domingo, 30 de noviembre de 2014

«Los pasos perdidos», de André Breton



No olvidemos que, a punto de rebelarnos uno de sus más bellos secretos, el mundo esboza, a menudo, un gran gesto cansado que no detiene para nada la marcha impenitente del último conquistador.


Leer a personajes como Breton es siempre un ejercicio un poco más difícil que otros. La lectura parece más peligrosa. Desciende y a la vez se eleva a otro nivel. Hay que ver con los ojos de Breton y luego volver a los propios y superponer esta mirada a la primera para no caer en un abismo demasiado estrecho. Aún así, uno lee estos ensayos con el afán de hallar algo, sin saber exactamente qué, pero algo. Quizá sea esa totalidad, esa mirada panorámica —puede que con algún ángulo en especial— lo que se busque.

Sea como sea, tener la oportunidad de leer a Breton de forma tan directa se me antoja un privilegio; supone leer a uno de esos tipos lúcidos que encarnan ideas, un cambio, que viven una esfera de la realidad que difícilmente podría obviarse. Breton como propulsor del surrealismo proyectándose desde la comprensión y superación del dadaísmo, Breton desbrozando su mirada y la de otros para limpiar la modernidad, Breton como visor crítico, Breton hablando sobre Duchamp, Picabia, Apollinaire, Man Ray, Rimbaud, Max Ernst, Paul Eluard. Breton como posibilidad de asomarse a un mundo lleno de preguntas y sensaciones.
El dibujo de una época que —como en ocasiones ahora— busca el estallido, la ruptura con las cadenas de un ambiente cargado en exceso; una revolución que, con el tiempo, también será superada.

viernes, 28 de noviembre de 2014

«El mundo como supermercado», de Michel Houellebecq



Por lo tanto, las «reflexiones teóricas» me parecen un material narrativo tan bueno como cualquier otro, y mejor que muchos. Lo mismo que las discusiones, las entrevistas, los debates... Y es más evidente todavía con la crítica literaria, artística o musical. En el fondo, todo debería poder transformarse en un libro único, que uno escribiría hasta poco antes de su muerte; esa manera de vivir me parece razonable, feliz, y quizás hasta posible de llevar más o menos a la práctica.

Se reúnen aquí una serie de ensayos, entrevistas, poemas, observaciones tajantes que van dibujando el mundo de Houellebecq, nuestro mundo. Una vida que ha perdido algo, si lo tuvo; que se ha mercantilizado y transformado; que se ha hecho, de alguna manera, un juego mecánico, automático. El mundo del deseo es un (super)mercado, un espacio publicitario. Lo moderno es una dispersión del deseo. El arte contemporáneo no tiene la eficacia que querría, la arquitectura responde a criterios más bien externos. Sólo la literatura, por ser palabra, vuela a un nivel más alto, puede abarcarlo todo.

Si existe alguna forma más o menos tangible de exponer, mostrar y demostrar lo que sea la sociedad contemporánea, Houellebecq debe de representar una de las mejores aproximaciones, diría incluso que la mejor; sin duda una de las de más arrojo. Lo suyo es una visión personal y social, una especie de vivisección concienzuda, palpable. Es de alguna forma el dibujo de una sociedad desgajada y cínica que avanza (no puede evitar avanzar), pero que no tiene raíces sólidas. Es un avance que tiende a ninguna parte, un conjunto de relaciones sin horizonte definido, pero todo de manera distante, sin afecto; un análisis desapasionado, seco, que advierte de algo. Una deconstrucción que, consumada, parece preguntarse qué está pasando, sin obtener respuesta. Ya no hay personalidad ni voluntad, no hay meta, algo se rompió antes de que nos diéramos cuenta. Ahora se vive, quizá se calcula, y poco más.

Algo se ha acabado, hay cierta desolación en el mundo, pero no estamos fuera de ciertas fuerzas que nos mueven, que se proyectan en nosotros y que nosotros, a la vez, proyectamos. Parecen fuerzas que ya no gritan desde el yo sino desde uno, uno que desea desear, que busca algo que no está. Uno que vive en un vacío lleno de artificio y cartón piedra.

