sábado, 30 de mayo de 2015

«Todos los fuegos el fuego», de Julio Cortázar



   Si hay alguna manera de escribir cuentos de manera que uno, lector, quede casi desbordado, con la sensación de estar ante narraciones de una habilidad y de una imaginación inusuales, esa debe de ser la de Cortázar. Y es además una sensación agradecida porque quien lee se ve obligado a participar del cuento, a colaborar con él, a llenar huecos y a reordenar la información, a comprender perspectivas y juegos del lenguaje y a ir —en ocasiones y en la medida de lo posible— un paso por delante. El lector es actor, y parece que Cortázar, como en Instrucciones para John Howell, le conmina a ser parte activa del asunto o a dejarse demasiadas cosas por el camino.

   Estos cuentos —a algunos casi los llamaría relatos— se asientan en un estadio cotidiano, casi trivial, y se erigen como construcciones lúcidas, muchas de corte fantástico, y no se van sin dejar algo de desazón o de soledad o de cambio de situación irreparable, de elección que bloquea el resto de posibles caminos; de tiempos modernos y de reacciones tan humanas —a veces tan innominadas— que tienden a truncarse de manera poco previsible, pero del todo ajustada a la situación expuesta. Son cuentos con tramas conectadas, a veces condicionadas por esas mismas conexiones; espacios físicos y tiempos fugaces, efímeros, personajes comunes para cuentos poco comunes, historias inventadas que podrían ser reales, que se saben dentro de una ficción cercana a la realidad, aunque no puedan tocarla del todo. En todos hay una mezcla de arbitrariedad y de razón, de juego de azar que lleva a pensar si Cortázar lo tiene todo controlado o está confiando en su audacia, y parece al final que se sitúa en la frontera entre ambas cosas para lograr los objetivos que, si acaso de forma intuitiva, ya tenía desde el comienzo. Y lo hace con una fuerza y una creatividad plenas, como si no hubiera —al menos para él no parece haberlos— límites literarios, como si cualquier obstáculo pudiera saltarse con un giro experto de aire inocente. Si había alguna especie de límites narrativos, Cortázar viene a abrirlos todos y a mostrar sus debilidades, aun sin poner mucho empeño. Parece escribir con jocosa serenidad y decir bien, siempre hay salida, en última instancia optaremos por un camino tan ficticio, tan alejado del mundo, que suene real, que tenga una buena imagen real. Uno lee y no sabe a veces si está ante cuentos o ante mecanismos perfectamente armados, ante piezas que derrochan inteligencia y sentido estético y literario, que obedecen a una voluntad creadora sutil y llena de ingenio. Finalmente uno no sabe si lo ha entendido todo, y a la vez supone que Cortázar sonreiría siendo esto así, y que es precisamente esa difusa frontera entre la realidad y la ficción o entre el comprenderlo todo y el dejar cabos sueltos lo que ofrece valía a esta reunión de lo que quiera que sea, cuentos estratégicos o relatos o piezas de relojería o ejercicios de libertad literaria llena de aristas y resquicios.



jueves, 28 de mayo de 2015

«Los pícaros y los canallas van al cielo», de Elizabeth Smart



   (...) Tras haber gritado buscando distracción soy conducida a la terrible página en blanco, (irracionalmente) temblando todavía por si alguien mira por encima de mi hombro; aunque no hay nadie, no, nadie en absoluto ahí, y por esa razón soy conducida. Conducida a la evasiva saliva... ¡Signos de parto!
   ¿Cómo puede Beckett ser tan ingenioso en su agonía?
   Ahora lo sé. Una vez que comienzas a hablar, por supuesto, la agonía aminora —su recuerdo está cerca, pero el alivio provoca risa—. Ya la tragedia se torna en comedia, una forma mejor.


   La historia iniciada en En Grand Central Station me senté y lloré tiene aquí su continuación, y Smart vuelve a escribir demasiado bien. No sé hasta qué punto puede uno dar cuenta de la habilidad de esta mujer en unas pocas líneas, no sé si es posible (acercarse a) señalar el dominio y la fuerza con la que cuenta lo que quiere contar sin terminar de entrar de lleno en la historia, sin mancharse mucho las manos de realidad mientras está hundida en ella casi sin remedio, contando su vida de madre soltera durante la posguerra. La sensación puede ser algo así como estar rodeando la historia, marcando círculos en torno a ella y dibujándola a la perfección —también quemándose cuando en alguna de esas vueltas se acerca más de la cuenta al centro neurálgico—. El baile está cargado de citas, miradas que apuntan en multitud de direcciones, conexiones con la alta poesía, a veces alardes de algo, por qué no; inteligencia, rapidez, ansiedad, obsesión, talento, sangre, instinto, imágenes entrecruzadas; queda lejos cualquier atisbo de cadenas o marcos literarios convencionales.
   Y memoria, memoria para escribir o sobre la que vivir, aunque sea como forma de regeneración.


