viernes, 26 de septiembre de 2014

«Suicidios ejemplares», de Enrique Vila-Matas




«Viajo para conocer mi geografía», escribió un loco, a principios de siglo, en los muros de un manicomio francés. Y eso me lleva a pensar en Pessoa («Viajar, perder países») y a parafrasearlo: Viajar, perder suicidios; perderlos todos. Viajar hasta que se agoten en el libro las nobles opciones de muerte que existen.

Decir que los personajes de estos relatos tienden al suicidio creo que es una buena aproximación. Se suiciden o no, acaben o no de lleno en el abismo y sin visión, tienden a él, como a la vida, casi como por inercia, como si fuera su lugar natural, un juego, un algo en el que pensar y maquinar. Como si pensar en el suicidio fuera a veces una manera de agotarlo; de agotar, en definitiva, una posibilidad (poder suicidarse como forma de consuelo) que se mueve entre ese poder como elección y como capacidad, y quizá la capacidad efectiva de suicidarse sea más codiciada que la mera elección, que la simple posibilidad. Da la impresión de que cada movimiento les conduzca inevitablemente a dar el salto y que éste sea otro más de los muchos movimientos que conforman el conjunto; no pasa gran cosa, pues qué va a pasar, lo único que hay que tener casi en cuenta es que el suicidio sea estético, que no sea una chapuza. Lo que sí pasa y regresa para volver a su terreno es el ingenio de Vila-Matas, su dominio del relato, la (a veces resignada y alterada) ironía, las situaciones inverosímiles, las idas y venidas que llevan, como casi siempre, un único sentido. Unos suicidios que llevan el fracaso escrito en su centro, y que quizá precisamente por ello cobren relevancia y adquieran un tono mucho menos dramático y más interior, como si tuvieran así más y distintas proyecciones que los suicidios más mundanos (si cabe), más secos y crudos, sin más chispa. Aquí hay, detrás de cada caso, una duda que palpita y que puede quedar sin resolver, truncada.
La actitud al leer estos relatos se mueve entre un respeto que no llega a ser solemne y la admiración que arrancan esos fogonazos de lucidez dentro del ambiente tortuoso. Cuanto más leo a Vila-Matas más me reafirmo en eso de que es uno de los imprescindibles. Los temas que aborda y la forma en que lo hace piden a gritos que se acuda a ellos, y supongo que pasarlo por alto sería una imprudencia.

jueves, 25 de septiembre de 2014

«El caballero inexistente», de Italo Calvino





Lo descubrió bajo un pino, sentado en el suelo, disponiendo las pequeñas piñas caídas a tierra según un dibujo regular, un triángulo isósceles. A esas horas del amanecer, Agilulfo sentía siempre la necesidad de aplicarse a un ejercicio de exactitud: contar objetos, ordenarlos en figuras geométricas, resolver problemas de aritmética. Es el momento en que las cosas pierden la consistencia de sombra que las ha acompañado durante la noche y vuelven a adquirir poco a poco los colores, pero mientras tanto atraviesan una especie de limbo incierto, apenas rozadas y casi rodeadas por un halo de luz: la hora en que se está menos seguro de la existencia del mundo. Agilulfo tenía siempre la necesidad de sentir frente a sí las cosas como un muro macizo al que contraponer la tensión de su voluntad, y sólo así lograba mantener una segura conciencia de sí. Pero, si por el contrario, el mundo que le rodeaba, en cambio, se difuminaba en lo incierto, en lo ambiguo, también él se sentía anegar en esa mórbida penumbra, y ya no lograba hacer que aflorase del vacío un pensamiento claro, un arrebato de decisión, una obstinación. Estaba mal: eran ésos los momentos en que se sentía desvanecer; a veces sólo a costa de un esfuerzo supremo conseguía no disolverse. Entonces se ponía a contar: hojas, piedras, lanzas, piñas, lo que tuviera delante. O a ponerlas en fila, a ordenarlas en cuadrados o en pirámides. El aplicarse en estas exactas ocupaciones le permitía vencer el malestar, absorber el descontento, la inquietud y el desconcierto, y recobrar la lucidez y compostura habituales.

