viernes, 31 de julio de 2015

«En el café de la juventud perdida», de Patrick Modiano



   Vivimos a merced de ciertos silencios. Sabemos mucho unos de otros. Así que hacemos por no encontrarnos. Lo mejor, por supuesto, es perderse de vista definitivamente.


   Estamos en el París de los 60 y un grupo de artistas, bohemios, estudiantes, acude al café Le Condé como modo de escapatoria y a su vez como forma de establecer algún arraigo con la ciudad o consigo mismos, algo con lo que sostenerse y orientarse en un escenario que es metáfora de sus propias vidas, de un espíritu casi compartido. Es una forma de crear presente, a ser posible un presente que no deje nunca de serlo, porque una vez lo haga se llevará consigo cosas elementales. Al mismo tiempo, uno se mueve casi sabedor de que hay cosas que requieren esfumarse, que están para desaparecer, y que anclarlas al aquí y ahora sólo acabará sirviendo para establecer más tarde una duda sobre aquel tiempo al que no se puede acceder por completo.
   En En el café de la juventud perdida Modiano va dibujando a Louki, una joven parisina, más por medio de conjeturas e intuiciones que por lo que de hecho se sabe. Louki, como París, esconde cosas, y, como ella, es objeto de búsqueda y deseo, de intriga, de resignación. París es un personaje más, quizá el personaje, lo que sostiene el conjunto, y en él traza Modiano un relato en el que son cruciales la memoria y la identidad, la huida, el tiempo, la conciencia de lo efímero, lo inasible y el aire de misterio que envuelve zonas impenetrables. Éste es además un relato que se forma a partir de distintas voces y que, por tanto, tiene la ventaja de ver lo mismo desde distintos ángulos y la necesaria imposibilidad de iluminar ciertos espacios que quedan abandonados al misterio.

   Modiano tiene la extraña virtud de escribir historias de una ingravidez pasmosa, tanto que uno puede preguntarse si no le faltará algo al relato, si no estará un poco vacío. Luego uno lo piensa mejor y se da cuenta de que con unos pocos movimientos Modiano ha construido un cuadro justo y preciso, con la levedad que le caracteriza. Quizá no demasiado evidente, no demasiado directo, muy ligero, muy lejos de abusos o de explícitas tentativas de profundidad literaria. Pero completo —hasta donde es prudente serlo— e intenso. Magnífico.


miércoles, 29 de julio de 2015

«Historia y utopía», de Emil Cioran



   Cioran se cuenta entre esos tipos extremadamente lúcidos con tendencia al abismo, sin que éste empañe aquélla; incluso parece reforzarla y llevarla a una zona más objetiva, casi evidente, que hace que uno esté más dispuesto a aceptar la condición de callejón sin salida de la existencia y las contradicciones y paradojas que guardan enclaves como la idea de progreso o diversas utopías. Todas, supongo. Pero Cioran acaba por no ser lo que parece a simple vista, o no de forma tan sencilla; incluso desilusionaría a más de un incendiario pasional ver a Cioran desmarcarse, en sus años de madurez y echando la mirada a su juventud, del vivo ánimo de aniquilación e imposición de ideas. Es un tipo desengañado, quizá radical y agresivo, pero hay cierta serenidad detrás de sus planteamientos que le distancia del impulso más espontáneo, poco calibrado. Puede que el mensaje último de Cioran en Historia y utopía sea devastador, pero está lejos de regodearse en el mal, lejos de acudir a él por el mero hecho de habitarlo, por vicio; ilumina las zonas oscuras del hombre porque es lo único, parece decir, que puede iluminarse razonablemente si quiere entenderse algo: porque allí están los motivos y las explicaciones del pensamiento y de la acción, y parece inútil vincular al hombre con alguna bondad natural desarmada y descontextualizada.