lunes, 25 de mayo de 2015

«Reencuentro», de Fred Uhlman



   Creo que esta pequeña obra es algo así como un paseo relativamente rápido por las vidas de una época convulsa y una ruptura, un regreso feroz. Es, dentro del pequeño marco que se fija y donde se mueve, una pieza casi perfectamente ejecutada.

   Poco antes del ascenso de Hitler al poder, Hans y Konradin traban una amistad curiosa, personal, culta, apartada, exigente tanto dentro como fuera del propio vínculo, que va a acabar atravesado por las tensiones sociales y por alguna especie de imposición inevitable. Hans es judío; Konradin, aristócrata, de una distinguida familia alemana. El primero se ve obligado a exiliarse a los Estados Unidos; Konradin tomará partido político. Y entonces algo cambia, claro. Algo extraño. Algo que hace prever que la historia no puede acabar ahí, pero que tampoco es ese el mejor rumbo, que después de eso hay algo que ya no puede arreglarse.

   Aquí más que contar se muestra, y entonces el lector debe asumir su papel y echar la mirada al trasfondo que sin duda hay, aunque no esté escrito. Es un relato breve pero completo, justo y bien medido, que alcanza su plena realización en el espacio adecuado, uno nunca sabe muy bien cómo.
   Quizá el sentido completo no llegue sin el peso del último bofetón, del reencuentro que brinda un giro sorprendente, giro que de todos modos no cambia nada, pero sin el que la historia queda en una especie de limbo inquietante, quizá menos cruel.


La política era cuestión de adultos y nosotros debíamos resolver nuestros propios dilemas. Y a nuestro juicio, entre éstos el más apremiante consistía en descubrir la mejor forma de provechar la vida, lo cual era muy distinto a dilucidar qué sentido tenía, si es que tenía alguno, y cuál sería la condición humana en ese cosmos alarmante e inconmensurable. Estos eran los problemas de trascendencia auténtica y eterna, mucho más importantes para nosotros que la existencia de figuras tan efímeras y ridículas como Hitler y Mussolini. 



sábado, 23 de mayo de 2015

«En Grand Central Station me senté y lloré», de Elizabeth Smart



   Paso revista a todo lo que conozco, pero no consigo sintetizar ningún significado. Si me quedo dormida, la Realidad, la catástrofe cierta y cumplida, me despierta sacudiéndome como una enferma brutal. La veo agazapada, implacable, en un rincón del techo. Se abalanza sobre mí en diagonal, geométrica como el rayo.
   Dice: permanezco, SOY, nunca dejaré de ser: una escarcha mortal cubrirá tu recuerdo; tú olvidarás, tú te evaporarás, pero a mí nada puede borrarme.
   Es así como la catástrofe, cada cuarto de hora, me pone en la boca el sabor de la muerte, y me demuestra, sin muchos miramientos, cómo me prostituyo a cambio del olvido.


   A veces uno lee y se pregunta qué es escribir. Se pregunta si lo que está leyendo será literatura, o qué sé yo. Y entonces uno se encuentra con un libro como éste y se dice que no sabe qué sería lo otro, pero que esto sí contiene alguna extraña pulsión que hace pensar en verdadera escritura, en verdadero sentido narrativo y literario.

   Sin rodeos: esta mujer escribe con un talento asombroso, envolviendo su objeto de escritura en una especie de manto al que no quiero llamar poético porque sentiría que la traiciono, pero que tiene algo de poesía sin serlo, y menos mal. Conecta, a través de ese personalísimo estilo, con su realidad más cruda, porque, al fin, el suyo es un discurso humano y directo, pero la forma está lejísimos de cualquier prosa poética, de cualquier ornamento banal, muy lejos de adjetivaciones inútiles o de recursos gastados.

   Es decir, que Smart va a contar una aventura amorosa en clave autobiográfica, y hasta ahí lo mundano. Luego, creo que ni el fondo ni la forma son mundanos, o la segunda hace que el primero se transforme ligeramente, si acaso enamorarse de un escritor antes de conocerlo —a partir de un libro de poemas— entra dentro de lo normal. En cualquier caso, la narración va de adentro afuera, como si engendrara la historia externa desde la propia Smart, desde su interior, como si pariera la escritura con una delicadeza exquisita y, además, bañada en otras literaturas de las que surge o en las que se apoya para avanzar de una forma ligera y elegante.

