da; una unión de fragmentos volátiles que atrapan la importancia de lo insustancial, de lo inútil. (Inútil hasta cierto punto, porque uno no es consciente de la necesidad de un manual de instrucciones para subir escaleras hasta que lo lee aquí).
Hay que leer estas historias para llegar a ver (y no del todo, como si aún quedara algo detrás del telón) la genialidad y la maestría con el lenguaje, la forma de no-saber, de ver y encogerse de hombros e ir atrapando esa visión al fin y al cabo certera en una hilera de imágenes que tienden a la realidad.
Quizá este libro sea la mejor terapia para los mayores problemas, no sé.

sábado, 8 de noviembre de 2014

«Libro del desasosiego», de Fernando Pessoa


En estas impresiones sin nexo, ni deseo de nexo, narro indiferentemente mi autobiografía sin acontecimientos, mi historia sin vida. Son mis Confesiones y, sin en ellas nada digo, es porque nada tengo que decir.


No es un libro como tal, es un universo. Un abismo profundísimo y fragmentario que va iluminando unas zonas y oscureciendo otras. Un mundo inacabado e inacabable; Pessoa podía haber seguido escribiendo este compendio sin terminar nunca, porque al fin y al cabo no es posible. Y sin embargo, hay aquí tanto por leer y releer y descubrir que es inevitable pensar en Pessoa como una de esas pocas y gigantescas mentes que escriben por la absoluta necesidad de escribir; que toman conciencia de su mundo y de su tiempo a un nivel prácticamente inalcanzable. Va más allá de todo límite, de todo arte y de toda literatura. Llega a un estadio difícilmente clasificable. Esto es entonces un torrente de pensamiento donde cada observación implica y va mucho más allá de lo que parece. Figuras mentales que probablemente nunca podamos desvelar por completo a no ser que el portugués regrese de entre los muertos y nos eche una mano.

Es la proyección de una convulsa vida interior —o de la negación continua de esa vida—. Pessoa crea una personalidad, un desgajo suyo pero a la vez diferente que le sirve para adentrarse en tantos caminos vitales y soñadores, en un conjunto que va haciéndose conforme avanza. Pessoa, más que escribir, se escribe, y que todos esos apuntes con querencia por lo caótico no fueran quemados y nosotros ahora podamos leerlos y leer-le es verdaderamente una maravilla.

Tenemos entonces no un libro sino un universo, y un universo compuesto de múltiples piezas que tienden a (des)completarse y a expresar así esa zozobra inevitable y de alguna forma necesaria. Es la desesperación, el desasosiego del que emerge esa visión desamparada que tiende a encontrar su cobijo y su motivo en el propio desamparo, y que se plantea con una genialidad inconmensurable. Una vida tomada como una sensación reflexiva que discurre sin rumbo fijo —como si acaso lo hubiera—, pero que no deja de discurrir por tortuosos caminos dejando en todos un poso de tremenda lucidez, experiencia y sabiduría. Una vida que parece haber perdido su horizonte —o no tener excesiva confianza en esa línea futura y contemplar la pasada con cierta bajeza— , que narra por la necesidad de plasmar la incomodidad vital e intentar desprenderse de ella. Una experiencia estética. Una metafísica-analítica que atraviesa toda la obra. Pessoa puede hacer eso. 
Pessoa puede escribir cosas comunes con una forma no ya poco común sino desbordante, asfixiante a veces, no al alcance de los mortales. 
Y también esto es una forma de juego: Pessoa se muestra a través de una especie de trasunto suyo y, con esa misma idea de extrañeza, de ser otro, escribe. Parece más fácil tratar esos temas a través de otro, con una suerte de escondrijo casi ilusorio. La destrucción se cierne sobre Pessoa —y sobre nosotros— y él escribe y crea y desarrolla un vastísimo espacio donde la renuncia se hace movimiento activo. Un mundo confinado a una suerte de fragmentos que se expanden, que tienden a la verdad con la conciencia de que es inalcanzable, la proyección de una realidad exigua, que anhela.