   La utopía es necesaria para que la sociedad (sobre)viva —es el motor de su revolución y todo eso, porque el hombre no se conforma con los entes y aspira al absoluto, de alguna forma; pero es, claro, una paradoja en sí misma. No hay salida. No hay mejor rumbo. Tanto la sociedad liberal como la comunista acaban, si se las mira y piensa bien, ahogadas, y la utopía —cada una a su manera— es su única salvación y a la vez su mejor conexión con su apocalipsis. Contra la utopía, Cioran trae una Historia desnuda y expuesta, pensada sin artificios y con algo de desdén, con un hombre también desnudo ante los acontecimientos, sumido en el mal que guarda y proyecta, de forma que pueda acabarse con farsas que justifiquen el avance hacia un poder que en el fondo no es tal cosa, que sólo muestra caos, aunque sea un caos firme.

   Nuestros sueños de un mundo mejor se fundan en una imposibilidad teórica. ¿Qué hay de sorprendente, pues, si para justificarla tenemos que recurrir a paradojas sólidas?


martes, 28 de julio de 2015

«Matadero Cinco», de Kurt Vonnegut



   El inicio que no es el inicio, pero que sí lo es, y que no podía ser mejor: Todo esto sucedió, más o menos.

   Eso me queda claro, lo demás no tanto, no lo sé. Siendo así supongo que Vonnegut ha cumplido buena parte de su objetivo al escribir esto. Tampoco sé exactamente cómo verlo, cómo definirlo. Pero es muy bueno, de esos libros que hacen a uno pensar que debería haber dado antes con él. Es una composición de multitud de cosas, y el resultado es bastante divertido, profundo y demasiado poco serio, como debe ser. Es una no-crónica de la Segunda Guerra Mundial, una caricatura, la visión de un niño y de una fantasía, un disparo surrealista, una comedia inteligente. Todo ello es bastante inteligente, y el relato, algo roto, algo dispar, va avanzando y recogiendo, un paso y luego otro, sin que necesariamente —de hecho casi negándolo— siga una línea continua. El progreso (la idea de progreso) se deshace, es inútil, no tiene ningún sentido. Hay un relato, pero éste apunta a ser algo distinto, a elevarse a otro nivel, y, aunque no sé si lo acaba consiguiendo, me parece un ejercicio brillante. Hay detalles realistas, intentos de hacer historia, momentos cómicos y crueles (normalmente unidos), también premeditadamente torpes, embarrados, inocentes, impotentes, frustrados, patéticos, locos y cuerdos, delirantes y de nuevo lo cómico y la inteligente habilidad de Vonnegut, que vivió aquel episodio de Dresde, para narrar y mostrar, para adentrarse en repeticiones circulares con conocimiento de causa y humor imparable y salir vivo de ello, más vivo que nunca.

   La trama está ahí, pero es un poco estúpido contarla, esta vez hay que leerla y ya, asistir a su poética triste llevada al extremo de lo descabellado, de lo ridículo y de la genialidad, aunque quizá y sólo quizá no se eleve tanto como anuncia en sus primeros pasos.
   El caso debe de ser que no hay demasiado que decir sobre el bombardeo, sobre la matanza, y Vonnegut lo entendió y escribió Matadero Cinco de esta forma, un libro extraño e incluso con sentido, después de todo.

   Un pájaro le dijo a Billy Pilgrim: «¿Pío-pío-pí?»


sábado, 25 de julio de 2015

«Diccionario de las artes», de Félix de Azúa



   Entre las muchas virtudes que exhibe Azúa en el Diccionario de las artes —como en otras obras no menos atractivas— destacaría el equilibrio; el equilibrio entre lo (poco) académico y lo literario, entre el documento y el juicio personal; el equilibrio que logra entre seriedad e ironía para avanzar con una lucidez admirable hacia la ya manida muerte del Arte. Es obvio que Azúa posee una cultura considerable, pero quizá lo interesante no sea tanto eso como la capacidad que tiene para conectar ideas e hipótesis y proyectar una inteligencia descomunal para esclarecer, en la medida de lo posible, espacios oscuros. El tono empleado esquiva una solemnidad que de otra forma alejaría este ensayo del, en principio y con reservas, gran público al que se dirige. Esquiva incluso el tono fúnebre y definitivo que rezuma eso de la muerte del Arte, cosa que bien merece una explicación y que, entendida ésta, quizá no sea tal cosa; quizá, aunque hay algo de muerte, no sea algo muy diferente de tener que pensarlo dentro de nuestro tiempo y en sus justo términos.

