sábado, 26 de marzo de 2016

«El viaje vertical», de Enrique Vila-Matas




   Está claro que a Mayol le habían afectado mucho aquellas acusaciones de su hijo, le habían afectado más incluso que la actitud de su mujer invitándole a abandonar el domicilio conyugal. Y es que Julián, seguramente sin pretenderlo, había ido a hurgar en la herida que más le dolía a su padre. Julián había hecho diana en el punto débil —el trauma esencial, lo llaman algunos doctores— de la personalidad de Mayol: la interrupción definitiva, a causa de la guerra civil, de sus estudios; esa interrupción que le había hecho moverse por la vida sintiéndose a veces inferior a mucha gente de su generación que, habiendo podido regresar a la escuela tras la guerra, ostentaban títulos universitarios contra los que Mayol había tenido que combatir abriéndose paso en la vida con la única ayuda de su talento natural de comerciante.


   Mayol, viejo y casi acabado, se ve obligado a irse, a largarse lejos de cualquier cosa que huela a hogar y a comodidad; de alguna forma, lo han desahuciado, lo han echado fuera —al abismo, a saber adónde y le han impedido volver. El regreso es imposible, aunque, visto lo visto, tampoco él lo quiere. El viaje vertical es entonces un viaje sin retorno, lineal, una fuga donde parece imposible acceder a lo más serio y hasta solemne de la vida si no es a través del juego y de la ironía, voluntaria o sobrevenida; el viaje emprendido es un espacio ajeno —ahora un poco más propio, sin serlo del todo— donde Mayol aparece y se ve a sí mismo un tanto indefenso, como un viejo relativamente ingenioso e inculto que parece necesitar aquello que las circunstancias le negaron para ser alguien o para hacerse valer ante los otros y antes sí mismo.

   Ahora, a estas alturas, Mayol tiene que buscar una identidad o que pasar por distintos estadios de lo que podría ser su identidad, en la que halla o donde se pueden ver distintas fuerzas, cambiantes y hasta contradictorias; tiene o cree que tiene —es una necesidad inminente— que encontrar algún lugar para sí mismo, si eso es posible.

   El fatídico viaje discurre en un ambiente ligero, gracioso, inoportuno. Mayol deambula. No se hunde, aunque se esté hundiendo o aunque ya esté completamente hundido; no desfallece, aunque ya lo haya hecho hace tiempo y quizá lo único que haga ahora sea acercarse a un final en el que ya estaba inmerso, un final en el que ya vivía desde que su mujer le invitó a irse e incluso desde mucho antes. Como tantas veces en la vida —dice el narrador, hay siempre oculto un segundo drama —mucho más serio que el primero—, agazapado detrás de la tragedia que es más obvia, más visible. Mayol ha llegado a una suerte de punto esencial donde tiene que resolver o claudicar, pero la capacidad o las herramientas para la resolución no están a su alcance; hace mucho tiempo que no lo están, mucho antes de que su mujer se decidiera a desprenderse de él, y el tiempo —el viaje— que le queda no puede ser sino una especie de sucesión de situaciones ridículas, grotescas, a veces ni siquiera condescendientes, unas situaciones —o unas despedidas vitales, unas últimas veces más o menos conscientes que vienen a ilustrar el profundo fracaso de Mayol, obligado ahora a lidiar con unas fuerzas para las que no está hecho y a las que tiene que enfrentarse como una caricatura o abandonar para siempre. Puede que abandonar —dejarse llevar por la inercia del descenso— sea la salida que ha de tomar Mayol, sin que eso suponga un desastre o una completa pérdida.

   Y Vila-Matas es un escritor audaz e inteligente y genial y puede que haya que leerlo para leer un poco mejor y para encontrarse o para encontrar algo.


sábado, 19 de marzo de 2016

«Conversaciones con Thomas Bernhard», de Kurt Hofmann



   No se puede contar todo; una vida no se puede desplegar sencillamente. Si uno despliega su vida, puede sacudirla como una alfombra totalmente sucia, y usted no se alegraría si se la sacudiera en la cara. Y sería algo así si alguien, quien fuera, le sacudiera su vida en la cara. Le daría un ataque de tos y al rato echaría a correr.