Uno sale de esta lectura siendo otro, sintiendo y pensando ya con la huella del inalcanzable Pessoa, con la necesidad de volver a él cada poco y leer algo de las impresiones que deja esta grandísima obra.

lunes, 3 de noviembre de 2014

«En el momento deseado», de Maurice Blanchot



Y, seguramente, el punto permanece vacío, al igual que esto puede volver a empezar sin parar, y el comienzo permanece siempre mudo e ignorado, pero, y esto es lo extraño, esto no me preocupa y sigo aferrando con una avidez increíble el instante, el mismo instante, a través del cual me parece percibir esta primera chispa: alguien está aquí, alguien que no habla, que no me mira, capaz sin embargo de una vida y de una alegría arrebatadora, a pesar de que esta alegría sea también el eco de un acontecimiento soberano que se repite a través de la infinita ligereza del tiempo donde no puede fijarse.

Comentar este texto (evitaré decir relato) tiene peligros anunciados a los que parece que hay que arriesgarse para intentar acercarse a Blanchot. No parece fácil: cómo explicar lo que discurre en el vacío, en el silencio, en los intersticios que dejan las palabras; cómo explicar con palabras lo que anuncia el vaciamiento de las propias palabras, lo que, más que escribir, dibuja un espacio hueco donde no pasa nada y donde, a la vez, transcurre todo, pero transcurre en un instante
No puede decirse que haya una historia. La narración se erige desde la ausencia y desde lo que esa ausencia sugiere, ocupando (quizá efectuando) lo que se oculta. Tres personajes, sí: un hombre y dos mujeres. Un hombre que va a visitar a una mujer que conoció tiempo atrás y la encuentra viviendo con otra. Eso es lo más parecido a una trama que puede haber. Ni siquiera tenemos esto como consideración hacia el lector. Es un mero pretexto donde desarrollar lo que quiera que sea esto, el espectro de imágenes y sensaciones e intenciones y cosas ausentes que se nos presenta de forma avasalladora, como si no pudiéramos hacer nada más que asistir a un incómodo espectáculo. Como si ni siquiera pudiéramos irnos, evitarlo.
Si algo ocurre, es ahora; si ocurrió, ocurre en tanto que se presenta en este momento, en la medida en que confluyen esos acontecimientos en esta ausencia presente, en este espacio en blanco que es y no es. Proyecciones que vienen a jugar ahora su papel, impresiones presentes y casi diría futuras que vienen a condensarse en un mismo punto algo agobiante. De hecho, constantemente da la impresión de que algo está sucediendo, de que algo acecha, y puede que así sea. Es el pensamiento, el lenguaje que se abalanza sobre los personajes que viven en ese intervalo que de alguna forma parece eterno, que se despliega y logra un desconcierto considerable. Uno se siente perdido, no sabe lo que pasa. Y eso es: no hay acción como tal, nos movemos en la ausencia, en el silencio, y esa perdición es su propio hallazgo y su propio reducto de sosiego que apunta, con todo, a la verdad. Es un misterio que no llega a ser tal: el lector sabe que no hay nada por resolver, sabe o debe saber que no va a llegar una lúcida revelación que lo ponga todo en orden. No va a encontrar esa pieza que dé sentido al entuerto, porque ni hay pieza ni hay probablemente entuerto. Parece que aquí el sentido de la escritura es sumergirse en ella e ir descubriendo cosas que casi con seguridad no son las que pretendíamos descubrir, pero con las que tenemos que toparnos. Entonces uno descubre que el cuadro de Blanchot está lleno, pero completamente vacío. Que se llenan u ocupan todos los significados y sentidos y sin embargo estamos con las manos vacías. O no, no lo creo: la suya es una escritura maravillosa y abismal, y en el sufrimiento de adentrarse en ella con cierta convicción uno encuentra un remanso de realización, un espacio que va dando cuenta de sí mismo para intuir al final (en un final que no es tal cosa, pues no hay historia ni relato) que no hay nada de eso, que no hay un fin ni nada que no sea ese momento deseado que guarda todo lo posible.

