miércoles, 30 de julio de 2014

«Kassel no invita a la lógica», de Enrique Vila-Matas




Tenía muchas ganas de leer lo último de Vila-Matas (e ir luego con lo que me queda, claro, pero éste me atraía especialmente). Componía mentalmente, a priori, formas en las que, pensaba yo, podía haber entrado Vila-Matas en el peliagudo terreno de las vanguardias hoy en día, en el manido y poco adiestrado espacio del arte contemporáneo, en los extraños y cansinos debates que se dan sobre el tema. Y creo que he encontrado —la ha encontrado él, más bien— la mejor forma de abordarlo.
Voy a centrarme un poco, para no dar demasiadas cosas por hecho: en 2012 Vila-Matas es invitado a la Documenta 13 de Kassel para pasar una semana en un restaurante chino escribiendo a la vista del público. Para ser una atracción. Y para vivir la vanguardia, claro. De aquí saldrá el motor del libro, éste será el marco, pero sin duda la parte de hondo calado y de más juego se encuentra dentro, en el fondo, en el contenido, como si la Documenta fuera un mero pretexto para entrar en el tema del arte y de la vanguardia, o como si fuera lo que Vila-Matas necesitaba para poner en orden las cosas y divertirse escribiendo mientras arroja amables fogonazos de luz y despeja algún que otro embrollo, pasando siempre sin hacer demasiado ruido —el que cada uno quiera ver o reconocer, supongo, pues es fácil leer a este grande como un mero juego y como algo más, sin exclusión—, pero dejando bien marcada su huella y su lucidez.
Creo que Vila-Matas, más que dar una solución (¿a qué?) desbroza, en cierta medida, un panorama cubierto por brumas y por aparentes problemas, pero, claro, sólo aparentes. Es como si viniera a poner algo de paz y a otorgar al arte de vanguardia y al arte en sí la confianza que, no se sabe muy bien cómo o por qué, le ha sido arrebatada. Viene a poner de relieve los ritmos y las nuevas formas del arte, el intervalo en que se mueve y que le es natural. Y lo hace con la habilidad que lo sitúa por encima de tantos otros, con el discurso interno que otras veces me ha hecho no despegarme de sus libros, con la seriedad y a la vez el tono jocoso y distendido que le hace ser persona y personaje, o crear personas y personajes que pasen por la narración casi como empujados por esa corriente invisible que impulsa al propio Vila-Matas en Kassel. 
De alguna manera (y de una bien contundente) Vila-Matas dice lo que quiere decir pero mantiene por delante, como un velo movido por la brisa, una escena bastante más ligera y animosa que lleva en volandas el carro de la artillería pesada. Creo que aquí he visto con más fuerza algo de eso que me atrapó cuando empecé a leerle. Y no defrauda.
Al empezar esta incursión en Kassel es fácil recordar el curioso relato que concierne a Sophie Calle donde ésta le propone llevar a cabo en su vida lo que él escriba para ella. Más tarde el propio Vila-Matas lo saca a colación, y es que esto se acerca, aunque sólo sea en cierta forma, a aquello otro. El escritor va a vivir algo que le han preparado, algo que tiene un marco ya determinado, aunque eso no cierra las puertas a la libre actuación, a que la atracción kasseleana cobre vida. Se adentra en tierra de conceptos y equívocos, en la pasajera sede de la vanguardia, y parece inevitable el juego de referencias y paralelismos, juego irónico y fugaz. Parece que hay aquí uno de los puntos que posibilitan esta danza de hacer y decir, y de hablar y decir. De arremeter, con cierta sencillez y mirada aguda, contra las voces fatalistas que vienen condenando al arte y proclamando su decadencia y vacuidad. 
Diría mil cosas. Comentaría demasiados fragmentos del libro y demasiados aspectos adyacentes y creo que nunca me quedaría satisfecho. La mejor indicación es que se lea, que se entre sin muchas defensas en él. Y a ver qué pasa.

