viernes, 12 de noviembre de 2021

"El tiempo de lo visual. La imagen en la historia", de Keith Moxey



   Un elemento crucial: el riesgo, que Moxey asume con pasmosa naturalidad —como si no pudiera no hacerlo, como si fuera necesario— para adoptar una perspectiva extremadamente abierta, cargada de interrogantes; para lanzarse a la interpretación —a permitir la interpretación— fuera de la dictadura establecida, desbrozando y lidiando con unas relaciones de poder enquistadas, fatídicas.
El tiempo de lo visual es, ante todo, un ejercicio destructivo, aunque ello no implique una demolición total de los fundamentos de la Historia del Arte o de la percepción y recepción del objeto artístico en el tiempo —en el mundo—. Hablo así porque esa pars destruens es ella misma, aunque más vaga e incierta, su propia contrapartida, la pars construens que Moxey plantea aun llena preguntas y espacios por ocupar.
Parece que tras los planteamientos de Moxey hay un aspecto clave: la obra de arte es de hecho casi más lo que el historiador del arte o el espectador dice (hace) de ella que lo que es por sí misma, y una teoría desenfocada o viciada puede entrañar errores irreversibles, injusticias. Porque la obra de arte, el objeto material, si Benjamin estaba en lo cierto, guarda un poder que se proyecta a menudo más allá de lo que podemos prever, e imponer teorías o concepciones inadecuadas lleva inevitablemente no sólo a una injusticia sino —quizá, a la vez, desgraciada y afortunadamente— a una opresión que terminará por revelarse o estallar en el momento más imprevisible. El pensamiento de Moxey hunde sus raíces, de alguna forma, y no únicamente, en un sentido político de lo que ha sido y es la Historia del Arte. El empeño de Moxey radica en examinar y poner en cuestión el papel del historiador, una vez ha asumido que ese papel —la posición que se ocupe respecto del objeto del arte— es determinante en lo que se vaya a decir sobre él. Y el relato que se haga es, en fin, lo que ese objeto puede ser. Se trata de la narración como forma de hacer mundo, de conformar la obra de arte y de hacernos a nosotros mismos frente a ella. Así que para Moxey es necesario situar al historiador en esa línea, asumir que se trata de una subjetividad haciendo lo que quiera que sea ese objeto artístico y que éste responde a lo que se ha hecho —a lo que se ha dicho— sobre él.
Esto abre el primer y quizá principal frente de Moxey: parece necesario pensar que esos relatos podrían haber sido hechos de otra forma y que, en cualquier caso, aceptar la particular voz del historiador en ese terreno ha de llevarnos a tomar una distancia que respete lo que el objeto pueda ser o decir por sí mismo. Es una forma de escepticismo razonable que se dirige sin embargo a la búsqueda de certezas; tiende a ello probablemente con la intención de estar siempre tendiendo a ello, como si llegar a término fuera caer de nuevo en la injusticia o el dogma, como si el fin fuera estar siempre abriendo la brecha, nunca apagar la llama crítica. Es algo cercano a un relativo compromiso o respeto ontológico, apartándose uno mismo de la atalaya en que la tradición de la disciplina (y la complicidad de sus miembros) le ha situado, ahora que se empieza a poner sobre la mesa la conciencia de la crisis de Occidente.
Llegamos, entonces, al centro neurálgico del asunto: puede ser necesario escuchar a los objetos al margen de los relatos, prestar atención a lo que la imagen dice por sí misma, observarla con una amplitud de visión que permita que el objeto diga lo que nosotros no podemos decir sobre él y se sitúe en el tiempo allí donde le corresponda, aunque no sea el lugar que, parece, le hemos reservado nosotros. Es una cuestión de atender a las tensiones entre el objeto y el sujeto y a lo que la relación entre pasado y presente tiene que mostrar, elementos necesarios para el desarrollo de la obra de arte en el tiempo. Es la asunción de la debilidad de la disciplina y de la nueva dirección que ha de tomar, necesariamente de ida y vuelta, de continuo diálogo e intercambio. El tiempo, entonces, es eso que une y permite el funcionamiento —el tránsito— de la imagen en la historia.
