martes, 23 de junio de 2015

«Antichrista», de Amélie Nothomb



   Si hay algún denominador más o menos común en las obras de Nothomb, ese podría ser el juego con las exageraciones, el histrionismo, la tendencia a vanagloriarse y el desdén, la escritura concisa e incisiva, las situaciones a un paso de resultar inverosímiles que se mantienen con cierta decencia en el terreno dibujado por la belga y que acaban funcionando. Con más o menos ironía, con más o menos extravagancia, pero acaban funcionando.

   Antichrista es algo así como el retrato casi grotesco, no sé, algo límite, de una chica de dieciséis años que reúne algunos de los rasgos que la ensalzan hasta algo cercano a la divinidad o al ultraje y que Notohmb ha apuntado otras veces, casi como una constante ubicada en cada ocasión en su preciso lugar —espero.
   La narradora esta vez no es ese personaje, sino otra chica de la misma edad, Blanche, que reúne también algunos de los rasgos que se pueden ver otras veces en Nothomb: debilidad física y social, inseguridad, soledad, algún complejo, apocamiento, necesidad de protección y aquí tiene lugar el papel de (Anti)Christa.
   La necesidad de Blanche de que Christa entre en su mundo da lugar a una dominación impudorosa. Hay algo de humillación consentida, de autoridad implícitamente aceptada, de exceso, de popularidad, de impostura. Quizá sea una relación adolescente caricaturizada por Nothomb como sólo ella sabe hacerlo, no sé. Hay también una reacción, un despertar extraño —no podía ser de otra forma tratándose de Nothomb—, no sé si diría orgulloso o diabólico.

   Me temo que a Nothomb hay que leerla sabiendo dónde se entra, aceptando el marco que siempre esboza y entendiendo que las tensiones y el juego —telegráfico, a veces hostil, otras amable, casi siempre agudo— son así de breves y directos porque, de alguna manera, deben ser así. Porque así es el terreno —legítimo— que ella ha convenido. Y hasta le puede salir bien.


«La imagen y su semejanza», de Javier Moreno




COMO UN PEZ fuera del agua
durante el breve instante que dura su salto
vislumbra a un hombre asomado a la cubierta de un
barco
observándolo

Y se sumergen de nuevo
en el mar
en la soledad
infinita de camarote

Donde trenzar el sueño:

Dispuestos en el tapiz
la urdimbre y la trama
fractal del deseo
interpuesto
entre dos nadas



   El sábado asistí a la presentación de La imagen y su semejanza en AB9. Javier Moreno charló con Diego Sánchez Aguilar y luego leyó algunos de los poemas. Acabé maravillado; al acabar me hice con el libro y volví a casa deseando devorar aquello de lo que habían hablado, deseando escribir algo, deseando también —por algún patético impulso mitad curioso mitad justiciero— saber hasta dónde habían sido sinceros, hasta dónde habían sido fieles con la descripción del libro, hasta dónde el recital de Moreno fue muestra y no selección atractiva.

   Moreno agrupa algunos poemarios (cuatro ya publicados: Renacimiento, Acabado en diamante, Cortes publicitarios y La elocuencia del azar; y dos  como no publicados previamente: Recuerdos de nube y Cifra o arena) como una suerte de sendero dirigido a un rastreo personal a través de lo escrito. En este sentido la selección y agrupación de los poemarios no responde simplemente a un mero requisito editorial, sino que la peculiar disposición —empezando por los más recientes y acabando por los más antiguos— tiene su sentido de ser, y puede decirse que éste es un libro nuevo, con un sentido también nuevo o actualizado, que arroja luz sobre su trayectoria en un esfuerzo por dar con el origen como destino y hallar alguna comparación entre el ahora y el entonces, comparación cuyas piezas, siendo las mismas (o casi las mismas), no acaban de encajar, no acaban de verse.

   No sé si Moreno mira con un cristal roto y logra así una visión increíblemente más efectiva y profunda o si es la realidad la que está rota y él la atrapa —la parte que le interesa de esa realidad, claro— jugando con las formas y el lenguaje, juego que es a veces casi serio, a veces declaradamente irónico, en otras ocasiones casi, y sólo casi, nostálgico. En cualquier caso, el alumbramiento (o deslumbramiento) de la imagen de esa realidad, de esos ocultamientos y ausencias, de la violencia que guardan los documentos, de la historia, de la distancia, de la creación, de la conciencia, de la repetición de signos y referencias, de citas, de los orígenes y del yo, incluso la tendencia a concretar lo abstracto, esa imagen, digo, es proyectada con una fuerza poética incuestionable. De esta manera, Moreno muestra una existencia —la nuestra— inmersa, construida en el mundo contemporáneo, una existencia re-producible y llena de esos desajustes o rupturas y de caminos dispares de los que se puede dar cuenta con la poesía tan bien como con la filosofía o la ciencia —cada una a su manera y con sus herramientas—. Con todo, me temo que lo mejor es lanzarse directamente a leer estos magníficos poemas. Leer y entender, establecer conexiones, leer y comprender, leer y comparar. Hasta donde sea posible hacerlo, supongo.