—No creo que la gente tenga ningún problema con el arte, en general no tiene ningún problema con la cultura, el problema lo tiene la política, que no sabe muy bien qué es la cultura. Que cuando no hay dinero simplemente la tratan como si fuese un plus, ¿no? Y ésa también es la lógica que hay que cambiar. Si los artistas son intelectuales, desde luego no son un lujo. Son una necesidad. Es más, pueden cambiarnos la vida. Y hoy más que nunca necesitamos otras voces porque las que estamos escuchando son pesadas repeticiones de lo que venimos oyendo toda la vida. Lo que nos conviene son ideas y una energía que sea diferente. Escuchar a los que formulan algo nuevo y darles confianza y decirles: «Ok, igual no acabo de entenderte, pero creo en lo que me propones, suena al menos diferente.» Hay que dar oportunidades a los silenciados y a los locos, decirles que adelante y no tener con ellos una mirada de desconfianza y de cinismo y de estar de vuelta de todo. Eso precisamente nos ha perdido, creer que está ya todo hecho y negarse a ver que todavía queda un arte ingenioso, complejo, sabio, que hace avanzar permanentemente nuestros límites. Hay que escuchar a los artistas, nunca como en nuestros días han sido tan necesarios. Son lo contrario de los políticos. ¿Te acuerdas de Flaubert cuando cuenta en una carta que va a palacio y se presenta ante el príncipe Napoleón, pero éste ha salido? He oído cómo hablaban de política, escribe Flaubert, les he escuchado y es algo inmenso, ¡es tan vasta e infinita la Estupidez humana!

domingo, 27 de julio de 2014

«El animal moribundo», de Philip Roth




Lo he leído del tirón. Creo que pocas veces he alcanzado niveles tan intensos de lectura, implicándome tanto. Debe de ser porque Roth entra con una saña reflexiva en temas que otras veces he husmeado y casi agotado. Pero sólo casi. Además la escritura es algo así como concisa y electrizante, adictiva, y no sólo porque uno, lector, sea el interlocutor directo del protagonista, casi su confesor, sino porque Roth escribe maravillosamente bien. 
Puede que al menos el tema sobre el que gira todo el desarrollo sea la crónica del cazador cazado, pero no es eso, o no sólo eso, no del todo. Ese eje es la crónica del cazador que conoce su talón de Aquiles pero que no puede evitar el desastre, un relativo desastre, por otra parte, que hace de alguna forma que se complete —aniquilándolo desde dentro— el compuesto cuerpo-mente. Que ese animal llegue a su último tramo. Porque Kepesh es un compuesto de cuerpo y mente, espacio intelectual y carnal con altas dosis de cada cosa. Tiene sesenta y dos años, es profesor, crítico de arte y literario, tertuliano, una especie de cerebro consagrado que busca su huida vital en lo físico, en el sexo. Jóvenes alumnas. No importa cuánto sepas, no importa cuánto pienses, no importa cuánto maquines, finjas y planees, no estás por encima del sexo
Pero no es una obsesión sin más, no un desenfreno ciego o con aire a viejo desesperado. Está, siendo eso, muy lejos de eso. La forma adopta aquí un papel importante. La forma en que se escribe y la forma en que se da la relación de Kepesh con una joven (ex) alumna, la manera en que el contexto quiere influir en el asunto, la manera en que todo cobra un sentido, y hasta un sentido ético al margen de toda otra composición, es extraordinaria. Kepesh es un esteta agudo, fundamentado, entrenado, leído. Un viejo duro. 

Así pues, comprendes que tiene conciencia de su poder pero todavía no está segura de cómo usarlo, qué hacer con él, incluso hasta qué punto lo desea. Ese cuerpo aún es nuevo para ella, todavía lo está probando, estudiándolo, un poco como el chico que va por las calles con un arma cargada y ha de tomar la decisión de si la lleva para defenderse o para comenzar una vida delictiva.
Y es consciente de algo más, algo que yo no podía saber cuando la vi por primera vez en clase: considera la cultura importante, de una manera reverente y anticuada. (...) Está ahí en pie, a la espera de la sensación nueva y sorprendente, el nuevo pensamiento, la nueva emoción,y cuando no llegan, nunca, se reprende a sí misma por ser inadecuada y carecer...¿de qué? Se reprende por no saber siquiera qué es aquello de lo que carece.