   Imágenes, imágenes, imágenes; significados ocultos, desvelos, lirismo, rapidez, una pasión, una vorágine, una historia. Es una corriente que avanza casi en espiral y diría que nunca por el rumbo previsible, nunca por el cauce ya hecho, y encuentra en ese avance su mejor realización, serena y extraña.


jueves, 21 de mayo de 2015

«Poemas y canciones», de Bertolt Brecht



   Brecht es de esos tipos raros y necesarios —maravillosos, genuinos, auténticos— que escriben como si fuera fácil, y que lo hacen como sólo ellos podrían hacerlo. Brecht escribe haciendo suyo el lenguaje y poniéndolo a su servicio, a veces incluso de forma insultante, y el resultado es admirable. Poner a su servicio el lenguaje podría ser peligroso: uno puede confundir la revolución del lenguaje y el lenguaje de la revolución; Brecht está en el segundo punto, pero reconocer su compromiso noble y coherente con la sociedad y con la historia es tanto como pensar que va por el buen camino y que las herramientas que usa y los fines a los que aspira son del todo legítimos. Entonces uno lee a Brecht situándose en el convulso siglo XX, en las huidas, en el exilio, en la compleja realidad humana, en la guerra, en la turbulencia de ideas, en un espacio fragmentado; situándose, sobre todo, con el oprimido, con el que lleva consigo algún peso impuesto; entonces la voz de Brecht se alza sin esfuerzo sobre el ruido y uno entiende mejor cuál puede ser el camino de la liberación, uno entiende que ese compromiso político tiene algún sentido que hoy parece perdido, que sólo —casi sólo— la literatura puede ofrecer y que el tiempo provoca que hoy, como en tiempos, pueda hacer más falta que nunca.


En los tiempos sombríos
¿se cantará también?
También se cantará
sobre los tiempos sombríos.


viernes, 15 de mayo de 2015

«Sumisión», de Michel Houellebecq



   Año 2022, sensación de inminente guerra civil en Europa; Francia, gobernada por un partido islamista, y Houellebecq haciendo de las suyas.

   Es raro, pero con esta novela uno puede pensar que Houellebecq no es tan incendiario o de tan cruda indiferencia como muestra otras veces. No sé si sería acertado pensar así, creo que sólo hasta cierto punto; sí creo que este tipo goza de lucidez suficiente para presentar lo que quiera de la forma adecuada, y que ha llevado un cuidado especial al escribir sobre el tema, tanto como para dar lugar a interpretaciones contradictorias sobre su verdadera postura a partir de un escrito medianamente claro. Quizá el asunto radique en conocer el tono del francés y leerle con media sonrisa relajada, no sé. Esta novela podría haber sido un disparo mucho más feroz y menos educado, más hábilmente salvaje, pero lo moderado del discurso hace de esta obra un artefacto menos ingenuo y a la vez más amable de lo que podría esperarse viniendo de quien viene. Igual esto decepciona un poco —uno espera sangre y saltos al vacío y miradas demasiado desafiantes, conflicto—, pero al acabar la lectura se puede respirar y pensar que vale, está bien así, lo ha hecho bien, de todos modos ha dicho lo que tenía que decir y aun se ha permitido algunos codazos cómplices y poco formales. Además, es sólo una novela, supongo, una novela con marca propia, pero sólo eso; es probable que por sí misma no tenga consecuencias directas en el plano social, es probable que para eso hayan de tener lugar otras cosas que difícilmente pueden aventurarse ahora.

   François es profesor universitario, y es en el sistema educativo donde se van a forjar algunos de los cambios más representativos; es quizá donde más resistencia deberían encontrar y donde encuentran más fácil acomodo. Puede que la universidad sea el escenario más apropiado para la escenificación de Houellebecq y para la burla semi escondida que lanza.

