lunes, 21 de abril de 2014

«El hombre del salto», de Don DeLillo




Si de verdad existe la sinestesia, o la marca de incredulidad, puede que la de esta obra sea una de las más devastadoras, pero silenciosas, con una nebulosa en los ojos, la boca seca y la sensación de que algo pasa en ese discurrir interno de la historia, de que hay un silencioso griterío que marca una rotura en el tiempo, que ha cambiado, que procede de la destrucción y se dirige de nuevo a ella, ahora sólo como un susurro, como un reducto o como la sombra de un recuerdo.
Una narración sensiblera o sensacionalista habría dado al traste con esta historia, la habría saboteado. Suerte que la narración se aleja totalmente de eso, logrando una distancia sutil, un juego de sombras escrutador, con un entramado y enrejado que se aleja de todo eso y ofrece un panorama que no llega siquiera a ser lúgubre, que logra una suerte de punto cero en el que el retroceso es imposible y el avance, en blanco y negro, ahoga las preguntas del pasado.
11 de septiembre de 2001. El nuevo siglo irrumpe con un estruendo de esos cuya magnitud supera nuestra capacidad para cuantificarlo o clasificarlo; uno queda desbordado. Y entonces qué. 
Keith emerge de ese mundo de polvo y humo y fuego y cristales con un maletín (que no es suyo) en la mano y el norte perdido para acabar en casa de su mujer, de la que llevaba un tiempo separado. Entonces empieza un proceso extraño, un alejamiento cercano, un proceso de estabilizarse e ir recordando y mirando al frente, porque algo nos (o le) ha robado el pasado. El día a día, la realidad, se sucede como una postal decadente y fría, neutra en todo caso.

Llegado el momento oyó el sonido de la segunda caída. Cruzó Canal Street y empezó a ver las cosas, por así decirlo, de otra manera. Las cosas no parecían cargadas del modo habitual, la calle empedrada, los edificios de hierro fundido. Había una ausencia fundamental en las cosas que lo rodeaban. Estaban sin terminar, sea ello lo que sea. Estaban sin ver, sea ello lo que sea, los escaparates, las plataformas de carga, las paredes rociadas de pintura. Quizá sea éste el aspecto que tienen las cosas cuando nadie las ve.

Suspensión de las palabras o de su significado, devastación, la belleza del horror, del concepto de lo sublime, desafío como forma de vida, o algo así. La caída de las Torres Gemelas como una performance inabarcable, como la materialización de un imaginario voraz que alguien ha tenido el arrojo de llevar a cabo. Sin embargo, sólo hemos visto una pequeña parte, sólo hemos sido espectadores de la punta del iceberg. El gigante ha caído y se ha abierto una fisura en el tiempo, una conmoción imperturbable, pero nosotros, en la distancia, hemos asistido sólo a una huella. Posiblemente esto sea lo que encarne Keith, lo que de él se muestra, lo que él deja ver. Ya no es el mismo, se mira al espejo y no es él, puede que ni siquiera haya reflejo. El hombre es otro y juega a su vez con otros. Su mujer también es otra, también su hijo.
Y más probablemente esto tenga su proyección, como punto de fuga, en el hombre del salto, un tipo que, valiéndose únicamente de un arnés, aparece en distintos puntos de la ciudad creando revuelo cuando se descuelga, cae como uno de aquellos hombres que cayeron de las torres. Cabeza abajo, las manos en la espalda, recto, una rodilla doblada.



Un hombre que irá apareciendo con su salto y mostrando, o recordando, lo ocurrido, y que se le presentará a la mujer de Keith como algo casi enigmático, paralizante, como una sombra que está ahí.
En algún momento, recordando lo sucedido dentro de las torres y las personas que le rodeaban, Keith dice que eran como gente que sueña y sangra.
Qué ha pasado, y por qué. La frontera que dividía la realidad y la ficción se ve sacudida. Poca cosa puede asombrarnos después de ver a dos gigantes aéreos destruir a otros dos gigantes y jugar con miles de personas que cumplen su función en la vida: la de caer bajo esa performance, esa puesta en escena, y desaparecer. 
Antes de salir por la puerta (es interesante buscar sentido a las acciones que acompañan el asunto) un personaje algo extraño o sospechoso dice:
—Para eso edificasteis las torres, sin embargo, ¿no? ¿No se levantaron las torres como fantasía de riqueza y poder que algún día se convirtiesen en fantasías de destrucción? Una cosa así se construye para verla caer. La provocación es evidente. ¿Qué otra razón podría haber para llegar tan alto y luego doblar, hacerlo por duplicado? Como es una fantasía, ¿por qué no hacerla dos veces? Es como decir: «Aquí está, a ver si la derribas.»