De una lengua así, cuya abundancia es una especie de caída vertiginosa, aunque dominada, ¿cómo no ver que su sentido consiste en revelar lo que ya es una nada, siendo el instante únicamente su estallido, eso que en el mundo de la duración (y de las intenciones) no es más que el vacío sin el cual este estado interior sería menos intenso?
Georges Bataille

viernes, 31 de octubre de 2014

«El instante de mi muerte / La locura de la luz», de Maurice Blanchot


Sé —lo sé— que aquel al que ya apuntaban los alemanes, no esperando más que la orden final, experimentó entonces un sentimiento de ligereza extraordinaria, una especie de beatitud (nada feliz, sin embargo), ¿alegría soberana? ¿El encuentro de la muerte con la muerte?
"El instante de mi muerte"


¿Soy egoísta? No tengo sentimientos más que para algunos, piedad para nadie, raramente tengo ganas de agradar, raramente ganas de que se me agrade, y yo, para mí que poco menos que insensible, sólo sufro por ellos, de tal manera que su menor aprieto me provoca un mal infinito aunque, no obstante, si es necesario, los sacrifico deliberadamente, les suprimo todo sentimiento dichoso (llego a matarlos).
"La locura de la luz"


Literatura, vacío, silencio, evocación. Traer a presencia lo que no se dice, pero que está ahí. Parece el conjunto de elementos que uno desea después de buscar algo entre páginas y páginas y no encontrarlo, o no como pretendía. Debe de ser eso a lo que uno se aferra después de husmear en la nada con cierta obsesión. Y entonces lee a Blanchot y las piezas encajan un poco más. La memoria trae algo al ahora y empieza la función. No halla ya la tranquilidad en él, en Blanchot, creo que eso sería acercarse a un abismo más crudo que el suyo; sí es al menos una especie de intranquilo sosiego, una ocasión para pensar que se abre otra salida dentro de esa primera imposibilidad asfixiante. En una línea parecida va la alegría (inquietante) que manifiesta: tras el desencanto, tras la desesperanza, va a llegar la verdad (la luz): la muerte. Y se palpa una amistad subrepticia con la muerte.
El de Blanchot es uno de esos juegos peligrosos que parece que podría acabar con él mismo, según cómo lo asuma (y hasta con el lector, no sé). Es un vacío que se renueva y que encuentra en esa renovación nuevos significados emergentes, y el propio fin. Como si el lenguaje se hubiera desgastado, hubiera perdido su función y hubiese ahora que buscar lo que subyace en él, lo indecible. Decir algo a través de otro algo, pues hemos tomado conciencia de la inviabilidad de los relatos.
Ausencia, silencio, levedad, ligereza de sentidos que se bifurcan. Una vida leve y aproximativa. Dos textos breves, pero enormes.