   Si se observa el panorama que Houellebecq dibuja, se aprecia inestabilidad y una especie de necesidad de que las cosas estallen o cambien de rumbo, pero sin precipitarse. Si el ambiente social puede compararse con el ambiente mental de François, se palpa hastío, estancamiento, algo de vejez consciente, pero cierto conformismo. El tipo hace un amago de escapada al sur de Francia que resulta un poco absurdo. Ni siquiera hay una sensación de tener que tomar alguna salida radical. Todo avanza lentamente, pero está bien así. Las cosas van a cambiar, pero no van a ser malas, por qué deberían serlo. Hace falta algo a lo que aferrarse, algo que nos salve de...lo que sea, y uno se encuentra con la religión. El islam viene a renovar un escenario que ya no sabe gobernarse, que no sabe siquiera cuál es el rumbo que quiere. Hay algo casi desconocido que se va a imponer, pero ya. A Houellebecq se le ve muy sereno, con impulsos controlados, simplemente exponiendo lo que plantea como hechos: después de analizar y diseccionar en novelas anteriores al hombre y a la sociedad actuales, se proyecta al futuro con la misma seguridad con que abordaba el presente, y si antes parecía hacer una fría vivisección de ese hombre cansado y casi acabado, ahora plantea los cambios sociales con más resignación y más tranquilidad (o desesperación, no sé), pero con un algo de amargura. No podía ser esperanzador. Se ha perdido fuerza, se ha perdido algo elemental que debería mantener vivos a los ciudadanos, y parece, de alguna forma, que la denuncia o la burla comedida es el mejor subterfugio si se quiere hablar de ello, suponiendo que uno no esté también bajo esa sumisión.


martes, 12 de mayo de 2015

«El lápiz el carpintero», de Manuel Rivas


   Un día, el pintor fue a pintar a los locos del manicomio de Conxo. Quería retratar los paisajes que el dolor psíquico ara en los rostros, no por morbo sino por una fascinación abismal. La enfermedad mental, pensaba el pintor, despierta en nosotros una reacción expulsiva. El miedo ante el loco precede a la compasión, que a veces nunca llega. Quizá, creía él, porque intuimos que esa enfermedad forma parte de una especie de alma común y anda por ahí suelta, escogiendo uno u otro cuerpo según le cuadre. De ahí la tendencia a hacer invisible al enfermo. El pintor recordaba de niño una habitación siempre cerrada en una casa vecina. Un día escuchó alaridos y preguntó quién estaba allí. La dueña de la casa le dijo: Nadie.


   Guerra civil española, sí, otra novela sobre ello, pero ésta da gusto leerla, me parece, y además logra un tono algo desconcertante, variado, a punto de echarte en varios momentos de la lectura, pero sólo a punto. Parece que la maraña no va a poder respirar y que se encamina el ahogamiento, pero sale airosa. En varios momentos he querido leerla de forma distinta a la que pide la propia novela, pero he terminado cediendo al tono casi melancólico y casi realista, así que la comentaré en los mismos términos para hacerle justicia: la obra es un tapiz más o menos extenso y seguro donde se vierten personajes y vidas y escenas sin seguir una camino lineal, una especie de panorama de la crueldad contado de forma amable y tenue, aunque sin renunciar a su verdadero fondo, de manera que al final todo es un poco más escabroso, todo plantea más preguntas con ese velo mágico, protector. Una existencia invisible y algo poética. Inquietud. Una narración que se sabe dura y que desfila por el límite de lo permitido para contar unas cosas y ocultar otras que a veces parecen las protagonistas. Es una observación, diría incluso una forma prohibida, algo impúdica, de observar esas vidas y esos sucesos, y una exposición que, sin ser explícita, parece en muchos momentos alcanzar niveles de desnudez que exceden conscientemente el recato poético con que son escritos.

   Al final queda el eco de unos pasos perdidos en un andén, el recuerdo de unas palabras, la memoria del dolor, y casi, casi, casi una historia sin historia.

   Puede que la figura de un lápiz de carpintero sea pertubadora y genial ahí puesta: en medio del caos y de la muerte, los dibujos creados por un lápiz; en medio de la destrucción, la imagen de un lápiz; para hacer memoria, un lápiz de carpintero; antes de caer en asuntos o formas manidas, la estela de un lápiz; ante la muerte o la nada, un maldito lápiz. Como elemento de fuga y a la vez de concentración, el lápiz. No sé si todo se reduce a eso. Me temo que no, que la historia sigue girando.