   El Diccionario es una suerte de ensayo dividido en entradas seleccionadas —tratadas con singular afecto y con la libertad propia de lo no-académico, de lo que respira sin corsets para conformar un recorrido más o menos histórico y conceptual que acerque al lector a comprender algo mejor la realidad actual del Arte y las cuestiones que le rodean. Es un ensayo amable: tanto el contenido como su forma facilitan la entrada del lector a la manera convencional o desde distintos flancos, de forma que pueda ojearlo a su antojo desde distintas perspectivas y darse cuenta, con un poco de suerte, de que todas apuntan a la idea que sobrevuela el conjunto: al acabamiento del Arte entendido a la manera romántica, acabamiento —y tenemos presente la negación del progreso entendido en sentido histórico, lineal que termina por ser parte del propio proceso del Arte, que está lejos de morir en el sentido más burdo de la palabra; quizá ahora responda (o respondamos nosotros a él) de forma distinta, además del hecho evidente de que el arte de hoy —sea lo que quiera ser— no es el mismo que el de hace doscientos años.

   Puede que el valor de esta obra sea doble: por una parte, el más evidente: el acceso (facilitado y guiado) a nociones estéticas y artísticas y a su bien organizada conexión; por otra, el ingenio y habilidad de Azúa, que hacen fácil lo difícil y habilitan el recorrido de forma admirable.


«Matar al padre», de Amélie Nothomb



   —No estoy de acuerdo. Existe una diferencia fundamental: la magia deforma la realidad en interés de otro, con el fin de provocar una duda liberadora; la trampa, en cambio, deforma la realidad en detrimento de otro, con el objetivo de robarle su dinero.


   Ya he debido de decir alguna vez que Nothomb puede ser incómoda, lo puede ser a varios niveles. Tiene tal dominio sobre sus creaciones que puede manejar tramas y vidas a su antojo, puede llevar a un personaje hasta el éxtasis o hundirlo en la miseria más cruel con la misma facilidad. Parece una grandísima titiritera ofreciendo espectáculos con doble fondo (o algo más), siempre bien contenidos. Esta novela tiene algo de eso. Algo de talento y de humanidad, algo de indiferencia y de un genio casi desbordante. Nothomb puede ser otra más de los prestidigitadores de la historia, tanto dentro como fuera de ella. Con un juego divertido que esconde algo de más calado tras la ligereza de la narración, la belga se interna en los entresijos de la relación padre-hijo para ahondar en ella, sobrecargarla y romper la tensión por donde sea, pero romperla, y que siga el juego (si lo hay).

   Hay algo de búsqueda de cobijo por parte de una juventud que necesita un referente y también algo de extravío de esa misma juventud bien al no encontrar lo que quiera que buscase, bien al avanzar rompiendo horizontes para tratar de encontrarse. Y entretanto, tensión entre contrarios, filias y fobias, frustraciones, algún atisbo de condescendencia, alguna dosis de desagradable humanidad y su fría contrapartida, no menos humana.
   La relación entre dominante y dominado no está clara, no hasta jugar la última carta, y nunca se sabe cuándo se ha jugado, menos aún si quienes juegan son grandes ilusionistas, cada uno con sus propios objetivos y sus propias debilidades.


   —¿Y Joe se ha venido abajo desde entonces? —pregunté.
   —Creemos que no. A saber lo que ocurre en la cabeza de un jugador.