Es el inicio de la aventura, de la vejez que tiende a una sórdida experiencia. Una vejez que se palpa, que se siente pasada y al mismo tiempo presente, que aún es, no ha dejado de ser, el haber sido sólo le otorga más recursos y una sonrisa curtida. Es el paso del tiempo que viene a imponerse sobre Kepesh y con el que él juega, o intenta sobreponerse. A pesar de que mantener una relación con una mujer tan joven no sea nada fuera de lo común para Kepesh, Consuelo va a desestabilizar su mundo, su atalaya dominadora. Es un equilibro algo macabro, arriesgado y emocionante. Un equilibrio que viene a vincular, en varios puntos, sexo y muerte. Vida y muerte llevados a los márgenes de la supuesta norma, y exprimidos allí de forma natural, sometiéndolos a diversas reflexiones; algunas de ellas van a aclarar el camino y otras puede que lleven consigo la perdición misma, el agotamiento de esos caminos finitos. Consuelo va a truncar la forma de vida de Kepesh y al propio Kepesh cuando logre que él mismo rompa esa distancia que le permitía antes manejar la situación, mantenerse en su estadio estético algo alejado de lo mundano y de las ataduras. 
Surge el vínculo afectivo-amoroso y quedan fuera de juego la distancia y el goce. El animal moribundo sigue en pie, no tanto la energía que le permitía erigirse y establecerse como animal y como moribundo.

Hay que leerlo, conviene leer esto.

«Hiroshima mon amour», de Marguerite Duras




Tenía muy en mente a Marguerite Duras desde que leí París no se acaba nunca. Ahora puede que sea o vaya a ser en poco tiempo una de esas pequeñas-grandes obsesiones que me hagan asaltar su obra sin mucha piedad y delirar un poco. Pero no importa. Hasta lo agradezco. No sé. Aquí he encontrado algo distinto, una forma de exposición que me abre muchos caminos formales muy atractivos. El material literario para la película. Y hasta cierto punto extraño. Es de amor, pero también es de Duras, y eso no encaja totalmente, no a la perfección. O quizá sí, quizá con esa visión fragmentada y difusa. Tenía que ser bueno. Es un amor —como cualquiera, diría la autora— que nace de la agonía, de la muerte, de las cenizas. Hiroshima y amor y fragmentación, imágenes desgajadas, conversaciones que se sustentan en puntos que a menudo no son explícitos, no se ven, pero se sienten como trasfondo.

Este es uno de los principales designios de la película, acabar con la descripción del horror por el horror,  pues esto lo hicieron los japoneses mismos, pero hacer renacer este horror de esas cenizas inscribiéndolo en un amor que será forzosamente particular y "deslumbrante". Y en el que se creerá más que si se hubiera producido en cualquier otra parte del mundo, en un lugar que la muerte no ha conservado.
Entre dos seres lo más alejados geográficamente, filosóficamente, económicamente, racialmente, etc., que puede estarse, HIROSHIMA será el terreno común (¿el único en el mundo quizás?) en el que los datos universales del erotismo, del amor y de la desdicha, aparecerán bajo una luz implacable. En cualquier otra parte que no sea HIROSHIMA, el artificio se impone. En HIROSHIMA, no puede existir, so pena, además, de ser negado.

Muchos conceptos y relaciones aparentemente lógicas se vienen abajo. El amor que se da no es el amor que conocemos y —menos mal— tampoco uno de película, no uno de manida ficción. Por eso hablar como se habla aquí de amor, en estas condiciones y de esta forma, resulta extraño. Extraño y altamente atractivo. A veces da la sensación de ser una sucesión rota y luego resuelta, que sigue, una especie de cadena de alguna forma coherente que se eleva en su existencia fugaz, pasajera, que se va abriendo y mostrando conforme la técnica hace de ella una altísima muestra literaria, de relativa locura y respuestas secas.

viernes, 18 de julio de 2014

«Mis dos mundos», de Sergio Chejfec


Asistí en mayo a la presentación del último libro de Chejfec, Modo linterna —al que pronto dedicaré otro post—, que llevó a cabo Miguel Ángel Hernández en AB9. Un rato antes de ir rastreé noticias y blogs sobre Chejfec y vi a Vila-Matas hablar bien de él. Primer motivo para no desaprovechar la ocasión de escucharle. Primero y suficiente, para qué mentir. Creo que sólo con eso habría ido a verlo y habría leído aquel libro, pero es que además la presentación me gustó mucho y disfruté tomando algunas notas. Compré allí mismo el libro y salí deseando leerlo, como si me estuviera perdiendo algo demasiado importante y no pudiera entretenerme en nada más. Con todo, Miguel Ángel tenía allí también éste, Mis dos mundos, del que también había leído antes de ir, y por algún motivo me llamó la atención casi más que el que estaban presentando. Y no me he arrepentido de hacerme con él.