domingo, 10 de mayo de 2015

«El libro de arena», de Jorge Luis Borges



   Quizá lo mejor de algunos cuentos de Borges sea que nunca terminan de irse, que quedan como ingrávidos esperando a ser continuamente completados y actualizados por el lector. Me parece que es el caso de algunos de los aquí reunidos. Los que no son tan brillantes como los de otras colecciones aún guardan esa extraña sensación de estar escritos con una intrincada inteligencia que les hace vivir más allá de su brevedad y de lo que expresamente dicen. Persisten al tiempo y se ubican en algún rincón privilegiado de la memoria, porque uno intuye que Borges ha dicho algo más de lo que ha escrito, y que un par de sus líneas contiene algún tipo de idea que otros no logran dibujar en libros enteros.
   Estos cuentos también tantean la imposibilidad que Borges señala en otras obras, y parece que al iniciarse con el El otro —el tema del doble, del regreso, del sueño, del pliegue del tiempo— todo cobra un tono mucho más auténtico, casi real. Hay algún punto de conexión que sin embargo está a años de distancia, y hay amor, idealismo, destino, utopía, asesinato, infinito, alguna forma de retorcer el curso normal de las cosas.
   Podría haber más, y Borges podría llevarlo a cabo con la solvencia propia del genio, aunque puede que limitarse a estos breves relatos sea una forma de decirlo todo sin hablar demasiado, sin abusar del lector, aunque éste quiera algo más.


martes, 5 de mayo de 2015

«La gastritis de Platón», de Antonio Tabucchi



   Pero, como dice Gertrude Stein, «los pequeños artistas tienen todos los dolores y la infelicidad de los grandes artistas, sólo que no son grandes artistas». Y si este principio es verdad, no es menos verdad que, con sus dolores e infelicidad, todos los pequeños artistas, aunque no sean capaces de escribir Finnegans Wake, pueden por lo menos «sentirlo» y usarlo como ganzúa para descerrajar la puerta de la realidad.


   El eterno dilema de la función del intelectual de la mano de Tabucchi. No podía dejarlo pasar. No sé si puede extraerse de aquí algo deslumbrante o novedoso, creo que no, pero quizá sí se esclarezca el panorama para pensar-lo con más agilidad y perspectiva, y en ese sentido hay que apreciar que Tabucchi logra lo que pretendía, que no engaña a nadie con falsas esperanzas y que a su vez despeja con lucidez personal un camino demasiado trillado. En todo caso, es muy tentador el tono con el que habla del tema, tanto como para darle una oportunidad aunque a priori sus argumentos pudieran no parecer del todo satisfactorios.

   Todo se desata a partir de unas declaraciones de Umberto Eco en las que afirma que lo único que puede hacer el intelectual cuando su casa se quema es avisar a los bomberos, o que no le está reservado tanto un papel activo o revolucionario como de prudente previsor y gestor cultural. Tabucchi va a arremeter contra esa visión apuntando al intelectual (escritores y artistas incluidos, a los que Eco parece dejar al margen) en tanto que sujeto con la capacidad y el deber de crear algo de confusión, de sembrar la duda, de hallar y exponer cierta tensión en el consenso, mejor si es con ligera ironía. Es casi un desocultamiento social o cultural, un hacer ver, una manera particular no de traer la crisis sino de descubrirla, y de señalar un espacio de amplias posibilidades que de otra manera quedaría estrechamente reducido.
   Quizá esto —cualquier debate de esta índole, realmente— no provoque más que una mueca si quiere ser aplicado a la rabiosa actualidad, pero parece que es precisamente en momentos de crisis cuando se abren estas discusiones, y, aunque sea mínimamente, merece la pena ver a Tabucchi dar la cara: escribir y seguir escribiendo para dar cabida a las preguntas que siguen surgiendo, poner sobre la mesa, mostrar discursos casi necesarios e incómodos, desvelar los engranajes de una realidad algo solapada y estática; leer el mundo casi a contrapelo, reestructurando la lógica sobre la que se erige y cuestionando con coherencia si lo que tenemos por causas y efectos realmente lo son o si hemos hecho identificaciones equívocas. Parece que la manida función sea un hurgar en lo que hay más que un hacer algo a partir de cero o un acto genuino de creación, si es que eso tiene algún interés y sin que esto suponga relegar el papel del intelectual a una posición meramente complementaria o anecdótica.

   Puede que ni el relativo conformismo de Eco ni la desaforada actividad que plantea Tabucchi tengan que tomarse como tal o sean solución de algo. Quizá, y aunque pueda sonar poco atrevido, una posición intermedia que se ubique a conciencia en su contexto espacio-temporal resuelva más cosas que otra postura determinada de antemano. Y si darle vueltas al asunto y a libros como éste no conlleva ya un posicionamiento poco activo, supongo que no está mal dedicarle un poco de tiempo a Tabucchi, siempre tan despierto e inteligente.