LA METÁFORA es movimiento
El movimiento es imagen
La imagen es metáfora
Se cierra el círculo

Otra imagen


sábado, 20 de junio de 2015

«Escribir», de Marguerite Duras



   Algunos escritores están asustados. Tienen miedo de escribir. Lo que ha ocurrido en mi caso quizás haya sido que nunca he tenido miedo de ese miedo. He hecho libros incomprensibles y han sido leídos.

   Hay algo casi palpable en Duras: una personalidad bien marcada, firme y tajante, una forma de ser y de ver a través de las palabras adecuadas y de los silencios bien ubicados, de combinar vida y literatura —de extraer lo literario de su vida— con una solvencia inapelable. Duras posee una inteligencia tan ágil como para decir en una obra tan breve como ésta lo que otras no logran atrapar en cientos de páginas. También es verdad que parece tener bien claras, a su manera, algunas cosas de las que otros escritores hacen una búsqueda continua: la propia tarea de escribir, las barreras comunicativas, las experiencias, relaciones, influencias, la nada; escribe de forma directa, sin rodeos, casi a sablazos, con el talento del que ha nacido para escribir, pero, sobre todo, para comprender la escritura.

   Duras aborda con inusual tino la soledad del escritor, la distancia, las imposibilidades con las que uno se topa, la vida y la muerte, la locura, la necesidad. Lleva a cabo una suerte de exploración interior tan interesante como peligrosa, consciente —supongo— de los abismos vitales que va a tocar, pero consciente también de que puede hablar de ellos sin que la devoren. De alguna manera, está más allá. Es algo más vieja y más sabia, está más curtida, es difícil que puedan herirla. Lo suyo ya ha cicatrizado, y ahora sólo le queda escribir como dice y muestra aquí: de forma concisa y salvaje, yendo a la esencia y dejando a la vez tremendos y necesarios resquicios para que la escritura respire, para que sea libre y diga y calle lo que tenga que decir y callar.


viernes, 12 de junio de 2015

«El malogrado», de Thomas Bernhard





   La verdad es que no hay nada más espantoso que ver a una persona que es tan grandiosa que su grandeza nos aniquila, y tenemos que ver y soportar ese proceso y al fin y al cabo aceptarlo también, cuando, realmente, no creemos en ese proceso, no creemos aún mucho tiempo después de que se nos haya convertido en una realidad incontrovertible, pensé, cuando es ya demasiado tarde para nosotros. Wertheimer y yo habíamos sido necesarios para el desarrollo de Glenn, muy a diferencia de él, y Glenn abusó de nosotros, pensé en la sala del mesón. La desvergüenza con que Glenn lo abordaba todo, las horribles vacilaciones de Wetheimer en cambio, mis reservas hacia todo y hacia todos, pensé. De pronto, Glenn fue  Glenn Gould, todos habían pasado por alto el momento de esa conversión en Glenn Gould, como tengo que decir, también Wertheimer y yo. Glenn nos había arrastrado durante meses a un proceso de adelgazamiento común, pensé, a la obsesión por Horowitz, porque realmente hubiera podido ocurrir muy bien que, solo, yo no hubiera aguantado esos dos meses y medio salzburgueses con Horowitz, y Wertheimer desde luego no, y que hubiera renunciado a no ser por Glenn. Ni siquiera Horowitz hubiera sido aquel Horowitz si hubiese faltado Glenn, porque el uno condicionaba al otro, y a la inversa.


   Voy a empezar con poca sutileza: Bernhard es un escritor absolutamente maravilloso, a ratos asfixiante, y El malogrado es una indiscutible obra maestra, una de esas narraciones sólidas y resistentes que pueden poner a uno, lector, en peligro, y gracias. Respiro.