domingo, 26 de octubre de 2014

«El amante de la China del Norte», de Marguerite Duras


Primero lo más ortodoxo: Duras escribió esta obra sobre otra anterior, El amante, al conocer la muerte real (la novela es autobiográfica) del amante, y la escribe —qué raro— pensando en que sea más tarde una película.
Aquí la fuerza está, como otras veces, en todo lo que abarcan sus cortas oraciones, que dicen y hablan, casi a un tiempo. Crean imágenes, escenas tremendamente visuales; con unas pocas anotaciones y una puntuación bien medida se dibuja un conjunto de silencios, expresiones y miradas y significados que hacen girar toda la historia como un torrente imparable, sobre todo al inicio. Además (de nuevo como en otras ocasiones), la relación entre la niña y el chino se ve como una posibilidad de huida y a la vez como algo que encuentra impedimentos insalvables, como algo que no puede llegarse a asir por completo pero hacia lo que hay que ir sin remedio. Como algo que casi sólo valiera por el proceso, por el querer-llegar, pero como algo a lo que hay que aferrarse. Como un espacio donde cobijarse y rebelarse, donde intentar alguna especie de catarsis, aunque ésta pueda acabar truncada. Incluso se sabe o se intuye que no podrá concluirse (los elementos que conforman la escena ya llevan consigo la imposibilidad, una prohibición, un excitante que no llega a consumarse), pero hay que vivirlo. Es un conflicto que se presenta casi como necesario. Un torbellino, en el que confluyen tendencias e intereses, del que parece que los personajes no podrán salir indemnes.
De alguna forma se transmite esa escapatoria, ese profundo anhelo de renovación que se quiere lograr en esa conexión íntima, deseo violento que hace de centro en un embrollo de temas relacionados, historias marginales —un padre ausente, relaciones y disputas entre hermanos, diferencias culturales, proyecciones personales que chocan— que sirven para ubicar y fundamentar la historia principal, la relación amorosa entre la niña y el chino. En este sentido, funciona decentemente. Con todo, echo de menos la intensidad que otras veces mantiene Duras, la tensión que arrastra la trama de principio a fin. Quizá falle algo aquí por ese volver la mirada al pasado y narrar a la vez desde allí y desde aquí dejando a un lado otros factores que en otras ocasiones tiene más presentes. Tiene, sobre todo en el arranque del asunto, fogonazos de lucidez dignos de enmarcar, sentencias que parecen inmejorables para ese fondo y esa forma, pero luego todo viene a diluirse un poco y se deja llevar a un nivel más leve y mucho menos intenso. No es una mala novela. Pierde algo de intensidad y se extiende quizá más de la cuenta, pero —sigue siendo Duras, sigue escribiendo bien— merece la pena leerla y valorarla.

sábado, 25 de octubre de 2014

«Los cornudos del viejo arte moderno», de Salvador Dalí



Desde que el crítico ditirámbico se casó con la vieja pintura moderna, ésta no ha dejado de ponerle los cuernos. Puedo citar al menos cuatro ejemplos de dicha cornudez:

    1.º Ha sido engañado por la fealdad.
    2.º Ha sido engañado por lo moderno.
    3.º Ha sido engañado por la técnica.
    4.º Ha sido engañado por lo abstracto.


Leer a Dalí es muchas veces verlo batallar entre serio y divertido, provocador. Habla sin opción a réplica y riéndose. Riéndose de los otros y del arte y de sí mismo, aunque ésta última no sea una risa de descrédito ni nada parecido. Va a atacar aquí a esos críticos, a su ingenuidad, a su juicios convencidos, a la creencia casi ciega en las vanguardias, al panorama, a lo que se quiere hacer Arte. Dalí es algo más que un pintor y un tipo extravagante. Hay un objetivo más violento y potente detrás de sus obras que de las de otros personajes. Parece que Dalí juega y remueve los cimientos de una visión que se le antoja estancada, que entra incluso con vehemencia en caminos inútiles, y que él va a desbordar, a indicar el lugar de la explosión y a ser posible a estar él mismo allí. 
1956; él es el Salvador, dice, y va a atacar a la fealdad de la que ha traído Picasso, a la modernidad como tal, a lo puramente técnico y la abstracción. Es un ataque, entonces, reclamando el clasicismo, una vuelta a los orígenes hecha con buen rumbo y criterio.
Un apunte curioso: Dalí, que se proclama el auténtico genio (y si acaso el único) de la modernidad y que se ve tan grande como el universo, tiene una ligera conciencia de quién puede estar por encima de él, de quién es mejor. Conoce entonces sus relativos y altos límites y juega a sus anchas con ellos. 
Su lúcida e incisiva mirada lleva al extremo, hasta el exceso, algunos elementos, y pone a otros contra las cuerdas con una imaginería increíble. Leerlo es tan divertido como nutritivo.


jueves, 23 de octubre de 2014

«Una libertad soberana», de Georges Bataille



Evidentemente, soy filósofo, al menos hasta cierto punto, y toda mi filosofía consiste en decir que el principal objetivo que uno puede llegar a tener es destruir en sí mismo el hábito de tener objetivos.