Aquí, Chejfec, mediante una observación detallada y minuciosa, se interna en pensamientos peregrinos, se va formando junto con el entorno y sus derroteros con marca propia. Va entrando en escena. Hay una especie de mezcla entre lo fugitivo y lo estable, entre lo que pasa y aquello que viene a quedarse, o que directamente está aquí. Una experiencia (densa, dice él mismo). Es como caminar e ir viendo cosas nuevas y dejando otras olvidadas, pero todo sobre una superficie que te acompaña continuamente. El tipo camina y se va formando precisamente por caminar, por sentirse autónomo, por ir configurando la ciudad y el parque según avanza, por ir formando (o desplegando) su propio mundo mental, aunque este mundo se vaya enrareciendo y haciéndose poco a poco más complejo, como un lienzo que mira a no se sabe bien dónde.

De manera entonces que mis días son escenificaciones de vagabundo sin apremios; la vida regalada que transcurre en la calle como el dandy asomado a un mundo ajeno, donde sin embargo no encuentra la evasión esperada.

El personaje de este relato, supongo que trasunto del propio Chejfec, es un caminador sin apuros. Y un descubridor, diría. Ejerce un análisis casi inocente pero implacable de la (de su) realidad, de esa realidad que anda y observa con él, que también pasa. Parece que la idea de movimiento late con fuerza en todo el libro, y a la vez esa sensación de estaticidad, si puede decirse así. Ese discurso interno que es mucho más extenso y rico que el superficial, mero pretexto para poner en marcha la maquinaria literaria de Chejfec. Es un andar vinculado muy de cerca con la literatura. Porque a veces el recuerdo de lo que se leyó corrige la experiencia concreta, y después la nueva experiencia es, antes que algo físico, la actualización de la lectura... Eso es. La crónica de un caminador, el relato de una experiencia, la prueba de una vivencia asombrada, lenta y cerebral, que va analizando y relacionando consigo mismo y con su mundo interno los elementos que toca de cerca. Una experiencia que remite a la idea de extranjería. El caminante no es de ese lugar —ha ido para evadirse, para disfrutar de su soledad, para caminar y alejarse—, tampoco se siente de ahí salvo quizá por pequeños destellos familiares que activan un recuerdo, o una hipotética proyección futura que le hacen sentirse él. Son pequeños rastros que crean un ambiente, ambiente que conforma esa dualidad como un todo: Los parques y paseos me separan del tiempo y me instalan en una dimensión diferente, alterna, compatible obviamente con la verdadera, digamos, o en todo caso efectiva, pero aislada y a veces autónoma. 

Me parece que con Chejfec la idea de relato, incluso la de novela —las que yo tengo o tenía—, sufren un cambio. La estructura se expande, la narración ocupa intersticios antes deshabitados o pasados por alto, y Chejfec viene a posar su mirada sobre ellos y a hacer así una escritura inteligente que se abre sus propios caminos, que merece la pena leer y que merece también ocupar su sitio —por fin— en el panorama literario actual.