Detrás de ese cartón piedra, detrás incluso de su obra y de esa exposición bruta que nos ofrece, hay un Houellebecq inteligente, de mirada aguda, además con ganas de no cortarse y de decir lo que piensa (y hasta lo que piensa que puede traer polémica). Un tipo capaz de problematizar los espacios comunes, las junturas y uniones de distintos campos y ejercer allí esa disección con olorcillo a putrefacto.

miércoles, 26 de noviembre de 2014

«Desgracia impeorable», de Peter Handke



(La ficción de que las fotos pueden «decir» este tipo de cosas: pero, de todos modos, cualquier formulación de algo que realmente ha ocurrido, ¿no es algo más o menos ficticio?, menos si uno se conforma con relatar simplemente lo que ha ocurrido; más cuanto mayor sea la precisión de las formulaciones que uno busca. Y cuanto más finja uno, tanto más interesante se va a hacer la historia, incluso para las otras personas, porque uno puede identificarse antes con las formulaciones que con meros hechos relatados. ¿De ahí la necesidad de la poesía? «Asfixiándose a la orilla de un río», dice una formulación de Thomas Bernhard.)


No deja de ser, al menos en parte, paradójico: Handke narra este relato con motivo del suicidio de su madre, aludiendo a la imposibilidad del lenguaje para comunicar ciertas impresiones y situaciones al tiempo que intenta (y logra) dos cosas: por un lado, transmitir, mediante el método declarado en la propia narración, la imagen y la vida de la madre; por otro, expresar, obviamente mediante el propio lenguaje —y este segundo punto viene del primero, de aquellas formulaciones que vienen a hacerse particulares para representar algo más concreto—, la incapacidad del lenguaje para expresar ciertas situaciones que lo desbordan. Parece un cambio de estrategia. Hablar de un punto para iluminar otro, para no entrar de lleno en éste, en el que de verdad importa o es objeto del discurso, porque una vez ahí parece imposible expresar por completo lo que se pretende sin caer en lugares comunes o en descripciones tan distantes que no lleguen a cumplir su cometido. 

A la vez, y en la línea de ese segundo logro, Handke reflexiona sobre la escritura, sobre la actividad que ahora se hace necesaria, aunque no sirve para nada. Memoria, silencio, deseo, represión, el paso del tiempo. La falta de lenguaje y la comunicación truncada. Una losa insoportable. Una historia que hace mella en la mujer y la destruyendo. El paso de una vida que ha ido cayendo sobre su madre hasta que el suicidio se convierte en el único recurso a la vista, incluso coherente con el camino que ha ido siguiendo hasta entonces. Como si fuera algo que tenía que hacer, algo anunciado silenciosamente, o, para seguir con lo mismo, anunciado cuando se decían y pasaban otras cosas.

Escribir sobre ello no sirve para nada, pero habrá que hacerlo. Y habrá que buscar la estrategia adecuada, la más hábil, la más digna. Hallar el movimiento que permita (o no, en fin) digerir el acontecimiento y transmitirlo de tal forma que sea particular, concreto —la madre de Handke—, y de alguna forma, aunque sin perder de vista lo anterior, general. 
Encontrar la formulación adecuada en y para ese espacio transitorio de neblina casi irreal, de paralización. Hacer ficción, pero hacerla bien. Construir una historia. Entrar en la literatura, hacer de ella algo incluso al margen del hecho en sí desde el que se erija, pues la literatura tiene capacidad para ello. Como el lenguaje y su estrategia. Como las formulaciones. Como las obsesiones. Como las proyecciones. Incluso aunque la historia sea un artificio, un artefacto que funciona.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

«Soldados de Salamina», de Javier Cercas


Y en aquel momento, con la engañosa pero aplastante lucidez del insomnio, como quien encuentra por un azar inverosímil y cuando ya había abandonado la búsqueda (porque uno nunca encuentra lo que busca, sino lo que la realidad le entrega) la pieza que faltaba para que un mecanismo completo pero incapaz desempeñe la función para la que ha sido ideado, me oí murmurar en el silencio sin luz del dormitorio: «Es él».