El Bataille que vemos aquí es un poco extraño, pero es él. Quizá sea porque se nos muestra de forma parcial debido a los pseudónimos, a la recopilación algo arbitraria de los textos que componen este libro, pero puede verse de igual forma. Literatura y abismo, arte, existencialismo visto desde varios frentes, vitalidad violenta y a veces desgajada. Lo de Bataille es muchas veces una sensación, explotar la experiencia hasta sacar de ella una idea algo arriesgada, una vía por la que infiltrarse sabiendo que el mal y el abismo son caminos casi inevitables y casi deseados.
Encuentro formidable a Bataille. Terriblemente atractivo y hasta cierto punto rompedor, que tiende al exceso, aunque sabe controlar el juego. Uno lo lee y siente esa chispa creativa y reactiva que muy pocos tienen. Leer a Bataille es no tanto entrar en una teoría determinada como acercarse a su forma de ver y pensar, a ver y pensar con él. Aquí se recogen artículos publicados en la revista Critique bajo pseudónimo, ensayos y entrevistas. Puede que sea el escrito sobre Blanchot el que más he disfrutado, el que aborda temas especialmente interesantes. Pero todo, todo merece la pena. Todo tiene su sello y apunta en esa línea que incita a uno a romper ciertas barreras impuestas y adoptar un algo de su disección bruta. Un afán de avanzar e ir rompiendo, algo así parece Bataille. Una angustia que encuentra de alguna forma su acomodo, aunque no se conforma. Una ruptura vital que quiere llegar a la libertad mediante una conjunción de diversos ámbitos (arte, literatura, religión, economía, política) que necesariamente tienen algo que decir.

martes, 21 de octubre de 2014

«Lo que a nadie le importa», de Sergio del Molino


El Madrid del día de la boda de mis abuelos se había conjugado hasta entonces en subjuntivo y condicional, que son los modos y tiempos de la incertidumbre y del miedo. A partir de la boda, se conjugó sólo en presente de indicativo, que es el tiempo de lo que a nadie le importa. El Madrid de Celia Gámez y Ava Gardner venía conjugado en pretérito perfecto simple, que es el tiempo de las crónicas y de la historia. Venía ya empaquetado y escrito para la posteridad, sin necesidad de conversiones sintácticas. Yo tengo que convertir el presente de indicativo de mis abuelos en pretérito perfecto simple, y en la operación estoy obligado a inventármelo todo, porque el presente de indicativo no deja rastros. No recreo una época, sino que la creo desde la nada. Estas supuestas memorias familiares son lo más fabuloso y ficticio que he escrito nunca. La realidad que las ampara sólo existió mientras fue enunciada y se murió al mismo tiempo que nacía. Estas páginas son ficciones sin registros fósiles.


El pasado jueves, 16 de octubre, asistí a la presentación que se hizo en Murcia de este libro. Miguel Ángel Hernández conversó con Sergio del Molino en AB9. Uno siempre agradece estas cosas y saca algo de provecho. Son algo así como oportunidades de las que extraes cosas que nunca habrías conseguido de no haber ido, y no porque no puedas leerlas o escucharlas en otro sitio; parece que el evento, esa estancia, ese estar ahí en ese preciso momento y en contacto con ese entorno, aporta un extra, un algo de conocimiento que de ninguna forma habría venido a instalarse con otras condiciones. Y algo de esta idea debe de tener Lo que a nadie le importa. Qué más da que haya ido a ver a Sergio del Molino, qué más da que tomara notas sin entender muchas de ellas y qué más da que escriba sobre la novela y que para ello me vaya a servir ahora de esa misma idea del momento y la memoria, de las colisiones de espacios que dan lugar a espacios nuevos. Supongo que sí da cuando esas memorias dejan un poco su cualidad de memoria particular para convertirse en literatura como ésta (y por ello importante), para sostener un discurrir tan sólido y visual como éste que ofrece Del Molino. 