Agilulfo no es. O bueno, es una coraza, una sólida armadura y una voz casi de ultratumba, pero no existe, no es nada, y aún así se mueve y vive con una determinación muchas veces mayor que la de los que sí existen, aunque impregnada de extrañeza. Determina con datos exactos incluso las leyendas que corren por el boca a boca y que así dejan de ser leyendas y Agilulfo empieza a ser un poco incordio. Agilulfo es rompedor: piensa, y piensa quizá mejor que los otros —alguno de los otros existe pero no lo sabe, y así se las apaña—, pero no existe. Parece que no le disgusta no existir, parece otras veces que sortea los obstáculos de la incomodidad social de no ser nada con cierta habilidad, pero que tiende a desvanecerse, digamos, sin quererlo. Un tipo que no existe pero que presta servicio, dice, con fuerza de voluntad y fe en la causa de Carlomagno (y en la suya propia, cómo si no). Un tipo que halla sucesivos estadios de ese estar, de esa existencia, tanto a veces en sí mismo como en los otros personajes, que, con todo, están algo desubicados. Es un mundo en el que hay cosas, hay pensamientos, hay identidades, supongo que conceptos, pero falta generalmente concretarlos, fijarlos a este mundo, darles soporte y definirlos fuera de esa ingravidez.
Lo que quizá más sorprenda de esta historia es el tono leve y exacto, cómico, con el que Calvino va trabajando. Puede que sea porque rompe alguno de los esquemas preconcebidos que el lector puede tener antes de leerlo, no lo sé. Incluso podría eso confundir y difuminar el peso que tiene la novela: Calvino juega con la (no)existencia, con la conciencia, con las relaciones entre personas y entre las personas y los objetos, todo de una forma ingeniosa y humorística y con un aire fantástico que no rebajan sin embargo la carga reflexiva del asunto.

viernes, 19 de septiembre de 2014

«El surrealismo», de Walter Benjamin




El París de los surrealistas es como un "pequeño universo", que es como decir que en el grande, en el cosmos, las cosas no tienen una apariencia distinta.

Benjamin se topa con el surrealismo y, por unos motivos u otros, queda fascinado. Al margen de la discusión de esos motivos concretos, no parece extraño si se atiende al carácter revolucionario del surrealismo y al afán de Benjamin por despojar(se) de las ataduras, de las creencias viciadas, del pasado muerto, de la represión tradicional; no dar la espalda al pasado, pero avanzar sin que eso suponga un impedimento, recogiendo, con todo, lo bueno que aquéllo tenía. Hay que superar eso, emprender un camino de imágenes dialécticas que pasa por otros métodos guiados por el lenguaje, que siempre va y regresa. Un sueño ligero. El surrealismo como un motor potentísimo. La iluminación de la libertad. El surrealismo, lo parezca o no en una primera instancia, termina proyectándose sobre lo material, sobre lo no-religioso, sobre algunos detalles que arrancan un impulso casi mecánico, mágico.

Sumar a la revolución las fuerzas de la embriaguez: en torno a esto gira el surrealismo en todos sus libros e iniciativas.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

«¿Qué es el surrealismo?», de André Breton



SURREALISMO, sustantivo masculino. Automatismo psíquico puro por medio del cual se intenta expresar, verbalmente, ya sea por escrito o por cualquier otro medio, el funcionamiento real del pensamiento. Es un dictado del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a toda preocupación estética o moral.
Así lo decía en 1924. Breton habría matizado, tras la mala interpretación de ese "ajeno a toda preocupación estética o moral", consciente.
Bruselas, 1934. Después del primer y del segundo manifiestos surrealistas, Breton ofrece una conferencia donde viene a despejar en la medida de lo posible el camino de los suyos y algunas dudas o confusiones que parecían haberse instalado en el ambiente. El surrealismo —que, de alguna forma, viene haciéndose a sí mismo, formándose— desea, dice Breton, la transformación del mundo; la liberación del espíritu por medio de la liberación del ser humano. Una especie de confluencia, de impulso, que venga a romper cadenas. El surrealismo se presenta, o lo presenta Breton, como una revolución (del proletariado) en toda regla. Con todo, la relativa ceguera que invadía al primer estadio del surrealismo con el rechazo a lo impuesto es disuelta más tarde y todo cobra algo más de solidez después de superar con más o menos habilidad algunos escollos y críticas. Dirigido más a lo real de lo que la palabra puede aparentar, la realidad interior y la realidad exterior son consideradas como elementos potencialmente convergentes. Todo formará una sola relación. Hay entonces algo más que esa escritura automática hecha con la mente receptiva y pasiva en un lugar propicio. Hay, después de la etapa intuitiva, un sustento que proyecta y quiere aplicar el movimiento tanto a lo teórico o artístico como a lo práctico. Es una suerte de arma, casi un método más que un fin en sí mismo.