   La narración es un continuo discurrir del pensamiento de un sujeto sin nombre, uno de los tres amigos que conforman el centro y la genialidad de la novela, el que les sobrevive, el que analiza a uno y a otro (y a cada uno desde, o a través del otro), el que escribe sobre ellos, el obseso, quién sabe si más obsesivo —por las (no) pausas, por las repeticiones, por el arrastre del pensamiento, por los círculos— que el malogrado Wertheimer. Wertheimer, hombre genial aunque atado al mundo, a su lado más desagradablemente humano, terriblemente frustrado, aniquilado —silenciosamente destruido— por una genialidad aún mayor que hace patente su mediocridad; hombre truncado por un talento, si acaso, genuino, sin condiciones. Bernhard lleva los pensamientos del amigo vivo con una destreza que parece sólo a su alcance: de forma hipnótica, repitiendo, explicando, clarificando, soltando y recogiendo lastre, atrapando al lector y perdiéndolo en tortuosos caminos de los que uno no quiere salir, porque uno es consciente de que está leyendo algo como pocas veces se ha escrito, algo de una habilidad desbordante, a la altura de la geniales mentes que forman la propia historia.

   Wertheimer se ha suicidado, y el narrador viaja a Suiza para asistir al entierro. Recuerda el trayecto que recorrieron juntos, las influencias de Glenn sobre ambos, la naturalidad de Glenn y la necesidad de Wertheimer de encontrar la aprobación de su obra, de ser uno de los grandes, quizá de ser, como pudo haberlo sido el narrador, el mejor. Pero la sombra de Glenn, pianista inalcanzable, fue mortal. Bastó un comentario acertado y a tiempo para condenar a muerte a Wertheimer, que se colgaría veintiocho años después, haciendo de su suicido lo único propio, lo único que salió plenamente de él, pues ni siquiera Glenn se suicidó, pero Wertheimer no pudo soportar esa muerte y tampoco, en fin, la vida de Glenn.
   Una capacidad artística llevada al extremo, hasta situarse en el margen de lo humano y allí, cobrando toda su esencia de manera inquietante, casi exclusivamente cerebral, atravesada por la desgracia de la infelicidad y el fracaso.

   Observando a Wertheimer, el malogrado, uno ve inteligencia y suficiente genio (aunque no de la forma en que el genio vive en Glenn), pero también fracaso y límites, locura y muerte. Y al final, una vez visto el cuadro entero —una vez que la melodía va llegando a su fin— uno siente que esas cosas no son disociables, y entonces la frustración, leyendo a Bernhard, parece que no puede convertirse en resignación, pero también siente que es en esa imposibilidad donde reside el interés, donde se observa la genialidad natural y sus consecuencias.

   Con todo, me temo que Bernhard es desolador, pero no mortal. Intuyo que es posible volver sobre el recuerdo, sobre estas páginas, volver a repasar el fracaso y sentir que no es el fin, que en ese ahogamiento hay algo de media sonrisa, aunque sea una mueca risueña, que permite incluso seguir leyendo y escribiendo. Que insta a seguir haciéndolo.


miércoles, 10 de junio de 2015

«Ácido sulfúrico», de Amélie Nothomb



   Llegó el momento en que el sufrimiento de los demás ya no les bastó: tuvieron que convertirlo en espectáculo.


   Veo a Nothomb como un rayo. Como un impulso feroz. Quizá un poco impertinente, igual un poco narcisista; aguda, moderna, ágil, exagerada, telegráfica, irónica, a veces pasando de puntillas de lo burdo a la genialidad, seguramente sin llegar a tocar por completo lo uno ni lo otro.

   Nothomb ha construido en Ácido sulfúrico un cuadro de la crueldad y, sobre todo, de la expectación que eso genera, de las tensiones humanas que subyacen a las relaciones de poder, de la atracción por el sufrimiento, del poder del silencio y de las palabras justas y bien medidas, como hace ella misma al escribir.
   Concentración es un programa televisivo que recrea, a modo de reality, las condiciones de un campo de concentración —repleto de cámaras que atrapan humillaciones, hambrunas, arrebatos, trabajos forzosos, torturas de personas despojadas de nombre e identidad, escogiendo a los participantes al azar e incluyendo luego al público como parte activa del asunto y no sólo como fiel y magnífico espectador. Nothomb pasa, a través de la protagonista, por una aspiración a la divinidad de la que ya se ha jactado —con una habilidad que la legitima, creo en otras novelas como Metafísica de los tubos, y recrea también algunas leves obsesiones como el trato con la comida y con otros seres con los que hay algún tipo de dependencia, la culpa y la valentía, el descaro o la necesidad de.