Es una intimidad que se amplía y expande para recorrer lugares y formarse como novela. No como reclamo sentimental, no como recuerdo lacrimoso ni como intento de tocar ninguna fibra sensible, sino como novela pura y dura. Como asunto que cobra relevancia así planteada y así narrada. Como obra literaria, interesante y de calidad. No es un salto fácil, y puede que sea ese uno (sólo uno) de los motivos por lo que esta obra resulta atractiva.Una historia que tiene como apoyo fundamental el silencio. Silencio como objeto de la literatura, como centro sobre el que circular para ir acercándose a la verdad. Historia que se proyecta desde ese silencio para indagar, descubrir e ir atacando cabos, para narrar de forma soberbia algo escondido. Lo que pasa, lo invisible. Lo que no se ve o no se quiere ver. Lo que mancharía la historia, pero que no deja de formar parte de la misma. Tenemos entonces una aproximación, un rescate, una re-construcción vital que tiene conexiones con el arte y la literatura y que funda en ellas, aunque sea parcialmente, su origen. Se acerca mucho a adoptar una forma concreta de leer, de mirar. No sólo leer y mirar, sino saber leer y saber mirar para hallar ahí el motor adecuado de toda la obra.

Una sentencia lapidaria del abuelo en su lecho de muerte mueve a esa búsqueda de lo escondido o silenciado. Es una sentencia última y a la vez fundacional, una sentencia que calla mucho más de lo que dice y que trae así presencia a la ausencia, un pliegue del tiempo que guarda indiferencia y temor, historias y geografías personales que pasan a ser algo más que todo eso. Los cimientos se remueven con ese disparo moribundo que encierra tantas cosas. Y entonces el dispositivo se pone en marcha y parece que ya sólo hace falta madurar la historia, unos elementos que cobrarán fuerza con el tiempo pero que ya están presentes. En ninguna de las novelas que leía con mi pasión de escribir juvenil encontré nada parecido. Toda mi literatura se expande a partir de ese instante primordial. La última sentencia de mi abuelo fue también mi primera frase. Es una mirada a ese pasado que emerge y también a sí mismo, una mirada en varias direcciones que logra conformar la historia como conjunto. El anciano que seremos está ya impreso en el joven que fuimos. Es también una especie de conjunción de experiencias, de revisión de experiencias. Un mapa personal pero extensible que viene a ejercer como centro del libro.

Merece la pena leerlo y verlo con esa forma de mirar que señalaba antes, casi a modo de imagen que se va completando, que se hace densa. Y merece la pena verlo dentro del panorama donde se mueve Sergio del Molino, atendiendo a los límites de la novela y haciendo —casi reclamando— una ligera vuelta a los orígenes, sin perder vista —qué fracaso si no— lo actual, el punto en el que de hecho nos encontramos.

domingo, 19 de octubre de 2014

«Hijos sin hijos», de Enrique Vila-Matas


Todos son hijos sin hijos y su conducta, en la mayoría de los casos, recuerda a esos seres a los que su propia naturaleza aleja de la sociedad; seres que, en contra de lo que pueda suponerse, no necesitan que nadie los defienda porque, siendo oscuros, la incomprensión no puede hacer blanco en ellos; seres que tampoco necesitan ser confortados, porque si quieren seguir siendo de verdad sólo pueden alimentarse de sí mismos, de forma que no se les puede ayudar sin hacerles daño.