El ritmo y la visión occidental —el discurso que Occidente ha impuesto e impone— ha marginado otras obras de arte y otras corrientes y ha eclipsado otros tiempos, de manera que parece que hay un referente hegemónico y otros secundarios; se ha establecido una jerarquía en elementos no desiguales o no rivales, una imposición fatídica venida directamente de la ambición y el empeño en la idea de progreso tal como ha sido concebida desde Occidente. Atacar esa imposición es a la vez restaurar (o instaurar), en la medida de lo posible, una situación no violentada y abierta. Necesitamos entonces, plantea Moxey, contar con los conceptos de heterocronía y de anacronía —éste segundo se revela imprescindible a pesar de ser casi herejía para los historiadores— para poder dar cuenta con más acierto y más justicia de la obra de arte y de su lugar en el tiempo, de su propia vida. Y esto nos lleva a asumir que el tiempo, o su periodicidad, es, entonces, una ficción, pero, en última instancia —en palabras de Perkins—, una ficción necesaria. Se pone en cuestión el relato imperante y se abre la puerta a una consideración múltiple en la que habría un grupo del todo complejo de inter-relaciones y de juegos entre distintos tiempos, pasado y presente; se trata de un espacio donde la reflexión requiere estar atenta a distintos flujos y distintas velocidades, y donde, al fin, las palabras revelan su relativa inoperancia frente a a la fuerza que albergan las imágenes, aunque asumamos que ambas formas de representación no llegan a explicarlo todo; aunque asumamos que hay algo más, algo que puede (o no) percibirse, pero que difícilmente puede uno transcribir, y que sin embargo ha de seguir insistiendo.
Dice Moxey: La écfrasis, o la descripción, es lo que queda cuando el significado de lo que veamos se nos escapa. Y luego: Reconocer la falta de congruencia entre lo verbal y lo visual no quiere decir, por tanto, que debamos abandonar las ricas y variadas estrategias interpretativas  desarrolladas para comprender el mundo de las imágenes. Lejos de suprimir u obviar la necesidad de las palabras, el reconocimiento de que la visualidad y el lenguaje están íntimamente entrelazados, a pesar de que nunca coincidan, indica que necesitamos desesperadamente todos los poderes del lenguaje —analítico y poético— para explorar el potencial inagotable de su inconmensurabilidad.
El trabajo de Moxey es una ruptura que abre nuevas vías de comprensión, un ejercicio de resistencia y de atrevimiento. Es un modo de aceptar y asumir una insuficiencia y a la vez la necesidad de seguir pensando esos objetos, esas imágenes —la materialidad—, con todas las armas que tenemos, porque la renuncia supondría un colapso aún mayor, un sometimiento de efectos imprevisibles —un silencio impúdico, una opresión terrible—. Así que lo que Moxey viene a hacer, con distintos elementos y a distintos niveles, es exponer los límites de la Historia del Arte para, de alguna forma, reorientar la actividad del artista y del historiador y arrojar luz, paradójicamente, a las zonas más problemáticas —que no sabemos si dejarán de serlo, si pueden dejar de serlo—. Quizá dar cuenta de una época sea dar cuenta, a su modo, del resto de épocas, o sea, del tiempo; dar cuenta de una vivencia —un aquí y ahora— que es inevitablemente subjetiva y que recibe influencias diversas, una vivencia que necesita abrirse para comprender, aunque haya algún reducto, algún resquicio inaccesible o intraducible, alguna imposibilidad que, con todo, mantiene viva la disciplina.
El riesgo que asume Moxey es necesario, pero —precisamente por eso— entraña ciertos peligros. Moxey pone a prueba la Historia del Arte, se asoma al abismo seguro de que el camino trazado hasta ahora no sirve, pero sin saber si la nueva propuesta traerá soluciones. Su lucidez reside en la identificación de los problemas y la amplitud del campo de visión. Su planteamiento resquebraja la línea trazada por la tradición y abre algunos vacíos de donde habrá que partir para seguir avanzando, aunque esos vacíos plantean, y él parece ser consciente, nuevas preguntas que, intuyo, sólo podrán ser resueltas o salvadas ahondando más aún en la perspectiva que, para Moxey, hay que tomar: abrirse, dejar hablar a los objetos, conectar con el poder de los objetos, integrar distintos tiempos y distintas voces, hallar el rastro de lo que otros hicieron, reconocer la propia subjetividad, los límites de los que no podemos escapar y que, con todo, no nos impiden conocer a través de la imagen y de la escritura, pero de otro modo, con otra forma de estar en el mundo.



jueves, 11 de noviembre de 2021

Reconstrucción y desarrollo

 Hace exactamente cinco años, el 11 de noviembre de 2016 —la casualidad es vana pero me sirve para hacer esto hoy y no dejarlo para no sé cuándo, anunciaba el cierre del blog. Habíamos fundado una revista literaria y pasé a centrarme en ella y a dejar a un lado este lugar. Escribimos y la disfrutamos como niños, y duró lo que tenía que durar. Hoy me he despertado de una siesta excelsa y maravillosa, he entrado aquí sin saber muy bien por qué, he visto la fecha del anuncio de aquel derribo —¡un lustro, mira, el aniversario del fin!— y he pensado en retomar cierta actividad, si acaso a modo de vago seguimiento o de ilusión de constancia, que nunca viene mal.

Así que, a partir de ahora —aunque no sé muy bien qué quiere significar eso— volveré a publicar, muy libremente, lo que vea que procede.