domingo, 30 de noviembre de 2014

«Los pasos perdidos», de André Breton



No olvidemos que, a punto de rebelarnos uno de sus más bellos secretos, el mundo esboza, a menudo, un gran gesto cansado que no detiene para nada la marcha impenitente del último conquistador.


Leer a personajes como Breton es siempre un ejercicio un poco más difícil que otros. La lectura parece más peligrosa. Desciende y a la vez se eleva a otro nivel. Hay que ver con los ojos de Breton y luego volver a los propios y superponer esta mirada a la primera para no caer en un abismo demasiado estrecho. Aún así, uno lee estos ensayos con el afán de hallar algo, sin saber exactamente qué, pero algo. Quizá sea esa totalidad, esa mirada panorámica —puede que con algún ángulo en especial— lo que se busque.

Sea como sea, tener la oportunidad de leer a Breton de forma tan directa se me antoja un privilegio; supone leer a uno de esos tipos lúcidos que encarnan ideas, un cambio, que viven una esfera de la realidad que difícilmente podría obviarse. Breton como propulsor del surrealismo proyectándose desde la comprensión y superación del dadaísmo, Breton desbrozando su mirada y la de otros para limpiar la modernidad, Breton como visor crítico, Breton hablando sobre Duchamp, Picabia, Apollinaire, Man Ray, Rimbaud, Max Ernst, Paul Eluard. Breton como posibilidad de asomarse a un mundo lleno de preguntas y sensaciones.
El dibujo de una época que —como en ocasiones ahora— busca el estallido, la ruptura con las cadenas de un ambiente cargado en exceso; una revolución que, con el tiempo, también será superada.

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