Los personajes, con Keith a la cabeza, viven en un aturdimiento considerable. Su hijo llegará incluso a decir que no ha ocurrido, pero que va a ocurrir; como si, de alguna forma, eso de que aún no haya ocurrido fuera espantoso, inquietante. 
La realidad se ha hecho literatura, los conceptos que manejan los artistas se han hecho papel, y DeLillo lo plasma con serenidad y de forma absorbente. Como una de esas naturalezas muertas que observa la mujer de Keith y que evocan automáticamente la escena que sigue en sus cabezas. Natura morta. Una naturaleza muerta o arrebatada que, si antes era inevitable, ahora el hombre que salió de esa nube de humo domina jugando al poker, aislado, a salvo, como otro punto de fuga o tentativa de huida, teniendo él la última palabra. Imponiéndose sobre el azar y encontrando cobijo. 
Haciéndose con lo que se le escapa, con el estallido, con el humo que día a día se esfuma.




miércoles, 16 de abril de 2014

«Fin de partida», de Samuel Beckett



Magistral. Como el desarrollo de un exabrupto que tiende a la incomprensión, o a la comprensión de la incomprensión, del vacío, del desconsuelo, de la zozobra que se encoge de hombros y se interroga y se confunde con el lenguaje y que deambula sin moverse del mismo cuarto, de la estancia donde todo pasa y nada se mueve, y al final no, no pasa nada. Explicar la trama es inútil, igual que explicar la trama del mundo. Los personajes, tras reflexionar alguna nimia, ríen. Y miran con una especie de asombro y siguen en ese continuo, en ese flujo que no cesa y que no se sabe adónde lleva; que, en último término, no-lleva. Una pregunta existencial que no perturba demasiado, que es algo lejana, quizá por su inevitable presencia; que se sitúa a un paso de ser algo.

¿No estaremos a punto de significar algo?

Hamm es ciego y paralítico (codazo cómplice, escenificado), reina desde su silla de ruedas a modo de trono del mundo, de su universo. Clov le obdece sí o sí, incluidas algunas tentativas de alejarse, de irse. (Pero adónde). Y los padres de Hamm, como escoria o inmundicia (inmundicia en la que aún así hay historia y jerarquía), como la muerte cercana, perviven —vegetan— en cubos de basura. Todo co-habita, todo se concentra y cada elemento necesita del otro. Y todos están solos, en todos reina una soledad abrumadora. A pesar de que se comuniquen y se relacionen de esa particularísima forma, no tienen nada ni a nadie. No hay un porqué, aunque sí un ligero y ahora qué
La modernidad, el ahora, como fórmula de resistencia manida o ya malgastada, resulta ser una frustración, un fracaso, o un callejón sin salida. Un cerrojo que Beckett marca con un ritmo demasiado preciso y unas pausas que cortan la respiración y dibujan la escena con una exactitud abrumadora.