Creo que ya otras veces he dicho aquello de que Vila-Matas es grande entre los grandes y etcétera. Creo también que no habrá obra suya que me desagrade, que no me deje un poso, que no acabe llena de notas y de oraciones y párrafos subrayados y páginas dobladas; leerle es palpar literatura y aprender literatura. Su habilidad para narrar es insultantemente sólida y segura, atractiva. Sus temas (que los tiene, digan lo que digan, y los tiene bien presentes y son fundamentales) son de esa clase de temas que tienden a la obsesión, que son recurrentes, que atrapan y crean mundos. 
En Hijos sin hijos parece que los relatos que lo conforman deambularan —y me parece que esta palabra se ajusta bastante a lo que transmiten estos relatos y estos personajes, a la idea vital que arrastran como unidad todos ellos— como deambulan, de una u otra forma, los personajes de cada relato. Individuos con algún objetivo vago y con una inestable o asustadiza conexión con la vida, individuos que se mueven con un algo de ingravidez y que encuentran el sentido de lo que sea que busquen en algo inesperado y a la vez evidente; personas comunes cuyas preocupaciones son esas que afectan directamente a ellos y a su vida y no aquellas históricas o relevantes para el mundo, y que proyectan así un equilibro medianamente justiciero. Individuos que Vila-Matas hace mover al amparo de alguna sentencia kafkiana, cómo no. Individuos casi autómatas, condicionados por alguna fuerza mayor, real o no, que les lleva a hacer lo que hacen. Los relatos tienen sentido como conjunto y, casi diría, también en el orden en que están dispuestos. Las historias no son meras historias: hay algo detrás, algo que se mueve a la vez que se mueve el decorado. El todo es un artefacto pensante que pone en marcha un principio, una idea, una estancia en la que hay algo por descubrir o en lo que indagar como si fuera un juego, como si lector y escritor, también los propios personajes, fueran funambulistas algo indiferentes que tienen algo que decir. Hay un discurrir lento y hasta cierto punto enigmático; en algunos puntos, un leve giro que hace virar la vida de esas personas, pero que, de alguna forma, no cambia nada, todo sigue igual. Todo importa y a la vez no, nada es muy importante, ya lo anunciaba Vila-Matas con anterioridad y al comienzo de este libro:

Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde, fui a nadar.
Del Diario de Fran Kafka,
2 de agosto de 1914.

martes, 14 de octubre de 2014

«Historia del ojo», de Georges Bataille


Es realmente complicado leer a Bataille y salir indemne. Además de complicado, creo que sería un fracaso como lector. El precio a pagar entonces si se hace bien es dejarse uno llevar por ese mundo deformado, dejar que esas imágenes obsesivas y casi insondables guíen a uno en lugar de imponerse uno mismo a la lectura. Es abismal. Puede que aflore una sonrisa divertida leyendo ciertas escenas —casi todas, diría— y luego se le congele si se atiende sólo a la superficie, al primer —pero secundario— plano, que no deja de estar. Lo que ocurre en la escena es una macabra zambullida en el fango y un goce sin goce. El gozo o la satisfacción no se hallan tanto en el propio acto sexual como en su visión, en su presencia, en su composición; de ahí la fijación por la masturbación, por el que los planos convencionales se distorsionen y superpongan: ese ojo, esa visión incesante también se transforma, también se hace objeto. El placer está en los ojos y el placer se materializa. Los desdoblamientos llegan de forma arrolladora. La tensión que se da dentro de ese asalto a la moral, al pecado, lleva la razón hasta límites donde probablemente los personajes se perderían. Y la muerte. La idea de la muerte, la cercanía de la muerte, el morbo de la muerte. El erotismo de Bataille está irremediablemente ligado a la muerte, como si fuera inconcebible una cosa sin la otra, como si se atrajeran para poder existir. Una especie de placer que se da en la misma decadencia que lo hace posible.
Es surrealista y no, y es erótico y no. En cuanto a lo segundo, porque, aunque totalmente válido y concienzudo, no deja de ser un mero pretexto, un atinado juego que permite poner en danza lo que se esconde detrás. No es, ni mucho menos, una historia erótica o pornográfica cuyo fin sea ese mismo erotismo o esa misma pornografía. Hay que mirar el trasfondo. En este punto, entonces, es surrealista —como señala Vargas Llosa—: en el fondo y no en la forma. La forma tiende a ser objetiva, real; el contenido se dispara, enloquecido y pervertido, en otras direcciones. Puede que esto incremente incluso la carga surrealista, el poder que ejerce. Es sólo hasta cierto punto automático, sin excesivo peso del irracional, sin suspensión de; más al contrario, parece que una razón lúcida se yergue para mover las imágenes y relaciones (reales, oníricas) y conexiones de esos dos mundos —y a la vez uno solo—, para dirigir a los personajes en una especie de frontera entre la vigilia y el sueño, o en una confusión consciente. Parece continuamente que están a un paso de saltar al abismo y sumirse en una locura sin remedio (aunque divertida y plena, vaya). Parece un paseo (no del todo voluntario) por el desfiladero. Es el deseo, la transgresión, es la huida, es el reconocimiento, la realización del pensamiento, la provocación llevada al extremo. Todo con un propósito detrás que le da una fuerza y un sentido que de otra manera no tendría y cuya ausencia haría que toda la construcción se viniese abajo.