SURREALISTAS BELGAS, 1934
Sentadas: Irène Hamoir, Marthe Beauvoisin y Georgette Magritte; de pie: E.L.T. Mesens, René Magritte, Louis Scrutenaire, André Souris y Paul Nougé.


SURREALISTAS EN PARÍS, 1933
Primera fila: Tristan Tzara, André Breton, Salvador Dalí, Max Ernst y Man Ray; segunda fila: Paul Éluard, Hans Arp, Yves Tanguy y René Crevel.

domingo, 14 de septiembre de 2014

«Conversaciones con Marcel Duchamp», de Pierre Cabanne




Al final del prólogo a la segunda edición, Cabanne dice: Una joven que mantuvo unas conversaciones con él comentó que, igual que los orientales, iba acercándose «a la verdad mediante mil rodeos leves» y que contestaba «sin titubear a cualquier pregunta». Ese rápido retrato de Duchamp vale tanto como unas largas aclaraciones. Todo el mundo se lo apropia, pero no pertenece a nadie y se hurta a todos: nadie posee su clave y nadie desvelará nunca su misterio. Tanto más cuanto que ni hay misterio ni hay clave.
Este libro, o lo que en él deja ver Duchamp, es un poco como refleja esa descripción, al menos en cuanto a la primera parte; del resto no estoy tan seguro. Duchamp va rodeando al arte, paseando en torno a él, observándolo, jugando con él, poniéndolo a prueba. Iniciando, desde dentro de ese mismo sistema, algo nuevo, si pueden salvarse los peligros de usar esa palabra. Algo nuevo que parece tener diversos significados o que sencillamente le parecía gracioso. 
Hablar de Duchamp es hablar de una mente preclara, y parece entonces que intentar delimitar o definir a Duchamp haciendo lo que hizo y siendo quien y como fue resultaría muy difícil sin dejarse cosas fuera, sin enfocar otras de forma distorsionada, si acaso puede llegarse aquí a la claridad total, al enfoque sin dudas ni vaivenes. Cómo hacer algo así con un tipo que, según Breton, fue uno de los más inteligentes (y más molestos) del siglo XX. Lo que sí se puede y casi se debe hacer es intentar —quizá pasar del intento sea misión imposible, no lo sé— ir tras sus pasos y despejar el camino que anduvo.
Duchamp es admirable. Creo que personalmente lo admiro y ando en su busca más por los horizontes que abre y la manera de abordar situaciones y supuestos problemas que por lo que puede saberse de él en cualquier manual al uso. Duchamp se divertía poniendo en jaque al arte, pero de forma distante; sin saña, sin inquina, quizá y sólo quizá rebajando un poco la importancia que se le adjudicaba a todo ese cosmos que parecía y aún parece lleno de interrogantes. Estaba constantemente muy cerca y a la vez lejos de ciertas cosas, e incluso, aparentemente, dejó su actividad, cosa que no debía de importarle mucho, pues a qué iba a renunciar, diría él, si no hay nada. Parecía vivir en una relajación pasmosa, en una actitud que eludía problemas, al menos relativamente: quizá lo que más ponga de relieve esa relatividad sea el descubrimiento, después de su muerte, de Dados: 1. La cascada 2. El gas de alumbrado. Vila-Matas viene a decirlo con cierta lucidez: La clave podría estar en su ironía y su escepticismo y en haber tomado distancias con lo que los románticos entendían como la religión del arte. "Me temo que en arte soy agnóstico", le dice a Cabanne en un momento de este libro de conversaciones que después de releerlo creo que influyó en mi obra y no tanto en mi vida, aunque me ha permitido tener la conciencia, si cabe más clara, de que he podido conocer el choque de al menos dos tensiones siempre: la necesidad de estar y no estar al mismo tiempo.