Confieso que no tenía demasiadas esperanzas puestas en esta novela (o relato real). No me hacía especial ilusión leer algo (otro algo) sobre la Guerra Civil que no aportase nada o que fuera otra de las tantas novelas sobre el tema. Era un miedo a la repetición, miedo a ver al autor caer en lugares comunes sin quererlo y caer yo con él en la inercia de la lectura. Si me decidí a leerla fue porque me la habían recomendado y en este caso aquella recomendación hacía que mereciese la pena pensar que igual la novela no era eso que yo creía. Ahora me alegro de que haya sido así. Ni el relato se empantana ni creo que pueda considerarse otra más de esas tantas novelas que pasan sin pena ni gloria.
Cercas, mediante una escritura lúcida y hábil, construye un relato que deja a uno satisfecho, pues el peso de lo literario hace que nos acerquemos a la realidad y a la vez nos alejemos de ella, en una especie de búsqueda obsesiva que encuentra no lo que pretende o como lo pretende, sino lo que, de alguna manera, le es dado.
La novela se construye —y me gusta colocar ahí ese verbo, pues parece que efectivamente se construye, y lo hace a dos niveles: uno puramente histórico o documental y otro literario, éste sobre aquél— desde la figura de Rafael Sánchez Mazas y la historia de su (no) fusilamiento a manos de los republicanos.

 (...) porque las palabras sólo están hechas para decirse a sí mismas, para decir lo decible, es decir  todo excepto lo que nos gobierna o hace vivir o concierne o somos o es este soldado anónimo y  derrotado que ahora mira a ese hombre cuyo cuerpo casi se confunde con la tierra y el agua marrón  de la hoya, y que grita con fuerza al aire sin dejar de mirarlo:
      —¡Aquí no hay nadie!
      Luego da media vuelta y se va.

Se va conformando un relato real en el que se añade una dosis de ficción —cómo si no—, se va progresando en la formación del puzle y de la novela en sí, en esa investigación que funciona a varios niveles y que completa el todo. Ficción y realidad, hasta hacerse uno. Incluso hasta que la ficción sea más importante que lo que de hecho ocurrió, hasta que esta ficción ocupe los huecos que la realidad presenta. En muchos puntos no tenemos Historia sino el relato de Cercas, una historia (como podría haber sido otra), todo un conjunto de engranajes llevado con una maestría que juega con ese doble significado.
Cuando el Cercas de la novela necesita y no obtiene la entrevista con el Miralles de la novela (para poder cuadrar la propia novela), el Bolaño de la novela le dice que si no la tiene tendrá que inventarla. Eso es. Ocupar espacios, construir, hacer realidad, erigir un mundo perfectamente verosímil que se sostiene con esa narración sólida, con esa forma de pensamiento que es la literatura y que viene a salvar elementos insalvables. De hecho es en esa tercera parte cuando la novela cobra más fuerza y alza más el vuelo.
Es por eso que al final Sánchez Mazas podría considerarse casi un mero pretexto; la novela vive por sí misma, respira con autonomía. Lo fundamental es esa construcción, esa disposición del tiempo y del espacio, de los elementos de cohesión, del agradecido papel de la ficción, la idea, la memoria y el recuerdo; al fin, el relato, la narración.

Javier Cercas narra con una muy notable destreza, y merece la pena prestar atención a esta novela, a su composición, a la esperanza que parece haber tras esta historia que dice que aún es posible escribir con solvencia atendiendo a la literatura pura y a la anécdota leve, al discurso pesado y a la historia ligera, a la realidad y a la ficción y al juego que les da vida a ambas.

sábado, 15 de noviembre de 2014

«El ángel negro», de Antonio Tabucchi


Los seis relatos que forman este libro tienen algo de enigmático, parecen guardar algún secreto, se mueven con cierta atracción que mantiene un tono de oscuridad durante toda la narración. Sobre ese fondo medianamente oscuro Tabucchi hace pasar sombras, espectros de memorias y ecos, juegos literarios que tienden a deformarse, tensas imposturas que se tambalean. 

Mirando al fondo del pozo, quizá lo mejor sea ver esa confusión que acaba creándose entre ficción y vida, confusión que adquiere de la mano de Tabucchi un aire menos anecdótico y más respetable, más aún cuando esa especie de aliento maligno interviene sin remedio y la realidad se distorsiona, cambia radicalmente, entran en escena elementos que adquieren una extraña coherencia; que están, y que uno sabe que pueden estar, pero que son grotescos, desbordan la forma, acaban con el marco de lo real, de la vida. Un mal que ejecuta sin aviso, que aparece para trastocar el transcurso de los hechos. Un mal que también es personaje. Es algo que invade la escritura, que la retuerce, y no algo que viene de fuera, sino que está ya aquí; es una presencia, y hay que contar con ella.