   Nothomb ha escrito una obra concisa sobre la televisión y su influencia, sobre la dominación ejercida sobre las masas, que se dejan guiar demasiado poco insolentes; pero ha escrito también, a otro nivel, una pieza sobre el juego de la soberanía, sobre la modernidad más en-cerrada, sobre afectos e imposiciones, dibujando al final una salida con sello propio, no sé si alentadora. Y ha escrito todo esto con el estilo que la caracteriza, para bien o para mal.

   Breve, pero muy cerca de ser completa según lo que se propone. Llena de destellos personales y maravillosos.


sábado, 6 de junio de 2015

«Los perros románticos», de Roberto Bolaño



   Bolaño, Bolaño, Bolaño... cuánta genialidad. Estos poemas —sí, o lo que quiera que sean estas composiciones así volcadas— son una muestra de su innegable talento, de sus inagotables recursos, de su poder imaginativo y literario, de sus casi impensables salidas. No es fácil describir lo que escribe, lo mejor que uno puede hacer es leerlo con cierta valentía. Quiero decir que no es fácil dar en el blanco si uno intenta apresar estas imágenes o explicar qué está haciendo Bolaño aun si dijera que hay en muchas de estas piezas un algo de derrota y desolación y a la vez algo de mirada distante, irónica, un tono personal que se siente legitimado —cómo no— para jugar con el ritmo, para contar historias a través de poemas, para contar-se él mismo, Roberto Bolaño; para romper versos y otros estorbos que se le presenten —ataduras, convenciones, recuerdos— con libertad y sangre y con la fuerza revolucionaria del genio poco atento a cómo debieran hacerse las cosas. Para qué.

   Bolaño no escribe poesía por escribir poesía; simplemente escribe, casi como si respirara, y esta vez lo hace de una forma que parece más cercana a la poesía que a la prosa, que parece eso, poesía, pero que, al fin, sólo es Bolaño escribiendo, Bolaño transmitiendo. Bolaño. No le pondría demasiadas etiquetas salvo que las que ya le he colocado, espero no pecar de halagador.


miércoles, 3 de junio de 2015

«Sobre la historia natural de la destrucción», de W. G. Sebald



   Esa falta de veracidad de los relatos de testigos oculares se debe también a los giros estereotipados que con frecuencia utilizan. La verdad de la destrucción total, incomprensible en su contingencia extrema, palidece tras expresiones como «pasto del fuego», «noche fatídica», «envuelto en llamas», «infierno desencadenado», «inmensa conflagración», «espantoso destino de las ciudades alemanas» y otras parecidas. Su función es ocultar y neutralizar vivencias que exceden la capacidad de comprensión.


   Sebald es uno de esos pequeños grandes maestros con cosas que decir y con una forma de escribirlas contundente y personal. Su obra es, entre otras cosas, la apuesta por una renovación de la literatura, de la forma de hacerla y de leerla, de comprenderla. Se lanza con inusual valentía y acierto a una reconstrucción —a veces explícita, otras interna en el mecanismo o juego de la propia escrituradel pasado, de la historia (y de la historia de la literatura), y encuentra en esa reconstrucción tanto una nueva forma de reorganizar y visualizar los elementos como los fallos esenciales que se dieron y que no pueden —no deberían— volver a darse, fallos que él salva o supera con ese abordaje múltiple y bien enfocado.

   Durante la Segunda Guerra Mundial, las ciudades alemanas resultan destrozadas. Los Aliados descargan sus bombas hasta lograr una realidad a ras de suelo grotesca, impensable. Y, en esta línea, se produce una evasión: llega el silencio, la negación, la continuación de una rutina que resulta chocante, pero que parece necesaria para seguir viviendo con cierto equilibrio sin que lo que aparece ante uno desborde su capacidad de comprensión y lo aniquile. De alguna manera, detenerse a contemplar y asimilar lo ocurrido supondría una ruptura irreparable. Sebald escribe esto con la intención de hacer justicia, de reclamar una verdad que se ha ido evitando mediante lugares comunes y expresiones inútiles. Reclama, con derecho, la verdadera respuesta estética, y quizá ética, que requiere una devastación como la alemana.
   Los alemanes, como cualquier otro pueblo en esa situación, se ven sobrepasados; pero no hay literatura que dé cuenta de ello con fidelidad. Recrearse en esa desgracia no parece tocarle a una nación que procura redimirse de su pasado y que pugna por avanzar, sea como sea. La literatura que toca ese asunto cae en sentimentalismos u ornamentos que alejan la mirada del centro objetivo y valioso, así que recurrir a ella para acceder al pasado propio y conocerlo resulta en vano. Quizá, y sólo quizá, los escritores debieran ocuparse, en tanto que testigos y transmisores de su mundo, de retratar de manera fidedigna una realidad que de otra manera no llegaría entera e inalterada a quien venga detrás. Pero la literatura que de hecho se ha dado cae en una mediocridad hasta cierto punto reprochable, y cuenta con una forma de escribir que alivia el peso de la conciencia y que no se detiene a escribir —o de la manera en que debería escribirse— sobre las madres que llevan en la maleta el cadáver de su hijo, sobre los comportamientos que se sitúan a un paso de la enfermedad o la locura, sobre la convulsión —dura, palpable, sangrienta, demasiado real— que les azota. En definitiva, no mirar demasiado hacia un mundo de imágenes que puede desbordar su imaginación y sus ideas; pero esto, lejos de procurar ninguna expiación, supone una responsabilidad probablemente aún mayor.