Aunque normalmente Duchamp quede ubicado dentro del dadaísmo, da la impresión de que más que pertenecer lo hacemos pertenecer nosotros a dicho movimiento. Duchamp va más allá y, a la vez, parece que ha ido tan lejos que es demasiado complicado superarlo, que ya no se puede, que llevo el juego hasta el límite. Es como un algo aparte, o más que aparte, autónomo, autosuficiente, tanto que rompe —sin poner excesivo empeño— las barreras que tiene, y sigue a lo suyo. Si el dadaísmo es una pugna declarada contra lo establecido, contra ese arte convencional y casi enclaustrado, Duchamp parece hacer algo hasta cierto punto similar, pero a la vez alejado de eso. Duchamp va a su aire, mira y ejecuta, y su función y efectividad —es fácil comprobarlo— van mucho más lejos que las del dadaísmo. Duchamp es infraleve. Duchamp tiene aire propio. Se aleja de las interpretaciones que sobre él se han hecho, se aleja de análisis metafísicos, y finalmente parece que, sencillamente, se aleja. Se acerca sin embargo a los juegos de palabras, a la fuerza literaria, al impulso; a demostrar —de nuevo sin quererlo con ahínco, sólo con su propia actividad, sea la que sea— que sobrevuela el panorama artístico por encima de casi todos los demás. 
CABANNE: ¿La actitud del artista cuenta más para usted que la obra de arte?
DUCHAMP: Sí. El individuo como tal, en tanto en cuanto cerebro, por decirlo así, me interesa más que lo que hace, porque me he fijado en que la mayoría de los artistas se limitan a repetirse. No queda más remedio, no puede uno estar inventando siempre. Pero tienen esa antigua costumbre que exige que se pinte, por ejemplo, un cuadro al mes. Todo depende de la velocidad a la que trabajen; creen que le deben a la sociedad un cuadro mensual o anual.
De pronto vemos a un tipo que lleva el arte a un punto sin retorno, sin posibilidad de hacer como si nada hubiera pasado. Y entonces qué. Ya sabe que siempre he tenido esa necesidad de escaparme, le dice Duchamp a Cabanne. Y qué bueno es escaparse.
Con casi ochenta años Duchamp concede a Cabanne esta suerte de entrevista y se dedica a responder abiertamente y de forma relajada, irónica, haciendo fáciles embrollos complejos, o al menos presentándolos de manera sencilla; no sé si de forma total y completa, ni si eso sería posible en una conversación así, pero resulta iluminador por razones que a menudo se salen del mero diálogo. Vemos a Duchamp desde un punto de vista un poco más personal. En esa naturalidad de la conversación se adivinan respuestas, tonos y reacciones que de otra forma no se pueden percibir. Este libro es algo así como una joya. Unos testimonios que bien podríamos no tener y que los tenemos casi como si tuviéramos a Duchamp para preguntarle.

lunes, 8 de septiembre de 2014

«Azul casi transparente», de Ryu Murakami




—Ryu, eres un tío extraño, lo siento por ti, hasta cuando cierras los ojos tratas de ver cosas flotando. No sé muy bien cómo decirlo, pero si estás de verdad divirtiéndote, no tienes por qué pensar y buscar más cosas, ¿no tengo razón? Siempre estás intentando ver algo más, y tomar notas, como un estudiante haciendo una investigación, ¿no? O como un niño pequeño. En realidad eres como un niño. Cuando eres niño quieres verlo todo, ¿no? Los bebés miran directamente a los ojos a las personas que no conocen y ríen o lloran, pero intenta ahora mirar directamente a la gente a los ojos, te volverás majareta antes de que te des cuenta. Sólo inténtalo, trata de mirar directamente a los ojos de la gente que te cruzas, empezarán a saltársete los tornillos muy pronto, Ryu, no deberías mirar las cosas como un bebé.
(...)
»Y mientras estás en el coche, piensas muchas cosas, ¿verdad? "Cuando salí de casa no pude encontrar el filtro de mi cámara, ¿dónde habrá ido a parar? O, ¿cuál era el nombre de la actriz que vi ayer en televisión? O, el lazo de mi zapato está a punto de romperse, o qué miedo tengo de tener un accidente, o me pregunto si ya no voy a crecer más..." Piensas en un montón de cosas, ¿verdad? Y entonces esos pensamientos y las escenas que ves moviéndote con el coche se van apilando unos encima de otros.

