sábado, 27 de febrero de 2016

«Para las seis cuerdas», de Borges




   Dice Borges que toda lectura implica una colaboración y casi una complicidad, y que en estos versos el lector debe suplir la música ausente por la imagen de un hombre que canturrea, en el umbral de su zaguán o en un almacén, acompañándose con la guitarra.

   Es una forma de ver la lectura, visualizarla, aunque eso implica, me temo, otras formas de leer u otras consecuencias de la lectura. Es ver el pasado de lo que se cuenta a la luz de la voz presente, de la imagen de quien habla. Es ver lo que sostiene eso que se dice. El contacto más elemental con la tierra, con el mundo. El recuerdo, la memoria, la evocación. La sencillez para abordar algo más grande. Borges, de una u otra forma.


Hombro a hombro o pecho a pecho,
cuántas veces combatimos.
¡Cuántas veces nos corrieron,
cuántas veces los corrimos!

Milonga del olvidado
que muere y que no se queja;
milonga de la garganta
tajeada de oreja a oreja.


jueves, 25 de febrero de 2016

«Marienbad eléctrico», de Enrique Vila-Matas



   El Bonaparte es la calma, la lentitud, incluso lo obsoleto, el sosiego, la tranquilidad que sólo rompen las risas, la súbita urgencia de las ideas más raras, la animación chispeante y de repente subversiva, o completamente sideral, alucinante. Se conjugan pues la serenidad y el repentino rayo. Oscilamos de un lado a otro, como esos artistas que llevan dos vidas en una y pasan de un sereno encierro hogareño de meses al frenético viaje transatlántico; personas que no conocen los términos medios y van directamente de las zapatillas a la tarjeta de embarque, y viceversa. Tenemos dos lados, también en el Bonaparte. Podemos ofrecer una imagen clásica de sosiego y en segundos pasar a lo contrario y sentirnos poseídos, sobrepasados, en plena tempestad mental, como si hubiéramos viajado al origen eléctrico de todas las lluvias.


   De Vila-Matas uno puede esperar casi cualquier cosa, aunque todas, hayan venido o estén por venir, tienen cierto aire de familia, quizá porque no puede ser de otro modo, porque responden a ciertas cuestiones esenciales sobre las que parece que hay que discurrir para dar con alguna clave o sencillamente porque no queda otra opción, y mejor así.

   Marienbad eléctrico puede pensarse como una pieza importante, por las claves que muestra, de la obra de Vila-Matas, una obra que afronta, desde distintos puntos de vista o con diferente actitud —a veces peligrosamente—, los problemas o los motivos últimos de la literatura, que son o tienden a ser los de la vida. Y puede que la vida tampoco pueda entenderse sin el arte, sin sus motivos más esenciales. Puede, al fin, que vida y arte y literatura no sean, al menos en algún punto, sino la misma cosa. En el mejor de los casos, cada una de ellas remite a las otras dos de forma, diría, inevitable —irrenunciable—, y quizá entonces uno tenga que aprender a mirar ese vínculo o las manifestaciones de ese vínculo a la vez con cierta familiaridad y con cierta extrañeza, haciendo posible la emergencia de nuevas formas o nuevas ideas.

   De Marienbad eléctrico pueden extraerse algunas claves de todo esto. El libro se construye a partir de las conversaciones que mantienen Vila-Matas y la artista francesa Dominique Gonzalez-Foerster, encuentros que tienen algo de azaroso, de imprevisible. Aquí la forma arroja tanta o más luz que el fondo. El aire literario, el ambiente artístico —la fe en el arte, el componente fortuito, los deseos, la levedad, la ironía, las aproximaciones interpretativas, la relación interpersonal, el intercambio de ideas, los acertados equívocos, las tentativas, la intuitiva certeza de que algo significativo se gesta desde esas conversaciones..., todo parece dotar al discurso del aire adecuado para comprender la situación y lo que en ella sucede, y la mayor parte de lo que sucede lo hace veladamente, trascurre como una verdad natural, como el fondo más sólido de lo que corre ligero en superficie. Todo ese contexto abre unas tremendas condiciones de posibilidad de la novela —tome la forma que tome—, nuevas vías de desarrollo de un discurso que juega a avanzar cruzando fronteras. La novela, si todo cabe en ella, podrá asimilar cualquier cambio; su final será sólo un mal sueño.

