domingo, 29 de diciembre de 2013

«El jardín del Edén», de Ernest Hemingway

                                   «El jardín del Edén», de Ernest Hemingway




Ah...este libro, este libro. Creo que conforme uno va leyendo a Hemingway más le cuesta hablar de éste o aquel libro y cada vez parece más adecuado hablar de Hemingway en éste o aquel libro, o incluso solo de Hemingway. Él en su obra o su obra en él, si acaso hay una clara distinción entre ambos. Aún no lo tengo demasiado claro. 

Lo que sí tengo claro es que es firme y sencillo y directo, y que cada escrito suyo parece un pedazo de sus ideales y principios y recursos. No hay simbolismo (o no uno típico), él no lo quería; hay imágenes, pero imágenes directas y certeras, no interpretativas; hay un querer acercarse a la verdad y escribirla de forma eficaz. Y poco más. Un poco más que resulta todo un mundo de posibilidades. Los posibles del genio.

En un momento dado leemos algo que no puede hacer menos que asentir y detectar al propio autor: La sencillez y la facilidad con que escribió le hizo temer que no tuviera ningún valor. Ten cuidado, se dijo a sí mismo, está muy bien que escribas con sencillez, cuanta más, mejor, pero no empieces a pensar con esa maldita simplicidad. Sé consciente de lo complicado que es y luego exprésalo llanamente. ¿Te imaginas que los días en Grau du Roi fueron sencillos porque has podido describir algo de ellos con sencillez? Eso es, eso es.

Esta novela es inacabada, pero acabada. Es póstuma, y bueno, al margen de otros inconvenientes que eso pueda traer, teóricamente no fue terminada como tal. Pero sí puede verse un desenlace, quizá porque realmente no le hace falta un fin distinto, quizá porque conforme se perfila la narración, la novela se va construyendo y haciendo, y un desenlace concreto y cerrado no le hace verdadera falta. 

Se concentra aquí una pequeña parte del universo al que nos tiene acostumbrados, sobre todo gran parte de su forma, de la forma de proceder. Tres personajes dan vida a la historia: David Bourne, Catherine y Marita. Se va formando un extraño triángulo amoroso donde los cambios y los giros (naturales, formales, cíclicos, asumibles y asumidos) son constantes, aunque todo parece seguir un hilo conductor que guíe el asunto general. Si Hemingway vive y después escribe y describe, aquí sigue haciendo lo mismo aunque quizá haciendo una no-ficción a partir de una ficción sencilla. Así que a partir de ese curioso y atractivo trío asistimos a los vaivenes de ánimo, a las diferentes conductas y caprichos de Catherine, al trabajo constante de David como escritor, a la sensualidad, al desparpajo, al desconcierto. A la persecución de ese elefante que David irá escribiendo y que se irá acoplando a la propia novela, que se irá fundiendo con la narración principal.
Ocaso, agonía y victoria silenciosa, relativa decadencia; y todo con sencillez. Y puede que sea la novela de una relativa confesión. Las inclinaciones de los personajes, las continuas referencias al método de la escritura, la rutina, la incertidumbre. La resistencia de un hombre ante sí mismo y ante dos mujeres hasta cierto punto traicioneras.

Poco me queda a mí que decir de él. No ya de este libro (que también) sino del propio Hemingway. Me encanta. Asumo de todos modos que a veces, o para según quién, esa lectura puede resultar árida o poco cómoda, qué sé yo. Pero asumo aún mejor que una vez superado ese ¿obstáculo? o hecho partícipe de la propia narración, resulta del todo absorbente y admirable. Hace fácil lo difícil, cercano lo que a cualquiera podría parecerle hasta inalcanzable.

jueves, 26 de diciembre de 2013

«La muerte y otras sorpresas», de Mario Benedetti

                             «La muerte y otras sorpresas», de Mario Benedetti



Volver a Benedetti siempre resulta un soplo de aire fresco, bajar la guardia y dejar que el uruguayo proceda sin grandes impedimentos, porque siempre lo logra, y muy pocas veces uno lo ve flaquear. Si en narrativa y en poesía resulta genial, con relatos cortos no baja el nivel. Él crea, o quizá recrea una matizada realidad a base de habilidosas y extensas imágenes donde es el lector (al menos en parte) quien pone el techo, quien pone el límite a la profundidad de esa poderosa narrativa.