La construcción literaria puede acabar así en el abismo, en un retroceso que trae nefastas consecuencias, en la locura, en el cuestionamiento de elementos sólidos y en cuestionamientos de cuestionamientos. Perdición. Un camino tortuoso.
Puede que la sólida escritura de Sostiene Pereira imponga mucho más que ésta. Quizá aquí cobren relevancia otros elementos (ese mal, esa presencia, ese estrangulamiento), también memorables, a los que también hace falta ir y sentir ese ángel negro que tiñe la literatura del mal del que quizá nunca estuvo exenta.

miércoles, 12 de noviembre de 2014

«Antes del fin», de Ernesto Sábato


Nunca tuve buena memoria, siempre padecí esa desventaja; pero tal vez sea una forma de recordar únicamente lo que debe ser, quizá lo más grande que nos ha sucedido en la vida, lo que tiene algún significado profundo, lo que ha sido decisivo —para bien y para mal— en este complejo, contradictorio e inexplicable viaje hacia la muerte que es la vida de cualquiera. Por eso mi cultura es tan irregular, colmada de enormes agujeros, como constituida por restos de bellísimos templos de los que quedan pedazos entre la basura y las plantas salvajes. Los libros que leí, las teorías que frecuenté, se debieron a mis propios tropiezos con la realidad.


Este libro parece una herida y su reconstrucción, un anhelo de huida ante la descomposición de la realidad. Un proceso marcado por una inteligencia desbordante.
Leer a Sábato es vibrar, sentir con más y mejor fuerza que en muchas otras ocasiones que hay algo palpitando detrás de lo escrito, algo que pugna por salir, una tensión —una necesidad— que motiva la escritura y que le da sentido. Y este libro, estas memorias que no quieren del todo ser tales, lo muestran de forma explícita. El capitalismo, el desencanto, el desgarro, el poder que se cierne sobre el humano y lo atrapa, instándolo a hacer algo. A tener ideas, por ejemplo.
Aquí Sábato se desnuda con elegancia, hace un ejercicio de regreso y de honestidad, y ese motor que causa la escritura, que anuncia —sobre los pasos de Hölderlin y de tantos otros— la decadencia, el peligro violento y a la vez su salvación, el paradójico ataque al humanismo en el siglo XX, se narra y se de-muestra, cuenta su historia como si nos dijera que sí, que es cierto, que puede verse y finalmente superarse con un alegato alentador. Que el refugio existe, aunque el consuelo queda bastante lejos. 
Pero, sobre todo, vemos la mente lúcida y sagaz que vive y escribe eso, que recurre a la ficción —en parte, a la ficción que brota del recuerdo lejano, de la memoria atacada— como zona de seguridad, mente sin la que no tendríamos ninguna aportación novedosa ni veríamos esa necesidad en el hacer.
Sábato abandona las ciencias para desarrollar esa búsqueda de la verdad en el arte y en la literatura; da forma a esas contradicciones existenciales que se acercan al límite, al abismo —intereses antagónicos y de alguna manera compatibles—, comprendiéndolas y dándoles salida, haciéndose a sí mismo.

Y, en un tiempo de crisis total, sólo el arte puede expresar la angustia y la desesperación del hombre, ya que, a diferencia de todas las demás actividades del pensamiento, es la única que capta la totalidad de su espíritu, especialmente en las grandes ficciones que logran adentrarse en el ámbito sagrado de la poesía.

domingo, 9 de noviembre de 2014

«Historias de cronopios y de famas», de Julio Cortázar


Un cronopio pequeñito buscaba la llave de la puerta de la calle en la mesa de la luz, la mesa de la luz en el dormitorio, el dormitorio en la casa, la casa en la calle. Aquí se detenía el cronopio, pues para salir a la calle precisaba la llave de la puerta.

Cortázar encuentra literatura en cualquier sitio. Ni siquiera crea, o es una creación bastante amable; parece que lo literario ya estaba ahí, y que él sólo viene a demostrar que efectivamente está, que hay que saber verlo y que una vez asaltado es inmenso, vital, con carácter, risueño, aleccionador.

Ironía, reflexión que fluye más bien rápido, imágenes fugaces pero duraderas. Ficción como reflejo, como espejo y filtro. Literatura hábil que juega y experimenta, que gira, que surge de lo más o menos común y que viene iluminar con mejor criterio algunas zonas, a destapar los engranajes de algunos automatismos poco observados, a hacer y a narrar simulacros, a desvelar los (no) motivos de acciones y juicios mundanos a través de una literatura que vive por ella misma, que se da porque sí (no necesita de nada más externo), que halla su motivo en esa ligereza que tiene sin embargo la capacidad de poner a prueba sólidos muros.