   Nothomb sabe como nadie penetrar en las zonas oscuras de la vida humana e iluminarla con cierta perversión e ironía, con una profundidad que baila sin ataduras detrás de historias más o menos corrientes llevadas casi al límite de lo impúdico, poniendo sobre la mesa el ingenio y la debilidad de sus protagonistas, sus logros y sus vergüenzas, su moral y su instinto.


   Si pudiera elegir a mi padre, sería él: misterioso, imponente, con aire de saber claramente adónde va.


lunes, 20 de julio de 2015

«Biografía para encontrarme», de Mario Benedetti



(...)
presagios son augurios / vaticinios
se entienden con el alma y con la lluvia
y suelen trabajar sobre seguro
no hay prestigio más fiable que la muerte

   No sé hasta qué punto Benedetti intuía que la muerte estaba tan cerca. No sé si la tentativa de jugar con ella era una de tantas, como lugar amplio y seguro, o si era cierto, si sabía (de verdad, a conciencia) que se iba para siempre y se acabó. A veces uno no quiere terminar de saberlo. En cualquier caso me parece interesante que quede ese hueco, esa duda por donde se cuele la poesía.
   Tratar de encontrarse a través de la poesía debe de ser uno de los caminos más recorridos —o pretendidos—, y quizá también uno de los qué más fracasos coseche. O eso creo. Me parece un método tan tentador como complicado, tanto más cuanto que ejercer el derecho a rastrear la propia huella puede suponer una especie de traición hacia uno mismo si no da con las palabras adecuadas y los silencios oportunos, qué sé yo.
   Benedetti hace algo así, pero lo hace con una maestría y sensibilidad íntimas y bien trabajadas. Escribió estos poemas en sus últimos años, casi como una forma de prepararse para el fin, o simplemente por hacer inventario del recuerdo.

(...)

presagios son augurios / vaticinios
se entienden con el alma y con la lluvia
y suelen trabajar sobre seguro
no hay presagio más fiable que la muerte


   De alguna forma escribe con un peso lapidario que no se observa en otros poemarios suyos. En éste la inminencia de la muerte crea un ambiente más cargado, más anciano, más ansioso, más sabio, a veces más quejoso. Escribe desde la perspectiva de haber recorrido mucho y a la vez de partir de la nada y de estar en la nada, recurriendo a la poesía como elemento que dé cuenta de ese vacío y de alguna forma lo transmita y haga a uno sentirse menos solo. Ahora Benedetti ha perdido algo de brillo en la mirada. En el fondo puede ser bueno, puede ser una forma de ver al escritor ante la literatura y la muerte sin distancias de por medio. Si se lee bien, puede ser una manera —no sé si cruel de conocerlo mejor, de ver su cara menos agradable, que aun así sigue haciendo gala de un talento genuino.

(...)
el pobre mundo seguirá rodando
lejos de nuestros párpados caídos
habrá hurtos abusos fechorías
o sea el espantoso ritmo de las cosas
(...)


   El incansable apego a la vida que antes exhibió ahora cambia de tono. Algo parece haberse roto. Alguna sensación más oscura se ha instalado de pronto. Pero supongo que está bien así, aunque a veces no lo comprendamos.


miro hacia atrás y poco veo
miro hacia adelante y es la niebla
admito que estoy entre dos vacíos
con prudencia marco bien las huellas


domingo, 19 de julio de 2015

«Historia universal de la infamia», de Jorge Luis Borges



   La tierra que habitamos es un error, una incompetente parodia. Los espejos y la paternidad son abominables, porque la multiplican y afirman. El asco es la virtud fundamental. Dos disciplinas (cuya elección dejaba libre el profeta) pueden conducirnos a ella: la abstinencia y el desenfreno, el ejercicio de la carne o su castidad.