Sumido en ese afán que tengo a veces de descubrir al escritor detrás de su escrito, no puedo evitar señalar algunas cosas, y así, por ejemplo, en el relato Musak, leemos: Yo me manejo con metáforas. No pongo el hecho escueto, sino la imagen sugeridora. Te doy un ejemplo. Si un tipo le da a otro cinco puñaladas, yo no escribo como cualquier cronista sin vuelo: «El sujeto le propinó cinco puñaladas». Eso es demasiado fácil. Yo escribo: «Aquel prójimo le abrió tres surcos de sangre». ¿Captas la diferencia? No sólo le añado belleza descriptiva sino que además le rebajo dos puñaladas, porque, paradójicamente, así queda más dramático, más humano. Un tipo que da cinco puñaladas es un sádico, un monstruo, pero uno que sólo asesta tres es alguien que tiene un límite, es alguien que siente el aguijón de la conciencia.
Pues algo así, salvando las distancias. Y además da gusto verlo moverse en casi cualquier ámbito, en casi cualquier contexto, y que todos ellos pueda hacerlos suyos. Tenemos la muerte vista en clave humorística, si acaso resignada o como sable que vuela y que se sabe que, inevitablemente, caerá (qué emoción). La tenemos como ciclo. Tenemos (re)encuentro, relatos que parecen perderse pero que sólo giran para volver a su inicio o a un inicio renovado y probablemente irrecuperable, conciencias cruzadas y a veces olvidadas. Y el tiempo. El tiempo que pasa sin importar nada ni nadie más, pero que a veces incluso ofrece una prórroga.

En fin. Si en las novelas Benedetti parece atenerse de alguna manera a la realidad, escribiendo relatos cortos se permite licencias que incluso podrían considerarse de tipo fantástico o de ensueño, como si se viera atrapado él mismo en otra dimensión. Y esto, combinado con su maestría a la hora de expresar, resulta altamente curioso. Aquí (como en El porvenir de mi pasado), además de recrear o descubrir, se atreve a inventar. Y le sale muy bien.

lunes, 23 de diciembre de 2013

«La pista de hielo», de Roberto Bolaño

                                        «La pista de hielo», de Roberto Bolaño



Un asesinato que se nos va anunciando y al que más tarde llegamos. Tres caminos que tienden a cruzarse, tres destinos y uno sólo, tres historias diferentes y una común. Un camping, unas pasiones, un palacio, unos lugares desconocidos, odios e intereses varios. Los testimonios de tres personajes que van contando su propia versión de lo ocurrido, o su propio relato, de forma que —como si fuera irremediable— se dirigen a un desenlace intrincado cuyas ansiadas preguntas forman parte de la solución; y todo en torno a la pista de hielo y (quizá) a Nuria, patinadora olímpica y mujer enigmática y atractiva. 
Y una obsesión, sí, eso puede ser, una obsesión que sobrevuela los discursos de los tres personajes en cuestión y los va condicionando para que hagan lo que hacen y piensen como piensan. 

Personajes que a ratos parecen estar perdidos, o nerviosos por encontrarse, sin terminar de saber (ni ellos ni nosotros) si lo logran o no. 
Ese bicho y yo no nos parecemos, dijo Caridad con voz soñadora. Somos extranjeros en nuestro propio país. Hubiera querido decirle que se equivocaba, que allí al único a quien podían aplicarle la ley de extranjería era a mí, pero no abrí la boca. La cogí suavemente de la cintura y esperé. Caridad, pensé, era extranjera para Dios, para la policía, para sí misma, pero no para mí.

La relativa sencillez de la escritura hace que no sea muy ambiciosa, pero que, dentro de esa sencillez, se cree un marco de un interés notable. Así y todo, uno no puede dejar de pensar que esto pueda ser solo una pincelada de lo que el tipo es capaz de hacer (y así es).
La narración atrapa. Las ilusiones (que, como buenas ilusiones, muchas veces se rompen o igual ya desde su inicio se nos anuncian rotas) forman gran parte de la novela, también las voces que se cruzan y superponen, el misterio, el amor nauseabundo, el humor irónico, los razonamientos lógicos de los individuos, y en fin, la suerte de imágenes palpables que impregnan el ambiente que se va erigiendo conforme avanza el relato. Quizá un ambiente del que vemos coletazos conforme avanza la lectura:
Todos estamos acostumbrados a morirnos cada cierto tiempo y tan poco a poco que la verdad es que cada día estamos más vivos. Infinitamente viejos e infinitamente vivos.

Parece que Bolaño habla al lector de tú a tú, que es bueno escribiendo (y lo sabe, aunque sea de forma intuitiva o aunque lo sepa pero no lo diga), y parece también que uno se queda con buen sabor de boca después de leerlo.