   Así que Marienbad eléctrico es un complejo misterioso y esclarecedor, la propuesta de una nueva forma de crear y un buen ejemplo de eso mismo. No es una novela común y tampoco un ensayo ni una crónica y quizá no responda a ninguna etiqueta por el estilo, es algo que toma lo que requiere de cada lugar para acercarse a su meta, para tantear cuestiones ineludibles. Es, de alguna forma, la expresión misma de algo —una serie de descubrimientos o significados, puede que nunca acabados— que emerge en el encuentro de ambos, Enrique Vila-Matas y Dominique Gonzalez-Foerster, algo que abre los ojos en el seno de ese vínculo, de esa experiencia. Marienbad eléctrico es un libro (absolutamente) maravilloso.


   Para mí, una amistad es inconcebible si no se tiene en alta estima a la persona amiga, si no se la admira, aunque quepan los matices. Porque se es amigo de alguien por lo que hace, por lo que es, por cómo se las arregla para andar por el mundo, y también por no saber cómo se las arregla para andar por el mundo.


lunes, 22 de febrero de 2016

«El otro, el mismo», de Borges



   Un hombre, todos los hombres. Uno mismo, otro. El otro, el mismo. Es la tesis de Borges, más por necesidad que por voluntad; una tesis que da vida a un cuerpo literario excelente e infinito, múltiple, cambiante, extraño y familiar. Borges habita ese espacio al que da voz y que a todos incumbe desde un imaginario y una razón irrenunciables, como si uno —Borges, lector, cualquiera— no pudiera, aunque quisiera, desprenderse de los libros leídos, de la historia, de la mitología, de la imaginación, del tiempo común, de la tendencia natural a situarse en un mundo donde cada uno juegue quizá con el mismo olvido y la misma memoria, sea consciente o no. Así que Borges puede, con aplomo, con absoluta legitimidad, contar experiencias vividas por otros, utilizar la ficción y el juego de espejos para internarse en el corazón de la realidad, para hacer suya la Historia mientras se entrega a ella en un ejercicio literario —vital— de doble sentido, de manera que cada lectura es una pregunta abierta y una búsqueda, la posibilidad de una reconstrucción a partir de la conjetura (o de la imagen, o del paralelismo, o de la familiaridad de la sensación).


Oh destino de Borges,
(...)
haber envejecido en tantos espejos,
(...)
haber visto las cosas que ven los hombres,
(...)
y no haber visto nada o casi nada
sino el rostro de una muchacha de Buenos Aires,
un rostro que no quiere que lo recuerde.
Oh destino de Borges,
tal vez no más extraño que el tuyo.


domingo, 14 de febrero de 2016

«Respiración artificial», de Ricardo Piglia



   ¿Cómo podía ser que nadie comprendiera?, se había preguntado Tardewski. ¿O sólo leemos lo que ya hemos leído, una y otra vez, para buscar en las palabras lo que sabemos que está en ellas, sin que sorpresa alguna pueda variar el sentido? Eso se preguntaba, dijo Tardewski, a medida que avanzaba en la certidumbre de su descubrimiento.


   Piglia lleva a cabo en Respiración artificial a la vez la reconstrucción de una historia familiar y la conformación de una novela, la puesta en marcha de todo un mecanismo literario —quizá incluso una teoría literaria con todas las de la ley— y la exposición del convencimiento de la imposibilidad de la escritura, la necesidad de la búsqueda y el vacío que envuelve o en el que se sumen ciertos elementos, claves de la trama. Así que esta novela da vida, en un mismo entramado, a pensamientos e ilusiones, a firmes planteamientos filosóficos y a meras (y necesarias) conjeturas, y, sobre todo, a ese terreno, atractivo y ambiguo, en el que realidad y ficción o vida y literatura son —no podía ser, al fin, de otra forma una sola cosa, llevada casi hasta sus últimas consecuencias. Casi porque la novela podría continuar, las pesquisas podrían seguir sucediéndose, las ideas podrían seguir llenando la historia, los escritores podrían seguir escribiendo si fuera posible escribir o si hubiera algo sobre lo que escribir.

