domingo, 26 de octubre de 2014

«El amante de la China del Norte», de Marguerite Duras


Primero lo más ortodoxo: Duras escribió esta obra sobre otra anterior, El amante, al conocer la muerte real (la novela es autobiográfica) del amante, y la escribe —qué raro— pensando en que sea más tarde una película.
Aquí la fuerza está, como otras veces, en todo lo que abarcan sus cortas oraciones, que dicen y hablan, casi a un tiempo. Crean imágenes, escenas tremendamente visuales; con unas pocas anotaciones y una puntuación bien medida se dibuja un conjunto de silencios, expresiones y miradas y significados que hacen girar toda la historia como un torrente imparable, sobre todo al inicio. Además (de nuevo como en otras ocasiones), la relación entre la niña y el chino se ve como una posibilidad de huida y a la vez como algo que encuentra impedimentos insalvables, como algo que no puede llegarse a asir por completo pero hacia lo que hay que ir sin remedio. Como algo que casi sólo valiera por el proceso, por el querer-llegar, pero como algo a lo que hay que aferrarse. Como un espacio donde cobijarse y rebelarse, donde intentar alguna especie de catarsis, aunque ésta pueda acabar truncada. Incluso se sabe o se intuye que no podrá concluirse (los elementos que conforman la escena ya llevan consigo la imposibilidad, una prohibición, un excitante que no llega a consumarse), pero hay que vivirlo. Es un conflicto que se presenta casi como necesario. Un torbellino, en el que confluyen tendencias e intereses, del que parece que los personajes no podrán salir indemnes.
De alguna forma se transmite esa escapatoria, ese profundo anhelo de renovación que se quiere lograr en esa conexión íntima, deseo violento que hace de centro en un embrollo de temas relacionados, historias marginales —un padre ausente, relaciones y disputas entre hermanos, diferencias culturales, proyecciones personales que chocan— que sirven para ubicar y fundamentar la historia principal, la relación amorosa entre la niña y el chino. En este sentido, funciona decentemente. Con todo, echo de menos la intensidad que otras veces mantiene Duras, la tensión que arrastra la trama de principio a fin. Quizá falle algo aquí por ese volver la mirada al pasado y narrar a la vez desde allí y desde aquí dejando a un lado otros factores que en otras ocasiones tiene más presentes. Tiene, sobre todo en el arranque del asunto, fogonazos de lucidez dignos de enmarcar, sentencias que parecen inmejorables para ese fondo y esa forma, pero luego todo viene a diluirse un poco y se deja llevar a un nivel más leve y mucho menos intenso. No es una mala novela. Pierde algo de intensidad y se extiende quizá más de la cuenta, pero —sigue siendo Duras, sigue escribiendo bien— merece la pena leerla y valorarla.

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