La novela es menos poética y más cruda y explícita que esos fragmentos, pero creo que esto representa en buena medida la esencia que rige o debería regir la novela, si existe tal cosa. Es una estampa, puede que una sucesión de imágenes que crean otra más grande y aislada, una estancia, un lugar (más mental que físico) donde viven. Casi como si fuera un desgaje. Un lugar joven donde vivir el sexo y vivir las drogas y vivir el rock y a la vez no vivir en exceso casi nada, si acaso sólo su propio declive, pues se mueven en una decadencia fría, pasiva, cruda, que, sin embargo, no hace saltar las alarmas. Ahí es lo que vale. No pasa nada; parece que asistimos a esas escenas con una suerte de cámara que vaya barriendo la estancia y que presente, entonces, los hechos tal cual, sin ningún tipo de alteración ni juicios de valor. Quizá sea eso lo que haga al lector decirse qué pasa, qué hay detrás de eso o qué va a pasar luego. Pero sólo es eso, para bien o para mal. Me inclinaría a decir que para bien. El objetivo era ese: presentar así la rotura, la existencia desapegada de unos jóvenes que tienen un reducto de nada, pero reducto al fin y al cabo.
Si algo tiene que resaltar en el libro seguramente sea ese tono frío , distante, esa punzada que atraviesa a los personajes. Azul casi transparente.

«Desgracia», de J. M. Coetzee



Pasan de las once de la mañana, pero Lucy no da muestras de salir. Él da vueltas por el jardín, a falta de algo mejor que hacer. Se va apoderando de él un humor gris. No es sólo que no sepa qué hacer consigo mismo. Los acontecimientos del día anterior lo han sacudido hasta lo más profundo de su ser. El temblor, la flojera son únicamente los primeros signos, los más superficiales, de la conmoción. Tiene la sensación de que, en su interior, algún órgano vital ha sufrido una magulladura, un abuso. Tal vez incluso sea el corazón. Por vez primera prueba a qué sabe el hecho de ser un viejo, estar cansado hasta los huesos, no tener esperanzas, carecer de deseos, ser indiferente al futuro. Medio derrumbado sobre una silla de plástico, en medio del pestazo que despiden las plumas de las gallinas y las manzanas medio podridas, entiende que su interés por el mundo se le escapa gota a gota. Tal vez sean precisas semanas, tal vez meses, hasta que se desangre y se quede seco del todo, pero no le cabe duda de que se desangra. Cuando haya terminado será como el despojo de una mosca prendido en una telaraña, quebradizo al tacto, más ligero que una cascarilla de arroz, listo para salir volando con un soplo de aire.


Uno empieza a leer esto y se dice que algo falla, que el curso razonable de la historia se está alterando, que hay alguna ligera violación de la verosimilitud. Más tarde llega la calma, aunque sea a medias: parece que las piezas encajan, que el desconcierto viene a cuento, que el contexto es el que es, que los personajes tienen un esquema definido. La (relativa) injusticia que al principio uno cree ver casi se suaviza luego cuando un golpe aún mayor llega. El equilibrio cambia, aunque las fuerzas no disminuyan. Es una lucha de pareceres, un choque difícilmente evitable donde a ratos cuesta ver quiénes son los buenos y quiénes los malos; más aun, cuesta ver si hay tal cosa, si hay buenos y hay malos o si realmente juegan todos en el mismo tablero y los colores están poco claros. Y ahora qué, se dice uno.
Parece que la desgracia de esta historia viene algo envenenada. El profesor Lurie, que imparte clases de literatura romántica en la universidad —quizá, no sé, pueda verse en esto y en sus investigaciones un murmullo o eco de fondo de lo que luego ocurrirá, un destello oscuro y quieto de ese romanticismo reflejado en la historia—, sale de su ciudad después de que su aventura con una alumna sea descubierta, y va entonces a ver a su hija, a refugiarse. Allí es donde tiene lugar el asalto que se instalará como una especie de depredador silencioso en la vida de Lurie y de su hija, igual también en la de otros personajes, creando reacciones e impotencias, frustraciones que parecen no tener salida posible. En Sudáfrica las cosas están cambiando, o se sufren las consecuencias del cambio ya efectivo. El lugar vital de cada uno se altera, ha de restablecerse; Lurie debe observar el entorno y valorar dónde y cómo encaja él ahí, qué puede hacer, si es que ha de hacer algo; allí las reglas del juego son sensiblemente diferentes y él no puede imponer su razón por encima de la de los otros. Vamos de abuso en abuso, de poder a poder. Más que plantear una salida o una conclusión, se plantea el dilema, el choque de fuerzas naturales. Es un conflicto. Lo que haya después, no se sabe. Ni siquiera se sabe si hay algo después.
Coetzee es tan bueno que va armando ese entramado de piezas aparentemente sin conexión, hace un llamado al lector para que éste abra los ojos y piense qué está pasando y qué puede pasar, quizá qué haría él o qué deben hacer los personajes, asunto que generalmente no tiene —al menos no una sola ni clara— solución posible.