   Quizá sea ésta la exhibición de una impostura radical, no identificable, aunque de alguna forma se intuya que hay algo escondido, algo alterado. La sutileza e inteligencia de Borges se concretan aquí en una serie de relatos que son llevados a la frontera entre realidad y ficción sin evidencias, sin arranques fulgurantes ni torpezas. Son biografías de delincuentes, asesinos, héroes, canallas, personajes que Borges adopta —casi resucita para conferirles un aire nuevo, seguramente mejor. Borges respeta todo lo que concierne al relato real, pero, variando ligera y elegantemente ciertos bordes del tapiz, lo hace suyo; deja caer ciertas apreciaciones que hacen que el relato sea otro sin dejar de ser el mismo, el verídico. Borges toma la historia real y modifica algunas pequeñas notas de tal suerte que uno no se atrevería a decir que de hecho ha cambiado la historia, o, en cualquier caso, qué cosa ha cambiado; pero la historia ha variado, aunque no sepamos exactamente cómo.
      Él es quien mejor lo dice: Son el irresponsable juego de un tímido que no se animó a escribir cuentos y que se distrajo en falsear y tergiversar (sin justificación estética alguna vez) ajenas historias.

   Borges ya ha jugado su papel, ha reescrito el relato sin caer en lodazales ficticios y ha de-mostrado que la historia puede ser Historia y la Historia historia. Demuestra, también, que la absoluta seguridad puede jugar malas pasadas, más si se sabe manejar el lenguaje.


sábado, 18 de julio de 2015

«Rumbo a peor», de Samuel Beckett



   Todo de antes. Nada más jamás. Jamás probar. Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor.


   Éste es quizá el Beckett más consciente y más alterado, más él que nunca, viendo cerca el fin y llevando sus ideas hasta una especie de callejón oscuro hecho a base de lenguaje y retornos e imágenes y repeticiones. Unas palabras que, sabemos, no van a llevar a ningún lugar, pero que, al fin, lo son todo. Un lenguaje que tiende inevitablemente al fracaso, pero que sirve para señalar, salvando lo salvable, el dolor, la alegría, la necesidad de ahondar en el fracaso y explotarlo, casi vivir en él; un lenguaje que nos lo da todo; un lenguaje que apunta en infinidad de direcciones, que tiene demasiadas posibilidades y que nos deja con la sensación de no decir nada, no transmitir nada, no significar nada, sin que ello lleve a una desolación vital, pues el lenguaje era eso: nada.

   Partimos de esa asunción. Quizá no se pueda decir, quizá sólo se pueda mostrar. Pero quizá uno sienta que ni siquiera eso. Nada. Una nada que permite avanzar, seguir adelante. Un vacío inexpresable al que hay que asomarse para retorcer la lógica y comprender algo, aunque sea la necesidad de la huida. Una nada con la que, sin embargo, es preciso jugar para descubrir cosas, estirar sus límites y explorarse incluso a uno mismo para iluminar algo, seguramente la nada. Porque el lenguaje guarda en sí algo de imposibilidad: al expresar algo se traiciona ese mismo algo, se traiciona uno a sí mismo canalizándose a través de un lenguaje que sabemos truncado, aunque de alguna forma necesario y múltiple. Beckett ejerce aquí el poder de lo mínimo para apuntar a algo más grande, a una profunda experiencia. Escribe sabiendo que acabará en el silencio más profundo, pero sabiendo también que es ahí donde ha de acabar, porque no parece haber otro lugar posible.


   (...) Restos de mente así pues todavía. Suficientes todavía. De alguien de algún lugar de algún modo suficientes todavía. ¿Sin mente y palabras? Incluso esas palabras. Pues suficientes todavía. Apenas suficientes todavía para disfrutar. ¡Disfrutar! Apenas suficientes todavía para disfrutar lo que sólo ellas. ¡Sólo! (...)


viernes, 17 de julio de 2015

«Cosmética del enemigo», de Amélie Nothomb



   Para convencer a un elegido de su misión, hay que poner a prueba sus nervios. Hay que poner de punta los nervios del otro con el fin de que reaccione de verdad, con rabia, y no con el cerebro. Y usted, por otra parte, me parece excesivamente cerebral. Es a su piel a quien me dirijo, compréndalo.