«HAMM (bostezos).—A mí. (Pausa). Me toca. (Con los brazos extendidos sostiene ante sí el pañuelo desdoblado.) ¡Trapo viejo! (Se quita las gafas, se limpia los ojos, la cara, limpia las gafas, vuelve a ponérselas, dobla cuidadosamente el pañuelo y con delicadeza lo introduce en el bolsillo superior de la bata. Carraspea, une las puntas de los dedos.) ¿Puede da... (bostezos) darse miseria más... más grande que la mía? Sin duda. En otros tiempos. Pero ¿hoy? (Pausa.) ¿Mi padre? (Pausa.) ¿Mi madre? (Pausa.) ¿Mi...perro? (Pausa.) Admito que sufren tanto como tales seres pueden sufrir. Pero ¿puede decirse que nuestros sufrimientos merecen la pena? Sin duda. (Pausa.) No, todo es ab... (bostezos)... soluto, (orgulloso) cuanto más crecemos más satisfechos estamos. (Pausa. Melancólico.) Y más vacíos. (Refunfuña.) ¡Clov! (Pausa.) No, estoy solo. (Pausa.) ¡Qué sueños... con una s! ¡Estos bosques! (Pausa.) Basta. Ya es hora de que esto acabe, también en  el refugio. (Pausa.) Y mientras tanto dudo, dudo en... en acabar. Sí, eso eso, ya es hora de que esto acabe y mientras dudo aún en... (bostezos)... en acabar. (Bostezos.) ¡Uffff! ¿Qué me sucede? Mejor será que me acueste. (Toca el silbato. CLOV entra enseguida. Se detiene junto al sillón.) ¡Atufas! (Pausa.) Ayúdame, voy a acostarme.»



Lenguaje usado como vehículo (a veces vacío o que muestra su propia reducción) de un camino que acaba en el punto originario. Un circuito de lenguaje donde no ocurre nada, pero donde se muestra mucho. Un bofetón dramático, pero apartando sentimentalismo; quizá un bofetón donde uno observa con cierta impasibilidad, con una relativa distancia, sabiéndose tanto Hamm como los desechos de sus padres o como el horizonte lejano. El padecimiento es una quimera, pero es una prueba de que existimos, de que somos humanos, mundanos, materia, algo, pero muy poca cosa (en soledad). Algo fugitivo. Pero que observa y admira. Monigotes con capacidad de crear ficción (de mirar por la ventana, como Clov, y analizar el horizonte). Todo tiende inevitablemente a su final, pero qué importa, si no pasa nada, si todo ha sido siempre así. Ahora ni siquiera hay tiempo. Estamos heridos de muerte, pero qué más da. Ni siquiera nos duele la herida, aunque hablemos de ella. Los personajes se repelen, pero se quieren y hasta puede atisbarse algo de necesidad mutua. La relación dialéctica marca los enlaces y las distancias, y es fundamental. Una dialéctica que marca las risas ahogadas (reflexivas, como las suyas). Porque, al final, uno no sabe si el día volverá a ser el mismo o si estaremos llegando al fin del juego.

martes, 15 de abril de 2014

«Pulp», de Charles Bukowski





Nick Belane, el mejor detective de Los Ángeles. O el mejor para (o de) Bukowski. Un personaje con una decencia malgastada que vive en una zozobra indigente pero consciente, y que encuentra en esa consciencia (responsable o no, qué más da) el sentido de ese absurdo; es un pesimismo optimista, va a decir Belane; un personaje al que se le cruzan los asuntos pendientes y rara vez acaba alguno, pero ahora se verá envuelto en una maraña demasiado vital, demasiado poco inocente. 
Alguien que parece Céline merodea las librería investigando quién sabe qué, buscando primeras ediciones de Faulkner y fijándose en el Mientras agonizo (quizá curiosa comparación si se atiende a aquella polifonía de voces y al paseo muerto tan magistral de Faulkner). Pero si el tiempo ha hecho su trabajo, difícilmente ese tipo puede ser Louis Ferdinand Céline. Con todo, hay que darse prisa y desechar lo superfluo: una mujer que le sigue la pista acude al grasiento, tosco, desheredado de la tierra, Belane, que, además, tendrá que dar con el paradero del Gorrión Rojo, resolver el caso de Bass y su escurridiza mujer; lidiar con la muerte, con la Señora Muerte. Los asuntos se irán liando y Belane irá surcando la vida sin saber demasiado bien cómo lo hace, pero haciéndolo, persiguiendo una pulp fiction con ramalazos hilarantes y la huella del ácido y ebrio Bukowski en cada página; una persecución que se sostiene en algunas columnas huecas y se ríe y apunta, casi de refilón, a esa mala escritura a la que dedica la novela.
Ocurren cosas sin demasiado motivo e, incluso, sin que ese motivo de trasfondo sea demasiado importante, no tanto como el torrente que tenemos que se cierne sobre nosotros y del que tenemos que huir, aunque sea una huida hacia delante, algo suicida y con olor a whisky.
Un desaire disparatado que se apoya en la normalidad de la recepción de Belane o del propio Bukowski, en esa poco sorprendida recepción hacia quien le espera en su propia oficina. Una historia cortante con un pie en lo surrealista, con buen ritmo, con cierto atino y con la inevitable voz cascada del escritor. Con una certeza narrativa bien urdida y mejor ejecutada.