   La correspondencia entre Emilio Renzi y su tío Maggi nos pone ya sobre la pista del juego de misivas —del tanteo irremediablemente anacrónico que no podremos obviar en el transcurso de la novela, de un discurso que se erige así, a base de retazos, de memorias y de diversas conexiones. Estamos ya en el marco de la combinación de tiempos y testimonios e identidades y en ese plano teórico sobre el que se deslizan cuestiones aparentemente secundarias o especulativas que, sin embargo, inciden —sea como sea, misteriosa y decisivamente— en el decurso del conjunto.

   Piglia ejerce una forma de reconstrucción de la historia que apunta a la reconstrucción de la Historia: es una suerte de complejo en el que unos elementos completan a otros y estos a aquellos para apuntar a algo más grande, una disposición múltiple y relacional en la que el desarrollo de ciertas ideas podría llevar no sólo a la reconstrucción del relato personal, bien delimitado, sino al del relato general, al relato de la Historia. Y esto como esencia o como parodia, como documento verídico o como ficción, como certeza o como graciosa posibilidad, como descubrimiento o como hipótesis. Así se construye esta literatura o la literatura, que guarda, ella misma, una especie de oposición a abrirse por completo, como si hallara en esas resistencia su mejor vía de desarrollo.

   Ricardo Piglia goza de una capacidad literaria descomunal. Respiración artificial es algo más que una novela y algo más que una serie de nociones bien engarzadas. Es un cuadro magnífico, una genial proyección de la literatura que más cerca está de nosotros. Piglia sabe reconocerla y contribuir a ella de manera original y compleja, con un talento maravilloso.


domingo, 7 de febrero de 2016

«El hundimiento», de Manuel Vilas



   Probablemente lo mejor de Vilas sea su juego con el lenguaje, una suerte de experimentación personal con la que busca la mejor forma de decir lo que quiere. Si el lenguaje es nuestro (si el lenguaje somos nosotros), lo es con todas las de la ley. La reglas están para adaptarlas o interpelarlas directamente, aunque aquí eso no sea el objetivo principal sino algo asumido para expresar la devastación. El aire más liviano y divertido reluce sólo cuando la profunda crisis que marca el libro da algún respiro, de manera que esos destellos jocosos parecen risas amargas, algo escalofriantes, una forma por parte de Vilas de decir estoy bien, ni siquiera esto puede conmigo, incluso en la bajeza más dolorosa tengo estilo. La vida es estilo, dice Vilas.

   En este caso, tanto el poco apego a las formas como esos orgullosos chapoteos en pleno hundimiento ayudan a perfilar una crisis de largo trayecto en la que uno encuentra distintos pilares: la soledad, el recuerdo, la literatura y las relaciones del escritor con la literatura, la familia y los seres queridos, la muerte, España, la distancia, cierta mediocridad, cierta escasez, cierta ironía, la incertidumbre del futuro.

   El hundimiento es un retrato a la vez personal y social —el suyo y el de España, o el del individuo y el de España, o el de la parte y el todo, si acaso porque el uno se inscribe en el otro o porque está fatal e irremediablemente vinculado al otro. Es más una constatación que una advertencia, más un diagnóstico que una voz de alarma. El hundimiento es un hecho. Vilas une el discurso abstracto con elementos materiales, mundanos, concretísimos, reales. La crisis reside ahí. Esas cosas son importantes. Si la poesía se aleja mucho de esa realidad, se pierde el norte, o algo así. Vilas ha expuesto, entonces, un paisaje ruinoso, atrevido, desolador. El hundimiento es un libro magnífico.