   Nothomb no se cansa, y además derrocha talento. Un talento casi perezoso, casi como si le pareciera obsceno alargar sus historias. Y me parece justo. No le hace falta urdir extensas novelas para llegar a altísimos niveles de intensidad. Aquí, además, hay una exhibición de virtuosismo en el manejo del diálogo y de la tensión, una tensión que va aumentando hasta alcanzar su punto álgido y mantenerse allá arriba hasta explotar, hasta desembocar en uno de los finales extraños, casi grotescos, que tanto le gustan.

   Hay un exceso, una confianza no concedida, la ocupación poco pudorosa del espacio ajeno durante el retraso de un vuelo, un conflicto vital en un no-lugar que permite con relativa facilidad la apertura del otro, la penetración en el subconsciente. Nothomb maneja un diálogo agilísimo que se sostiene en múltiples referencias y argumentos para mantener un tira y afloja agobiante, para mantener una pugna entre el yo y el otro y entre el otro y el yo elementos opuestos pero complementarios—, para defender lo indefendible haciendo valer su dominio del lenguaje, para provocar y sostener la íntima conexión —inevitable, parece entre el sexo y la muerte, para jugar con la retórica y mostrar vestigios de una moral que no puede ver ciertas cosas y que tiene otras demasiado claras.
   Nothomb dispara sin piedad, pero con elegancia, con la sutileza de quien controla la situación y se divierte haciéndolo, dejando atrás cualquier nota de solemnidad o condena en su escritura. Ejecuta sin problemas una imersión en el interior abismal del sujeto, y desde ahí, dentro del propio sistema, lo hace descarrilar, usando la trama casi como mero pretexto.

   El peor error que se podría cometer con Nothomb —o uno de los peores— sería pensar que sus muchas y breves novelas surgen únicamente de alguna feliz y espontánea idea: puede que Nothomb escriba con rapidez vertiginosa y con un nervio imparable, pero hay detrás de todo ello una formación filosófica y literaria amplísima, y un entendimiento feroz que permite producir bofetones como éste a la estertórea modernidad. Si hay algún síntoma o índice de contracultura en nuestros días, esa debe de ser Amélie Nothomb.


jueves, 16 de julio de 2015

«Una juventud», de Patrick Modiano



   No saben que es su último paseo por París. Todavía no tienen existencia individual y van confundidos con las fachadas y las aceras. En el macadán, remendado como una tela vieja, hay escritas fechas que indican las coladas sucesivas de alquitrán, pero quizá también nacimientos, citas, muertes. Más adelante, cuando recuerden este período de sus vidas, volverán a ver cruces de calles y portales de edificios. Han captado todos sus reflejos. No eran sino pompas irisadas con los colores de esa ciudad: gris y negro.


   Dibujando con ligereza el ambiente que luego envolverá a gran parte de su obra, Modiano se embarca aquí en un recuerdo, en una vuelta al pasado con la intención de alumbrar dos lugares, dos estancias vitales son al fin la misma. No se trata tanto de un repaso que otorgue sentido al presente de quien recuerda como de una especie de testimonio, de tránsito abrupto y algo grotesco, de la memoria de los días que supusieron el inicio —o el primer inicio— de las vidas de Odile y Louis, inicio con el que luego parecen marcar distancias, situándose en esa otra estancia vital, en esa otra existencia más estable, no sé si más resignada. Se mueven por un París que no se deja aprehender, por calles desdibujadas, entre claroscuros, por situaciones de las que parecen no poder escapar mientras se encuentren en ese tránsito iniciático, quizá con la silenciosa confianza en la fugacidad de esa etapa, en la cercanía del cambio.