Es un dar rienda suelta a la imaginación y dejarla fluir, dejarla que traiga cosas a una sensibilidad que de pronto se renueva y respira. A veces es una sonrisa amable y otras una mueca, un cambio de orden, una modificación de estilo, qué más da; una unión de fragmentos volátiles que atrapan la importancia de lo insustancial, de lo inútil. (Inútil hasta cierto punto, porque uno no es consciente de la necesidad de un manual de instrucciones para subir escaleras hasta que lo lee aquí).
Hay que leer estas historias para llegar a ver (y no del todo, como si aún quedara algo detrás del telón) la genialidad y la maestría con el lenguaje, la forma de no-saber, de ver y encogerse de hombros e ir atrapando esa visión al fin y al cabo certera en una hilera de imágenes que tienden a la realidad.
Quizá este libro sea la mejor terapia para los mayores problemas, no sé.

sábado, 8 de noviembre de 2014

«Libro del desasosiego», de Fernando Pessoa


En estas impresiones sin nexo, ni deseo de nexo, narro indiferentemente mi autobiografía sin acontecimientos, mi historia sin vida. Son mis Confesiones y, sin en ellas nada digo, es porque nada tengo que decir.


No es un libro como tal, es un universo. Un abismo profundísimo y fragmentario que va iluminando unas zonas y oscureciendo otras. Un mundo inacabado e inacabable; Pessoa podía haber seguido escribiendo este compendio sin terminar nunca, porque al fin y al cabo no es posible. Y sin embargo, hay aquí tanto por leer y releer y descubrir que es inevitable pensar en Pessoa como una de esas pocas y gigantescas mentes que escriben por la absoluta necesidad de escribir; que toman conciencia de su mundo y de su tiempo a un nivel prácticamente inalcanzable. Va más allá de todo límite, de todo arte y de toda literatura. Llega a un estadio difícilmente clasificable. Esto es entonces un torrente de pensamiento donde cada observación implica y va mucho más allá de lo que parece. Figuras mentales que probablemente nunca podamos desvelar por completo a no ser que el portugués regrese de entre los muertos y nos eche una mano.

Es la proyección de una convulsa vida interior —o de la negación continua de esa vida—. Pessoa crea una personalidad, un desgajo suyo pero a la vez diferente que le sirve para adentrarse en tantos caminos vitales y soñadores, en un conjunto que va haciéndose conforme avanza. Pessoa, más que escribir, se escribe, y que todos esos apuntes con querencia por lo caótico no fueran quemados y nosotros ahora podamos leerlos y leer-le es verdaderamente una maravilla.

Tenemos entonces no un libro sino un universo, y un universo compuesto de múltiples piezas que tienden a (des)completarse y a expresar así esa zozobra inevitable y de alguna forma necesaria. Es la desesperación, el desasosiego del que emerge esa visión desamparada que tiende a encontrar su cobijo y su motivo en el propio desamparo, y que se plantea con una genialidad inconmensurable. Una vida tomada como una sensación reflexiva que discurre sin rumbo fijo —como si acaso lo hubiera—, pero que no deja de discurrir por tortuosos caminos dejando en todos un poso de tremenda lucidez, experiencia y sabiduría. Una vida que parece haber perdido su horizonte —o no tener excesiva confianza en esa línea futura y contemplar la pasada con cierta bajeza— , que narra por la necesidad de plasmar la incomodidad vital e intentar desprenderse de ella. Una experiencia estética. Una metafísica-analítica que atraviesa toda la obra. Pessoa puede hacer eso. 
Pessoa puede escribir cosas comunes con una forma no ya poco común sino desbordante, asfixiante a veces, no al alcance de los mortales. 
Y también esto es una forma de juego: Pessoa se muestra a través de una especie de trasunto suyo y, con esa misma idea de extrañeza, de ser otro, escribe. Parece más fácil tratar esos temas a través de otro, con una suerte de escondrijo casi ilusorio. La destrucción se cierne sobre Pessoa —y sobre nosotros— y él escribe y crea y desarrolla un vastísimo espacio donde la renuncia se hace movimiento activo. Un mundo confinado a una suerte de fragmentos que se expanden, que tienden a la verdad con la conciencia de que es inalcanzable, la proyección de una realidad exigua, que anhela.