El vacío general de todas las cosas.
La ingravidez de la democracia, la ingravidez
de los parlamentos europeos,
el laico vacío de los edificios públicos.


jueves, 4 de febrero de 2016

«Gran Vilas», de Manuel Vilas



   Vilas, o la poesía de Vilas, es un soplo de aire fresco, ligerísimo, provocador, una tentativa (y quizá algo más) de encontrar la profundidad a través del desenfado e incluso a través del canto más frívolo, conscientemente frívolo. Puede que sea imposible, parece pensar Vilas, hallar alguna verdad partiendo de un tono solemne, y entonces no tiene sentido escribir, no con esa carga. Puede que no quepa sino escribir con libertad (y haciéndose uno cargo de esa libertad), desafiando a la vida para apegarse más a ella, para poder hablar de cosas gastadas y maltrechas sin que suene gastado y maltrecho. Y para eso también hay que hacer algún ejercicio de exaltación, reinventarse o morir. Así que Vilas se crea (o se recrea) a sí mismo en sus poemas. Si esto se llevara al extremo, podría decirse, de alguna forma, que esos poemas son él mismo y que él mismo es esos poemas, esa forma de referirse a una deidad creadora, mundana, múltiple y genial, casi omnipresente.

   Los poemas de Gran Vilas (o composiciones, o lo que quiera que sean) suenan a juventud, a novedad, hablan de amor y de política y de vida, tienen algo de experiencia y algo de impaciencia y de rebeldía, son enérgicos y soberbios, capaces y justos.


Antes de convertirse
en un ser humano llamado Vilas
fue un silencio cósmico.

Antes de convertirse
en el hombre más alto de mi infancia
fue un desconocido.

Dueño de nuestra verdad, se la llevó muy lejos.

Los muertos esperan nuestra muerte si algo esperan.

Brindo por tu misterio.


martes, 2 de febrero de 2016

«El origen», de Thomas Bernhard



   Mi ciudad de origen es en realidad una enfermedad mortal, con la que sus habitantes nacen o a la que son arrastrados y, si en el momento decisivo no se van, se suicidan súbitamente, directa o indirectamente, antes o después, en esas condiciones espantosas, o perecen directa o indirectamente, lenta y miserablemente, en ese suelo de muerte, arquitectónico-arzobispal-embrutecido-nacionalsocialista-católico, y en el fondo totalmente enemigo del ser humano. La ciudad es, para quien la conoce y conoce a sus habitantes, un cementerio en la superficie hermoso, pero bajo esa superficie en realidad horrible, de fantasías y deseos.


   La escritura de Bernhard es devastadora, arrolladora. Seguramente acorde con lo que cuenta. El qué y el cómo hallan una extraña armonía que potencia el todo y hace que la escritura cobre fuerza y que no sea posible darse a la lectura sin implicarse en algún grado, sin, de alguna forma, participar o asistir verdaderamente al tiempo y a las condiciones que Bernhard recrea. Para el lector más o menos consciente la distancia queda eliminada, como si fuera necesario estar cerca de la podredumbre o de la aniquilación para comprender lo que se cuenta, para dar sentido al torrente de vida —límite, oprimido, cercano al abismo— que habita entre la desesperación, que está, seguramente, creado por el horror y destinado al horror.

   Bernhard emprende un regreso a sus orígenes nada complaciente. Quizá tenga algo de terapéutico, no sé si de purga, seguramente no de expiación. Es un conflicto, un choque, un producto de la situación extrema. Se vale de un discurso incansable para adentrarse en sus primeros años y embestir sin mesura contra el sistema educativo y contra la familia, contra Salzburgo, contra el catolicismo y el nacionalismo y quizá contra todo tipo de estructura subyacente. Bernhard hace de la escritura una herramienta que dinamita, a base de continuos, recurrentes ataques, cualquier estabilidad o punto de apoyo, cualquier ideología opresiva, y encuentra en ese modo escritura, tortuoso y desbordante, el mejor sostén del relato, unos cimientos del todo sólidos que encuentran su orden en el caos, que se asientan en el torbellino de sentencias.

   Muy pocos podrían escribir como Bernhard sin agotarse o sin agotar el relato. Bernhard se mueve en un terreno peligroso que domina con una genialidad insultante. Trasciende los límites de la narración de manera que todo queda ahí contenido pero todo apunta a algo más, a los márgenes, a las variaciones de la violencia del mundo mismo, heredada y transmitida consciente o inconscientemente.