jueves, 12 de diciembre de 2013

«Hijo de Satanás», de Charles Bukowski

                                      «Hijo de Satanás», de Charles Bukowski




Unos relatos ácidos y de estructura genial conforma esta colección. Bukowski no sobresale por su de sobra conocidas maneras soeces, quedarse ahí es ver sólo una pequeña parte del todo. Destaca la forma de tratar la propia escritura, describiendo a golpes secos y precisos; dirigiendo cada relato hacia un giro que en más de una ocasión hace que el relato deje de ser una cosa y sea completamente otra, desnudando entuertos y problemas o sumergiéndose en ellos totalmente, sin mucho cargo de conciencia. Haciendo fácil y sencillo lo difícil con una fuerza notable, embelleciendo la narración con asuntos a menudo dramáticos o sarcásticos. Así que logra captar la atención y hacer que atendamos al discurrir narrativo perdiéndonos entre alcohol y bares y peleas y sexo y locuras ciegas y miseria. Con este viejo maldito uno desciende hasta sus propios infiernos (o casi) y regresa, pero ya sin ser el de antes. Ahora habiendo visto que también hay inmundicia en lo que parece limpio, o, casi mejor, que sólo hay inmundicia. Que el héroe es casi más antihéroe —y tenemos un boxeador al que recomiendan tirarse o un par de escritores acabados o unos niños poco inocentes o un marido ejemplar que no es tan ejemplar—. Que, aunque la realidad sea cruda y la apariencia una patraña infernal, aún queda ironía y talento para salvarnos de esa rutina.

Al final resulta que el mismo Bukowski es un héroe, aunque sea un héroe maltrecho.

domingo, 8 de diciembre de 2013

«Intento de escapada», de Miguel Ángel Hernández

                              «Intento de escapada», de Miguel Ángel Hernández




La imagen de Bob Flanagan clavando su pene a un tablón de madera. Así, como primer bofetón o descarada instancia al lector a que abra los ojos, arranca la novela y así empieza en todo este asunto la presencia de Marcos, joven estudiante de Bellas Artes que pronto será el asistente de un llamativo artista social, Jacobo Montes, que viene a la ciudad a llevar a cabo una exposición. Helena, la profesora de Marcos, es la que provoca esa conexión y será, aunque sólo sea de alguna manera, la bisagra entre ambos.

Me parece que no puede hablarse de esta novela sin decir eso de que reactiva el debate sobre los límites del arte, entre la barrera entre la estética y la ética. Pero quedarse ahí se me antoja una obviedad demasiado estúpida, porque para quedarse ahí no hace falta leer esta novela, ni tampoco haberla escrito. Entonces de nada servirían las capas superpuestas que pueden adivinarse, de nada servirían las contradicciones ni los giros en las formas de ver la misma obra de Montes ni la metáfora que se hace tan real e intensa como para poder verla de cerca y que deje de ser tan metáfora. Está bien la lectura de la inmigración y todo lo que la acompaña, lo que vemos y no vemos, esa realidad que aparece como fragmentada o difusa, pero hay que arañar un poco más. Y parte de ese arañazo viene dado por la propia novela (aunque permita diferentes lecturas). Es como si las respuestas se fueran dando por sí solas: no hay que especular demasiado, sino mirar bien. 
Se lanza una provocación y acaba por responderse en la propia historia, aun con la salvaguarda de la incógnita, que a su vez forma parte de la respuesta. Y si los límites de diferentes cosas habitan la novela, entonces hay diferentes planos en los que uno puede moverse, y está bien no poder alcanzar, aunque se alargue el brazo, alguno de esos últimos estadios. Incluso, diría, está bien que se vea que el sujeto puede saber e indicar el camino pero luego no recorrerlo; eso es la segunda parte.
En esa línea es destacable el progreso que sigue el protagonista a lo largo de esos meses en los que se sumerge en la obra de Montes. Va experimentando, forjando ese arte, y pasando por un proceso que va desde el deslumbramiento hasta el desencanto más grosero. En ambos casos con una intensidad notable. Ahí hay otro punto de sustento, en esas sensaciones que hacen de motor.

Es cierto que al empezar a leer no tenía demasiadas esperanzas, que la trama parecía no de despegar, daba la impresión de que la acción no llegaba, que todo era muy lineal y el impacto que, había oído, encerraba la novela, no estaba en ningún sitio. Por suerte acaba empiezando la revolución y los engranajes se ponen en marcha y se presentan de forma cruda. Con todo —y no dejan de ser pequeñeces dentro del conjunto— hay elementos que no acaban de convencerme, quizá como el protagonismo que de pronto toma Marcos en todo el embrollo de Montes o algunas escenas que no aportan mucho. 
Supongo que aquí lo bueno —con ese marcado afán de ser una novela y no un ensayo— es que se lanza la obligación de reflexionar, pero no se inclina la balanza totalmente a un lado y, como se dice en el epílogo, parece que siempre cabe la excusa de la ficción literaria. 
Se habla sobre posibles y no sobre verdades de hecho. Se habla de juegos con las acciones.

 Parece evidente que el peso de la novela cae en el fondo y no en la forma, aunque ésta tampoco haga decaer el asunto. Pero aquí lo importante es dar el mazazo, aunque sea (¿podría decirse en un caso así?) como quien no quiere la cosa. Efectuar un disparo —y que se oiga bien fuerte— que haga pensar que aquí pasa algo, aunque ya más tarde se vea qué es lo que pasa. 
Que el lector sea partícipe de lo que se cuenta, pero sin poder atrapar al escritor y teniéndose que atrapar a sí mismo, si acaso es un lector concienzudo.