«Lanzarote», de Michel Houellebecq




Y más Houellebecq. Creo que será de esos autores a los que lea compulsivamente, si no lo es ya. Si esta pequeña novela no me dice tanto puede que sea porque funciona como síntesis parcial, quizá como un coletazo de esa visión medianamente indiferente, descarnada, cínica, casi divertida, que enarbola Houellebecq normalmente. Sea como sea, sigue siendo él, esto sigue teniendo su sello, los rasgos que menciono siguen palpitando con fuerza, y es entonces interesante. Presenta Lanzarote como ese lugar donde evadirse —cómo no— mediante la ironía, el sexo, la confirmación de ese mundo asqueado y enfermo por el que pasea y pasa de largo una vez habiéndolo habitado, habiendo extraído de él lo bueno, lo placentero. Es una especie de condenación que se acerca mucho al sabotaje interno, a saberse dentro de ese sistema (y conocer ese sistema) y jugar a placer. Quizá en Lanzarote el paisaje ruinoso pero vivo que dibuja otras veces se vea de forma más risueña, si acaso más desprovista de amargura, sin renunciar, claro, al tono habitual.
Si hay alguien capaz de retratar con cierta saña e indudable maestría el mundo contemporáneo y lo que en él se cuece, es Houellebecq.

domingo, 7 de septiembre de 2014

«Las partículas elementales», de Michel Houellebecq




Hoy vivimos en un reino completamente nuevo,
Y la mezcla de circunstancias invade nuestros cuerpos,
Baña nuestros cuerpos,
En un halo de júbilo.

Inteligente, sucio, mordaz, concienzudo, de un análisis que llega hasta el fondo de la herida y deambula por ahí, recreándose, mostrando las grietas. A veces da la impresión de que en ese mismo tajo que Houellebecq le pega a la vida para inspeccionarla y mostrarla sin tapujos al público se sumerge él y corre la misma suerte; parece que viva en la misma zozobra, que sufra también él viendo cómo algunos valores se difuminan en ese paisaje cargado; con todo, el dominio que le da la relativa indiferencia con la que narra le permite salir ileso, o casi.
Él toma una muestra de vida y juega con ella usando sus propias reglas, llevando la sociedad a un torrente de placer, de una mezcla de satisfacción e insatisfacción, de sexo, de amor, de muerte; de una sociedad que tiene el norte demasiado lejos como para verlo, y que se mueve en ese fango relativamente fluido, pero fango al fin y al cabo. Pone en relación el individualismo, la liberación sexual, la ruptura de valores que tradicionalmente iban de la mano y que ahora han perdido su sentido. Esta novela parece una autopsia cuyo objeto es la sociedad, una sociedad viva que se va consumiendo y viviendo de esa consumación. Una sociedad en la que los personajes llevan una vida casi claustrofóbica y en la que parece lanzarse una nueva vía para salir de ahí, para superar eso, un camino para eliminar lo que no es estrictamente necesario y crear algo mejor. Solventar los puntos débiles de la naturaleza.
Las relaciones personales parecen formar una pieza más de la sociedad capitalista, que se mueve a un ritmo vertiginoso. Las emociones son casi una pérdida de tiempo, sólo muy de vez en cuando pueden tener alguna función. Y digo función, así, como si fueran parte de un mecanismo robotizado, como si la industrialización hubiera llegado de hecho a los cuerpos, a nosotros. Houellebecq plasma la decadencia de esa sociedad y del cuerpo mismo; lo que vale es la vitalidad, la fuerza, la energía, lo demás no es rentable. Parece una visión práctica. Si vamos camino del precipicio, para qué permanecer en una agonía que se sabe inevitable.
Es divertido observar que Deleuze y Debord, dos respetados intelectuales de fin de siglo, se suicidaron sin motivos concretos, sólo porque no soportaban la perspectiva de su propia decadencia física.
Parece mostrar el anhelo de una tecnociencia que nos salvase de nosotros mismos, de la vejez, de la pérdida de vitalidad, del curso normal de la naturaleza. Una mutación metafísica que lleva a ese nuevo reino.