Las piezas, todas ellas, son inseparables, igual que las conexiones que se crean. Un conjunto indisociable. Un sistema de hallazgos de niños y de rebeliones que evoluciona hasta llevar esa obsesión visual casi hasta el límite. Si de alguna manera el motivo primero de la vorágine puede ser el levantamiento contra el poder paterno —la prohibición e incitación a— poco más tarde se hace por diversión, por la atracción adictiva, por la sensación del riesgo, por experimentar, por la necesidad de una exploración física y psíquica. Es una búsqueda deformada y exacerbada de la autonomía, de soberanía, de poder erigirse de forma independiente. De pasar al siguiente estadio. 
Es una obra fascinante. Una abrumadora serie de posibles. Inteligente, un poco enfermiza, incluso cuestionable. Hay que pensarla y repensarla. Hay que volver a ella, volver a sus orígenes y observarla desde allí, pero sobre todo que no escape. No pasar sin leerla.

sábado, 11 de octubre de 2014

«El azul del cielo», de Georges Bataille


A partir de un sufrimiento innoble, de nuevo, la insolencia, que, a pesar de todo, persiste solapadamente, va aumentando, lentamente al principio, y luego, súbitamente en una explosión, me ciega y me exalta en una felicidad que se afirma contra toda razón.

Es extraño, tortuoso y aterrador. Un relato algo caótico, y dentro de ese caos físico y mental se reúnen temas explosivos, a veces imágenes grotescas. Vida, erotismo, viaje, muerte, pulsión sexual algo cadavérica. Obsesión. Parece que no son los temas en sí, sino el resultado de ese cóctel molotov el que produce la inquietud, la mueca al leer. Porque tampoco creo que pueda decirse que destaque aquí una narración soberbia ni un discurrir majestuoso. Pero algo retumba detrás de eso, algo que hace prácticamente imposible no atender a lo que se fragua en ese movimiento. Un querer levantar la cabeza y huir, pero dentro de la obsesión, como si ni siquiera fuera posible, o como si, de todos modos, la obsesión fuera necesaria; como si fuera forzoso, obligado, escribir el relato, diría Bataille. Si no, qué sentido tiene. 
Hay una lucidez casi perversa —no sé hasta qué punto será simplemente la manifestación exacerbada de una esfera que habitualmente se ignora, esfera tabú— que va tejiendo ese torrente, ese vómito e locura. Porque eso parece esta novela: un vómito. Lo demás, todo lo que no gire en torno al vómito, es accesorio. Bataille pasea bajo una presión que parece inducirle al levantamiento, a la revolución, y lo hace en un sendero oscuro que encuentra en sí mismo la lucidez, su propia guía.