   Sebald cuenta con una notable potencia literaria, y aprovechar tanto como se pueda los recursos que expone y señala parece una tarea casi obligada, al menos poco despreciable.


lunes, 1 de junio de 2015

«El corazón de las tinieblas», de Joseph Conrad


   No comprendíamos lo que nos rodeaba, nos deslizábamos como fantasmas, sin dejar de hacernos preguntas y secretamente abatidos, como hombres cuerdos ante un estallido de entusiasmo en un manicomio. No entendíamos porque estábamos demasiado lejos y no podíamos recordar porque nuestro viaje atravesaba la noche de los tiempos, de aquellos tiempos que ya pasaron, que apenas han dejado huellas —y ningún recuerdo.


   Un camino incómodo y profundo, un viaje repleto de esos abismos y recuerdos que provocan la inquietud y el estremecimiento del lector más infranqueable, como si fuera prácticamente obligado dejarse sondear por las impresiones de Marlow acerca del viaje y del admirable Kurtz, de la vida y de la naturaleza y del dolor y del miedo y de la muerte, también de la amarga ironía. Como si el lector no pudiera sencillamente mantenerse al margen, porque alguno de los caminos —alguno de los muchos e interconectados caminos llevan a uno a plantearse algo sobre sí mismo y sobre los otros, si acaso hay alguna diferencia entre ambos. Conrad va subiendo de intensidad y valiéndose del discurso de Marlow para adentrarse a golpe de machete en las entrañas de cada cual y conseguir dibujar la tensión entre la locura y la cordura, el impulso y la razón, lo primitivo y lo civilizado, el bien y el mal, entre el deber y la moral. Esboza estas encrucijadas cuando Marlow recuerda el camino que emprendió para rescatar a Kurtz, colono europeo, de la selva africana.

   Hay en ese recuerdo —es la función de la memoria y la imaginación, del regreso, de lo que queda cuando el tiempo ha desbrozado unos caminos y eliminado otros— una especie de justicia, una forma de narrar los acontecimientos con un tono mucho más certero, y además una posibilidad de contar lo sucedido con explicaciones y testimonios que de otro modo no tendrían cabida. La historia viene así contada, y el espectador ha de aferrarse a ella con la inevitable sensación de que la historia es la que le cuentan y a la vez no; la historia es al fin más relato que historia, pero quizá no pueda ser de otra manera y su valor resida precisamente ahí.

   Cuando Marlow se ve ante disyuntivas impuestas surge el problema. Tiene que decidir. Y entonces aparecen los fantasmas, las sombras de la existencia, la necesidad de escoger una opción y rechazar la otra, con la profunda convicción de que eso —situándose en el peligro de la selva, a bordo de un barco que parece continuamente vigilado y a punto de ser asaltado por los salvajes— va a traer consecuencias terribles.
   En medio de ese desajuste se destapan la obsesión, el ambiente cargado y casi claustrofóbico, la necesidad de salir cuanto antes de un espacio habitado por seres del todo ajenos. La imperiosa necesidad de conocer-se y las dificultades que ello implica. El temor. Sube la intensidad. Se interpone la palabra ante la realidad, o hace por transformarla. Hay un enfrentamiento externo e interno, un conflicto que, de ser irresoluble, podría ser fatal, y que termina con efectos palpables. Uno se ve instado a traicionarse o a reafirmarse en medio de esa decisión mientras la exploración interior amenaza con derribarlo; mientras asume, no sé si con resignación, su papel de europeo arrogante; mientras se debate entre el rechazo y la admiración a un hombre excepcional por el que ha dado sin pretenderlo más de lo que quería y debía, pero, sobre todo, por el que se ha internado en parajes extremos y oscuros de los que nadie sale tal como entró.

   El horror, el horror...