Houellebecq se adentra en la sociedad con una escritura, si puede decirse así, científico-literaria. Es una bestia, y hay que recuperarse de su lectura, incluso a veces querer despegarse, sacar la cabeza de ese ambiente cargado y respirar aire fresco. Si algo parece no haber en las novelas de Houellebecq es aire fresco. Pero no hace falta.

«Bartleby, el escribiente», de Herman Melville




I would prefer not not, I would prefer not not, I would prefer not not...

El de Bartleby es uno de esos relatos que leo y recreo con obsesión, y un relato que ha dado lugar a no sé cuántos textos y elucubraciones. Tras escribir Moby Dick, Melville aborda un brevísimo relato: llega con Bartleby y algo se remueve en los cimientos de la cultura literaria, algo que sigue dando coletazos y que tiene consecuencias no sé si a veces extremas o casi fuera de contexto. Pero no sé, quién sabe; en un relato como éste pocas cosas definitivas pueden decirse con la total convicción de estar en lo cierto.
Bartleby es distancia, desapego, ausencia, pero la indiferencia con la que (no)efectúa eso es el meollo de la cuestión. Bartleby está en esa situación, digamos, sin querer. Se niega a todo, pero no le importa. Bartleby apenas habla, apenas intercede en la acción del relato. Cada vez que el abogado que lo contrata como copista o cualquier otro personaje le pide o dice algo, Bartleby contesta con el archiconocido Preferiría no hacerlo. Tajante, directo, sin opción a nada más. Preferiría es aquí una forma cortés de negarse en redondo, y ni siquiera eso: es poco probable que Bartleby se moleste en ser cortés, en ser algo. Preferiría no hacerlo se presenta más como una fórmula que convence, que se hace familiar, propia, que se introduce en el sistema de su círculo más cercano y crea una barrera infranqueable entre Bartleby y el mundo, entre él y lo que sea que solicite un cambio en él. Bartleby se planta impasible a lo que ocurre a su alrededor. La historia corre y él mira, pero como de lejos, la ve pasar como quien ve cualquier asunto irrelevante que no va con él y que tampoco le importa. Es la negación pasiva, una negación que ni siquiera busca escapatoria o alternativa. Preferiría no hacerlo, y ya. Bartleby es, está aquí, pero se diluye, se esfuma. No actúa, ni para bien ni para mal. Sencillamente no.
Es un texto que dispara en tantas direcciones —quizá ahora lo más interesante sea ver su proyección en la modernidad, en lo contemporáneo— que acotar su campo de acción resulta casi una temeridad. Da la impresión de cualquier intento de acercarse de forma acabada no pasa de ser una tentativa, y que precisamente ahí reside el potencial del relato. Parece que dar por finalizada la búsqueda de Bartleby, o separarse de él, es, paradójicamente, una desgracia.

¡Oh, Bartleby! ¡Oh, humanidad!

viernes, 5 de septiembre de 2014

«Melancolía», de Marek Bieńczyk




Una imagen, una repetición, un recuerdo que evoca otro algo, una pérdida, un yo que mira al horizonte, un juego de máscaras, de imposturas, un regreso, unas palabras que ya no significan y que cobran un nuevo significado, al fin, una relativa reconstrucción. 
Me topé con él buscando otra cosa y no pude evitar llevármelo. Era muy sugerente. Aún no tengo muy claro si el resultado supera esas expectativas que tenía cuando lo compré, pero es desde luego muy curioso. Bieńczyk viene a relacionar, o, más bien, a explicar la relación que se atribuye entre la melancolía y el hombre de genio mediante una especie de paseo en el que lleva al lector a ver —de refilón, si acaso sólo parcialmente— a personajes como Baudelaire, Kierkegaard o Pessoa, enormes bastiones sobre los que poder erigir ese paseo casual del polaco. La melancolía se presenta como ese estado más o menos común a todos los que la sufren pero que, aun así, adquiere distintos relieves según el caso. Sea como sea, creo que no podría darse una definición definitiva, acabada, sino una suerte de aproximaciones que se apoyen en sucesivos ejemplos, tal como ocurre aquí. Lo siento a veces como una definición tan inacabable que casi podría aplicarse aquello de los aires de familia wittgenstenianos para darles unidad sin deformarlos, sin deformar la melancolía por querer delimitarla en un recinto más o menos reducido.
Aunque sólo fuera por el entresijo de referencias y conexiones que tiene, merecería la pena dedicarle un rato, pero, además, la escritura es ágil y hasta cierto punto concienzuda.