   Si fuera posible hacer con cierto sentido alguna clasificación de los escritores más poderosamente endiablados, más radicales, más extremos, hábiles, firmes, virtuosos, de alguna forma desbordantes, de esos que escriben como si no pudieran hacer otra cosa —escribir o morir, al menos mientras se escribe—, Bernhard la encabezaría con autoridad. 

   Estas conversaciones (o confesiones, hasta donde pueda hablarse así) bien pueden conformar una ventana desde donde intuir, y probablemente sólo intuir, los motivos que forjan y mueven a Bernhard, sus afectos e inclinaciones, sus rechazos. Seguramente estos últimos, los rechazos, formen buena parte de los motivos. Es la negación, la huida, no la pasividad sino la actividad destructora, a su manera. En este sentido este libro puede ser una más de sus obras, o casi. La forma es semejante, quizá menos intensa que la que emerge cuando está inmerso, Bernhard, en una de sus grandes novelas, y el fondo se vuelve más declaradamente hacia él mismo, pero no parece que una cosa pueda desvincularse de la otra, no parece que podamos ver dos cosas, según la convención, sino un todo, un torrente inigualable con el que puede uno esbozar algunos rasgos del genio austríaco, recibir alguna suerte de impresión.

   Todo esto a pesar de que él mismo insista en la fatalidad de tratar de definirlo de cierta manera o en el imperdonable engaño de las traducciones o en la imposibilidad de escribir la verdad o en el irremediable patetismo de la Humanidad. Uno puede intuir, decía, y quizá sólo intuir, a la espera de modificar con la lectura ideas y discursos, cómo es y cómo escribe Bernhard, por qué o por qué no escribe lo que escribe, cuáles son sus condiciones. Cuáles sus límites, si los tiene.


domingo, 13 de marzo de 2016

«Se está haciendo cada vez más tarde», de Antonio Tabucchi


   Ya sé que estoy haciendo un vuelo pindárico, y que todo esto no tiene lógica, pero ciertas cosas, lo sabes, no siguen lógica alguna, o por lo menos ninguna lógica que sea comprensible para quienes, como nosotros, vamos siempre en busca de la misma lógica: causa efecto, causa efecto, causa efecto, sólo para dar sentido a lo que carece de sentido. Por eso, como diría mi amigo, escogen el silencio las personas que en la vida, en un momento u otro, escogen el silencio: porque intuyen que hablar, y sobre todo escribir, es siempre una manera de llegar a un compromiso con la carencia de sentido de la vida.


   Tabucchi dice que ésta es una novela en forma de cartas, o algo parecido. No puede ser, creo, más que algo parecido a una novela en forma de cartas; no necesita ser más que eso ni ha de serlo para cumplir con lo propuesto o apuntar en la dirección indicada. Si las diecisiete misivas que componen esta obra tienen algún vínculo o comparten algo, debe de ser la imposibilidad que las atraviesa, la irremediable sensación de ausencia, la distancia, las imposiciones que trae el tiempo, la inadecuación, la certeza de que algo no funciona, la inevitable ironía que las cubre.