   Modiano esboza la juventud como un tiempo difícil y algo apático; con la sensación de estar empezando algo, sin saber muy bien qué. Con la intuición de que hay que pasar. Y desde luego con una ciudad que parece poder devorar a uno, inexperto, en cualquier momento. Esa ciudad desapacible concibe y acoge una carrera frustrada, unas relaciones extrañas, poder, dominación, cambios de ruta. Acoge, sobre todo, la hasta cierto punto insípida vida de los protagonistas, mostrada a base de impresiones, de notas aisladas que tienden a relacionarse para conformar un esquema general donde los espacios en blanco, aunque no escondan secretos brillantes, son necesarios, son reales.


sábado, 11 de julio de 2015

«Alma», de Javier Moreno



   Creo que ya lo he dicho, pero hay cosas que no me cansaré de repetir: me fatigan los argumentos. Los acontecimientos de la vida apenas duran unos pocos segundos; a lo sumo, algunos minutos. Una línea o una página deberían ser suficientes para describirlos. El resto —la trama— no son sino extrapolaciones. La vida es una suma de acontecimientos carente de trama. Como mucho, podría hablarse de pequeñas convergencias que procuran la ilusión de sentido.


   Como una forma de dar cierto aire estético a la mirada, como un continuo y ligero recuerdo de grandes pequeñeces, como una recomposición casi arbitraria del mundo y de uno mismo, como una renovada forma de leer y de señalar la vida precisamente en lo que parece más superfluo, en lo que supongo que uno eliminaría al ir a contar algo: así se presenta este libro.

   Pero si contara algo habría una trama bien definida, y Alma es lo que es precisamente porque ha escapado —hasta donde pueda hablarse así— de cualquier trama al estilo convencional. Moreno ha ordenado su discurso sosteniéndose en mil pilares y a la vez en ninguno, transmitiendo una suerte de esencia completa y relativamente hueca, personal y común, un algo que parece incumbir a cualquier posible lector. De alguna manera, apuntando hacia lo menos relevante parece uno revelar tanto o más que cuando se intenta penetrar en el centro mismo del asunto. Alma puede leerse como un tapiz cargado de sentencias. A veces parece el entramado de algo parecido a familias de aforismos; pero quedarse ahí sería dejar de lado el elemento principal, el nivel superior que da unidad a todo eso y que lo conforma como algo más, como una imagen fragmentaria de miles de picos y significados que apuntalan la construcción como conjunto. Una imagen que, además de verse, es necesario leer, y que halla en la unión entre ambas cosas el sentido buscado.

   El narrador parte y se aleja de su propio yo, se cuenta a sí mismo distanciándose, contando entonces a otro, apuntando desde la realidad a la ficción y desde ésta a aquélla en un avance continuo, recogiendo lo ya dicho y añadiendo partes nuevas, tan anecdóticas como vitales. Así conforma la realidad y así la realidad conforma el relato, como si fueran —de hecho son— elementos inseparables. Pensamientos, recuerdos, observaciones, proyecciones, imágenes, datos, experiencias, ironías. Es un cosmos, un todo, una visión de conjunto, una panorámica; en este sentido sí hay una trama, cómo no. Puede ser un puzzle inacabable, una estructura que se podría erigir hasta el infinito, pero que encuentra —de alguna extraña manera— una concreción.
   Supongo que esta novela es, al fin, la confluencia de mil disparos en uno sólo que rastrea, sin pudor pero con algo de distancia, la vida desnuda —casi la vida sin vida— de cualquiera. Lo hace de forma sincera y directa, contando algunas cosas y sugiriendo o dejando entrever otras, con la idea de la literatura sobrevolando el relato y con una notable habilidad para tejer, tocando mundo, las relaciones entre personas, entre cosas, y entre personas y cosas e ideas que configuran, para bien o para mal, la vida moderna.