Uno sale de esta lectura siendo otro, sintiendo y pensando ya con la huella del inalcanzable Pessoa, con la necesidad de volver a él cada poco y leer algo de las impresiones que deja esta grandísima obra.

lunes, 3 de noviembre de 2014

«En el momento deseado», de Maurice Blanchot



Y, seguramente, el punto permanece vacío, al igual que esto puede volver a empezar sin parar, y el comienzo permanece siempre mudo e ignorado, pero, y esto es lo extraño, esto no me preocupa y sigo aferrando con una avidez increíble el instante, el mismo instante, a través del cual me parece percibir esta primera chispa: alguien está aquí, alguien que no habla, que no me mira, capaz sin embargo de una vida y de una alegría arrebatadora, a pesar de que esta alegría sea también el eco de un acontecimiento soberano que se repite a través de la infinita ligereza del tiempo donde no puede fijarse.

Comentar este texto (evitaré decir relato) tiene peligros anunciados a los que parece que hay que arriesgarse para intentar acercarse a Blanchot. No parece fácil: cómo explicar lo que discurre en el vacío, en el silencio, en los intersticios que dejan las palabras; cómo explicar con palabras lo que anuncia el vaciamiento de las propias palabras, lo que, más que escribir, dibuja un espacio hueco donde no pasa nada y donde, a la vez, transcurre todo, pero transcurre en un instante
No puede decirse que haya una historia. La narración se erige desde la ausencia y desde lo que esa ausencia sugiere, ocupando (quizá efectuando) lo que se oculta. Tres personajes, sí: un hombre y dos mujeres. Un hombre que va a visitar a una mujer que conoció tiempo atrás y la encuentra viviendo con otra. Eso es lo más parecido a una trama que puede haber. Ni siquiera tenemos esto como consideración hacia el lector. Es un mero pretexto donde desarrollar lo que quiera que sea esto, el espectro de imágenes y sensaciones e intenciones y cosas ausentes que se nos presenta de forma avasalladora, como si no pudiéramos hacer nada más que asistir a un incómodo espectáculo. Como si ni siquiera pudiéramos irnos, evitarlo.
Si algo ocurre, es ahora; si ocurrió, ocurre en tanto que se presenta en este momento, en la medida en que confluyen esos acontecimientos en esta ausencia presente, en este espacio en blanco que es y no es. Proyecciones que vienen a jugar ahora su papel, impresiones presentes y casi diría futuras que vienen a condensarse en un mismo punto algo agobiante. De hecho, constantemente da la impresión de que algo está sucediendo, de que algo acecha, y puede que así sea. Es el pensamiento, el lenguaje que se abalanza sobre los personajes que viven en ese intervalo que de alguna forma parece eterno, que se despliega y logra un desconcierto considerable. Uno se siente perdido, no sabe lo que pasa. Y eso es: no hay acción como tal, nos movemos en la ausencia, en el silencio, y esa perdición es su propio hallazgo y su propio reducto de sosiego que apunta, con todo, a la verdad. Es un misterio que no llega a ser tal: el lector sabe que no hay nada por resolver, sabe o debe saber que no va a llegar una lúcida revelación que lo ponga todo en orden. No va a encontrar esa pieza que dé sentido al entuerto, porque ni hay pieza ni hay probablemente entuerto. Parece que aquí el sentido de la escritura es sumergirse en ella e ir descubriendo cosas que casi con seguridad no son las que pretendíamos descubrir, pero con las que tenemos que toparnos. Entonces uno descubre que el cuadro de Blanchot está lleno, pero completamente vacío. Que se llenan u ocupan todos los significados y sentidos y sin embargo estamos con las manos vacías. O no, no lo creo: la suya es una escritura maravillosa y abismal, y en el sufrimiento de adentrarse en ella con cierta convicción uno encuentra un remanso de realización, un espacio que va dando cuenta de sí mismo para intuir al final (en un final que no es tal cosa, pues no hay historia ni relato) que no hay nada de eso, que no hay un fin ni nada que no sea ese momento deseado que guarda todo lo posible.

De una lengua así, cuya abundancia es una especie de caída vertiginosa, aunque dominada, ¿cómo no ver que su sentido consiste en revelar lo que ya es una nada, siendo el instante únicamente su estallido, eso que en el mundo de la duración (y de las intenciones) no es más que el vacío sin el cual este estado interior sería menos intenso?
Georges Bataille