domingo, 13 de abril de 2014

«Memoria de mis putas tristes», de Gabriel García Márquez





También la moral es un asunto de tiempo, decía, con una sonrisa maligna, ya lo verás.
(...)
Tenía mi ética propia.

El viejo busca, a sus noventa años, una adolescente virgen, y el capricho inicial acabará por doblegarlo; el texto se doblega a sí mismo. Nuestro viejo se descubrirá casi como un joven al final de sus días y alguna voz lejana se rebelará a caballo entre la rabia y el anhelo. El amor que ahora le invade le hace echar la vista atrás y dar un repaso a su vida. La parte más natural sale a flote y los hechos, casi las imposturas anteriores, ahora descubiertas, le sobrevienen como un bofetón tardío, puede que reprochable. El sexo visto como sustituto o trasunto del amor, como vía de escape o, mejor, como un por qué no despojado de toda otra conexión tomará un cariz distinto, aunque, supongo, finalmente sin dejar de ser lo mismo. Las virtudes no eran tales y las reacciones venían a encubrir aspectos oscuros más que a mostrar otros buenos; el amor es algo lejano y extraño (y habitante del exilio).
Esa evocación traerá al presente libros, música, libertinaje, vitalidad. Y todo esto, proyectado al ahora y combinado con la soledad del viejo, supondrá un cambio de perspectiva, una rotura. La imaginación y el proteccionismo y la conciencia vuelan, sobrepasan los antiguos límites. El equilibrio de la vida tiene distintos platillos que se conjugan arbitrariamente.
La cadencia y el manejo del ritmo son magistrales. La novelita está perfectamente dirigida y es una de esas obras con las que uno disfruta y hasta se sonríe de tanto en tanto.

miércoles, 9 de abril de 2014

«La luna se ha puesto», de John Steinbeck





Una invasión, una guerra que bien podría ser cualquiera y unos ideales que también podrían ser otros cualquiera, aunque quizá estos no tanto como el contexto. 
Llega el enemigo y avasalla y domina, aunque quiere mantener una cierta diplomacia, una cierta comunicación. Tener todos los cabos atados. Un pueblo que observa casi impasible, pero que tiene conciencia y un líder que es más pueblo que líder, que sabe cuál es su papel y dónde están los resortes del pueblo y sus propios límites.

―No lo creerá usted, pero es cierto: la autoridad está en el pueblo. No sé cómo ni por qué, pero así es. Eso significa que no podemos obrar con tanta rapidez como ustedes, pero cuando nos fijamos una dirección obramos de acuerdo. Ahora esoy en una confusión. Todavía no sé nada.

La ocupación se va torciendo, aunque el proceso es lento. El intendente va manteniendo una tensión más o menos controlada, el médico parece saber desde el primer momento lo que ocurrirá; los enemigos juegan a la guerra, a adelantarse, a cortar las comunicaciones, a intentar convencer y doblegar una moral que tiene fijo su punto de mira. Los jóvenes invasores que conocen la victoria, pero no la derrota, se verán sobrepasados antes de tiempo, llevados cerca de los límites de la desesperación.

―Lo hemos conquistado y tenemos miedo: somos los conquistadores y estamos cercados. ―Y soltó una estridente carcajada―: He soñado, o he pensado, que estaba en la nieve y que en los quicios de las puertas había unas sombras negras, y que por detrás de las cortinas atisbaban unas caras serias. He tenido un sueño o un pensamiento...