   Quienes escriben estas cartas saben ya desde el inicio, o se encuentran de pronto, conforme discurren, con que la carta es un artificio quizá inútil y revelador, con que la vida —el discurso de la vida, independiente al de uno mismo— tiene otro ritmo, otros motores, otra frecuencia. O quizá sea sencillamente que no entiende, la vida, el mundo —o las distintas vidas, los distintos mundos—, de deseos y anhelos propios, de mensajes privados o justicias poéticas. Los remitentes comprenden o se encuentran con que quizá se escriban a sí mismos, con que quizá el tiempo haya impuesto tanta distancia que no haya ya destinatario, no haya otra voz, no haya respuesta. Muchos de ellos se han anticipado, otros han llegado demasiado tarde. Otros probablemente no pueden llegar: están en otra frecuencia, transitan algún camino incompatible con ese con el que pretenden conectar. Para ellos la comunicación o el encuentro es imposible, es evidente que hay algún tipo de traba insalvable: su vida, o la vida, está graciosamente truncada, goza de cierta perversión. Tabucchi muestra, en cualquier caso, haciendo suya la mejor ironía y un asombroso dominio del rumbo del discurso de quien dice unas cosas y oculta o vela otras, la patética lucha de las intenciones y de los deseos humanos contra la vida, contra algún tipo de obstáculo infranqueable, de imposición mayor.

   Hay, además, un clima esencialmente literario que parece fundamental para sumirse uno, escritor de una misiva infeliz o lector de la misma, en la memoria y en la imaginación, en el mundo interior —en las pasiones, los recuerdos, los asuntos pendientes, las cosas que nunca se hicieron o que nunca sucedieron— donde se infiltra la ficción para jugar alguna mala pasada, para descubrir el engaño o el desfase, el desequilibrio, la inviabilidad del rumbo establecido. La literatura —la multiplicidad de referencias— parece servir tanto de refugio como de burla o fatalidad, pero es, en el fondo, necesaria o inevitable. Dice Tabucchi que la carta es un mensajero equívoco. Guarda cierta falsedad, cierto engaño, cierta ilusión. En ella confluyen múltiples voces y múltiples registros. Es, a su manera, un simulacro vital. Una muestra de las expresiones que conforman la vida, de lo que, con mejor o peor suerte, hemos de decir o mostrar, si acaso mediante rodeos.


lunes, 7 de marzo de 2016

«La noche del oráculo», de Paul Auster



   Ésta puede ser la historia o la crónica de una resurrección y de una condena, quizá. Es también una de esas historias múltiples —algo dispares, algo ambiciosas, algo inacabadas— que juegan con la escritura para manifestar, de alguna forma, la inevitable fluctuación o influencia, en cierto sentido, entre realidad y ficción, pero también las fronteras que hay entre ambas y la actividad, cerebral y emocional, del sujeto consciente —el escritor— que entre ellas se mueve.

   Sidney Orr es un joven escritor que sobrevive, contra todo pronóstico, a una enfermedad que lo ha tenido alejado de la escritura. Esa suerte de regreso lleva a cierta obsesión por la escritura y pone en marcha una especie de azar determinante para el desarrollo de la historia. Orr escribe una novela y, probablemente, vive una novela. Es también probable que una influya en la otra y que haya otras historias ligadas a estas, funcionando a la vez, moviendo algún tipo de resorte inconsciente. Ha vuelto el instinto literario, la búsqueda de algo en el fondo de una historia, en los cimientos de la narración. Parece necesario, por otra parte, atender a la enfermiza idea literaria instalada —sutil, silenciosamente— en la cabeza de Orr: uno no puede escapar de la historia, uno no puede dejar de escribir, ha de hacerlo como demostración de poder, como autorreconocimieto de cierta capacidad esencial: escribir, hacer mundo, vivir. Esto tiene, muestra Orr, consecuencias: las palabras matan, las palabras matan, las palabras matan. La escritura es, en algún sentido, profética. En algún sentido, entonces, hay que apartarla, saber distinguir la amenaza, impedir la invasión, si se puede o si es posible.

   Auster maneja con notable solvencia el juego entre distintas historias, la tensión, el pasado como parte activa en el presente, ciertos símbolos que actúan como claves de todo el engranaje. Diría que es una historia con lagunas, imperfecta pero atractiva, cargada del magnetismo que casi siempre desprende Auster, hecha con una facilidad inmensa para avanzar sin obstáculos entre distintos planos, para transmitir significados, para arrojar luz, desde la literatura, a los deseos y a las pasiones humanas inscritas en la narración.