El pueblo enarbolará un silencio peligroso, estratégico, un silencio amenazador con claras señales de que no se han ido y de que la amenaza está presente. Al absoluto control le siguen boicots y rebeldías, toma de conciencia. Invasión no significa conquista. La mecha se encenderá inevitablemente. El intendente seguirá y asumirá la moral e interés del pueblo y hará casi de Sócrates condenado. Supongo que no hay venganza, sólo respuesta. Una sencilla y contundente muestra de la zozobra y de la toma de poder, de según qué poder.

Las moscas han conquistado el papel cazamoscas.

domingo, 6 de abril de 2014

«Aire de Dylan», de Enrique Vila-Matas





He leído en algunos sitios que en esta novela no aparece Vila-Matas, o que cuesta reconocerlo, o que qué sé yo. No lo entiendo muy bien. Sí aparece, sí se le reconoce (a veces de forma explícita, casi descarada), y, si se atiende a ese discurrir interno, a ese hilo invisible que sirve como guía, puede que sea aún más evidente. En varias ocasiones Vila-Matas se asoma, silba un poco y la historia continúa, con él detrás, bien latente.
Una crónica sobre el fracaso, un teatro con varios disparos y el mismo objetivo. La búsqueda de lo auténtico mediante un trasunto, cabalgando sobre la idea hamletiana de ese eco que dará sentido a la puesta en escena. Una distancia relativa que el actor provoca para, de esa forma, mantenerla siempre a la mano. Y una historia sobre la necesaria huida. Y sobre el vuelo de lo infraleve; lo que crea un surco finísimo y se inmiscuye en ciertos lugares comunes, habitables, mundanos, actuales, a veces irrecuperables, pero que dejan su huella.

Algunos entran muy tarde en el teatro de la vida, pero cuando lo hacen parece que entren sin brida y directos ya hasta el final de la obra. Ése fue mi caso.

La historia puede ser una carrera (rápida pero lenta, que gira en torno a esa levedad breve, ligera, aunque de alguna forma no pase nada) hacia lo que de verdad hay mientras se busca, y no hacia lo que haya al final de ese camino. Puede incluso que no convenga acabar la carrera. Un río donde vengan a parar afluentes del shandy que escribe la propia obra y del ambiente bartleby, proyectado a la vida misma, que sobrevuela toda la novela. 

Pero no podía Vilnius saber que, pasara lo que pasara, yo seguro que no me movería de allí hasta el final de su texto, porque sentía que de algún modo esa historia que estaba leyéndonos me afectaba directamente. Es más, le veía ciertos puntos de contacto con mi secreta tragedia personal, basada en la impresión de que, al igual que Lancastre, había trabajado siempre como un idiota y había perdido la vida al ponerla entera al servicio de la literatura y de una poética que en realidad no había importado nunca a nadie, quizás ni a mí mismo.

Y no se movió.
Tenemos a Vilnius ―parecido y confundido con Bob Dylan, recopilador de su particular Archivo General del Fracaso― y a Débora como motores palpables de la historia; personajes centrales del entramado que se dedican a no hacer nada, que se mueven en torno a un vínculo de humor, perdición y poesía, pero que son imprescindibles. Oblomovs confesos, escapistas sin esfuerzo, jóvenes artistas modernos. Representantes de esa esencia efímera, moderna, que acertara a atrapar Baudelaire, y dos derechos: derecho a la contradicción y derecho a irse. Personajes que apuntan a un aire de Dylan que acabará por llevárselo todo. O casi. 
Vilnius recibirá a su padre desde el más allá, y, más aún, recibirá su memoria y experiencia. Será, de alguna forma (con risueñas y reflejas implicaciones) su propio padre, Lancastre, mientras éste se resiste a abandonar del todo este mundo. Reconstruir sus memorias será el motivo que los mueva.

―Sólo sé ―le dije intentando que aprendiera a respetarme― que la realidad puede permitirse el lujo de ser increíble, inexplicable. Lamentablemente, una obra de ficción no puede permitirse las mismas libertades.

Vida y arte y expectativas y costumbres y el tiempo, que no perdona; ida, y no vuelta, a casa. Desesperanza como ilusión, y como ese motor del que hablaba. (Cuando oscurece, siempre necesitamos a alguien).
En torno a una muerte se crea vida, se configura (o reconfigura) una familia, aunque eso implique, a su vez, otras muertes. Nuestro narrador ha fracasado en su intento de dejar de escribir. Y es que, después de todo, las novelas de Vila-Matas tienen un fuerte componente vital.

En cuanto pude, expulsé con ganas aquellas cenizas húmedas, póstumas, horriblemente adheridas. Y entonces toda aquella ceniza última, que había llevado yo en la mano y que no dejaba de ser también la Laura que un día estuvo en este mundo, empezó a llevársela el viento, a llevársela el aire, ese aire que es la materia de la que estamos hechos, leve viento de vida y muerte, aire de todas las máscaras, aire de Dylan.

No sé, pero de Vila-Matas me gusta todo, y más me gusta tratar de seguirle la pista.

miércoles, 2 de abril de 2014

«Metafísica de los tubos», de Amélie Nothomb





Es la primera vez que leo a Nothomb y creo que, aunque sólo sea por los manotazos salvajes que lanza entre risas escandalosas, veré más obras suyas, si no todas.

Una niña recién nacida se autoproclama Dios; más allá, es, de alguna forma, Dios. No se mueve, no habla, casi no vive, porque no hace falta; no hay motivo. Sólo vegeta, se limita a permanecer con una extraña unión con el agua.

En el principio no había nada. Y esa nada no estaba ni vacía ni era indefinida: se bastaba sola a sí misma. Y Dios vio que aquello era bueno. Por nada del mundo se le habría ocurrido crear algo. La nada era más que suficiente: lo colmaba.
(...)
Dios era la satisfacción absoluta. Nada deseaba, nada esperaba, nada percibía, nada rechazaba y por nada se interesaba. La vida era plenitud hasta tal punto que ni siquiera era vida. Dios no vivía, existía.

Vivir es eliminar, descartar, rechazar, negarse. Seguirá en ese modo de permanencia en un mundo lento, casi invariable, sin contrastes, ejerciendo la función de tubo. Se reirá sin inocencia de Heráclito: Todo se coagula, Todo es inercia, Siempre nos bañamos en la misma ciénaga. No hay movimiento, y sin movimiento no hay tiempo ni lenguaje, y tampoco, entonces, pensamiento (todavía). No hay vida, o está en parada casi cardíaca. Dios es una niña con raíces belgas. Es un algo lógico y consciente, un ser absoluto pero proyectado a un punto mínimo que no siente ni padece aunque, en último término, observe con condescendencia. Y cuando el placer del chocolate la haga vivir, nacer, todo se romperá. Resistencia a la resistencia. Vida estética. Ya hay un porqué, aunque vaya a acabar en la desesperación. 
Cambio de narrador. Pasamos del ella al Yo. Rebeldía, insolencia, porqués, explicaciones nuevas y seguras. Sumisión del mundo ante ella. Lenguaje de la niña como vehículo de todo el discurso interno de la novela. Construcción edificante e irónica. El tubo ha despertado, aunque siga siendo un tubo. Regreso al agua, a los orígenes, unos orígenes que acabarán así, en el punto cero, donde no pasa nada.

¿Y tú, qué crees? Eres un tubo procedente de otro tubo. Estos últimos tiempos has tenido la gloriosa sensación de evolucionar, de convertirte en materia pensante. Bagatelas. ¿Acaso la boca de las carpas te pondría tan enferma si no vieras en ellas un innoble reflejo de ti misma? Recuerda que eres tubo y en tubo te convertirás.

Bien. Puede que tenga sus fallas, que a veces haya un exceso de odio risueño, asumido y disparado, y ese sea el foco de interés, pero me parece que lo hace bien y que cumple su objetivo. Uno se lo pasa bien con estas cosas, aunque -y supongo que ahí radica lo interesante del asunto- la novelita consiga crispar algunos ánimos. Qué divertido.