«Cuaderno [...] duelo», de Miguel Ángel Hernández


No esperaba encontrar lo que encontré aquí, no sé muy bien por qué. Imaginaba otra cosa, incluso lo abrí con cierto recelo. Pero me absorbió. Ha acabado el pobre libro lleno de páginas dobladas y señales y notas sueltas, provocándome una sensación un poco extraña. Como si hubiera cosas evidentes que sólo después de leídas resultaran serlo. Como un destape con voz suspendida. Lugares comunes que no lo son, o que se tornan ligeramente diferentes, actualizados, con un enfoque que parece barrerlo todo —con buena mano y consiguiendo con una cierta y sólo cierta distancia que el sentimiento no empañe, no desvirtúe el relato—, con una puntuación y una cadencia que ayuda en mucho a toda la composición. 
No quedándose tranquilo con salvar ese aparente obstáculo, Hernández logra que el tiempo y la palabra, la escritura, regresen, de alguna manera, a su cuna, quizá para ordenar momentos o estancias, para mantenerlas vivas. Donde parece, sobre todo cuando la herida es demasiado reciente, que las palabras no tienen ninguna función y resultan vacías e inútiles, ese distanciamiento, tanto temporal como, diría, mental, les ofrece de nuevo un poder que quizá nunca perdieron. Quizá la palabra seguía viva y seguía donde siempre, pero también ella necesita su momento y su forma. Parece que en relatos como éste es cuando uno percibe con mayor claridad la necesidad del estilo, de que que la forma domine el fondo, la importancia de la acción de escribir.
El olvido, la zozobra, la lucha mental, la tregua, las percepciones, la materialidad, la nada. La relación que la escritura crea entre nosotros y el mundo, entre nosotros y las cosas y las franjas que nos separan, también entre nosotros y los hechos. Puede que sea algo como escribir para entender, para volver a pasar por el filtro y hallar cosas nuevas, o para hallarlas mejor.
Lo llamo relato porque, sinceramente, aún no sé bien cómo hacerlo. Es una forma de volverse a hacer, de volver a ser, de usarse incluso. Es extraño. Como un ensayo sin error, un ensayo que no admite error. Podía haberse hecho de otra forma, atendiendo a otras proyecciones, pero tal como está parece que sea esto. Y ya. Una purga. Una verdadera necesidad. Una muestra que pone en relación la vida y la muerte, lo inefable, la ruptura. Y la comprensión.
Cuatro capítulos o apartados que responden a una misma razón, razón que se va desdibujando o viendo desde perspectivas oblicuas. Arranca con el impacto de la muerte de la madre, pasa por un relato que vuelca la mirada en Cézanne (y, como él, en esos malditos artistas, que nos arrebatan el mundo), plasma un recuerdo inquieto sobre la muerte del padre y acaba con un cierre que parece volver al inicio, a la impronta de la literatura, al origen de su propio relato y de él mismo. Al laberinto, a la búsqueda, al vacío, a la confusión, a la escisión, a una relativa resignación.
Probablemente sea de los mejores descubrimientos que haya hecho este verano.

martes, 15 de julio de 2014

«Curso de filosofía en seis horas y cuarto», de Witold Gombrowicz



   Por primera vez la filosofía toca la vida.


   Resulta (un poco) extraño, pero muy tentador y sugerente. Gombrowicz está moribundo, desesperado, y acepta más o menos de buena gana la proposición de De Roux: dictar un curso de filosofía del que éste y la mujer del propio Gombrowicz serán alumnos.
   Y entonces viene lo relativamente extraño y sugerente. Parece que la filosofía sólo cabe en según qué situaciones, y en alguna de esas situaciones adquiere —o se le da— giros curiosos. Si Gombrowicz ataca el intelectualismo, de alguna manera abstracto, o la situación del pensamiento en una estancia demasiado lejana a la vida como tal, la situación en la que se encuentra parece que le da impulso para dictar unos apuntes que tienden a esa perspectiva más existencial. La filosofía surge y regresa a la vida. Gombrowicz se muere, pero sus apuntes rezuman una visión vital, vibrante. Unos apuntes distendidos, concisos, mutilados, incompletos, irónicos por momentos —uno lee ciertas cosas e imagina al enorme y pobre Gombrowicz riéndose en su lecho de muerte, haciendo de la filosofía la herramienta que ha llevado siempre buscando, alejándola del academicismo cerrado y rompiendo y reformulando fronteras—, superficiales pero concienzudos con su objetivo, claros y con fogonazos de lucidez.

   Uno —lector, quizá estudiante de Filosofía— lee a Gombrowicz, asiste a la forma en que trata el arranque de la filosofía moderna y a las observaciones poco casuales que ofrece y quiere haber sido su alumno, quiere verse en un aula con él como profesor y destrozar los apuntes que, a falta de Gombrowicz, tiene sobre el asunto. Es algo descorazonador, pero al menos contamos con su legado.


sábado, 12 de julio de 2014

«Invisible», de Paul Auster


Auster tiene un encanto muy particular, una fluidez que te acompaña a lo largo de la narración sin obstáculos de ningún tipo. No parece que llegue a puntos de intensidad como los de Vila-Matas, citado en esta novela; su fuerza es otra, sin que por ella sea menor. En esta reciente novela despliega con sutileza una historia rutinaria jugando con personajes, con realidad y ficción, con suspense, con diferentes enfoques y narradores (casi a modo de taller de escritura, diría) y con una trama que hunde sus raíces en ciertos arranques vitales y asaltos metaliterarios. Puede que esta novela sea una bocanada de aire fresco para un Auster que antes se tambaleaba. Puede, con todo, que sea una muestra de aquello que dice Vila-Matas del triunfo del estilo sobre la trama, aunque me temo que no es éste el mejor ejemplo que podría tomarse. Creo que aquí destaca mucho más la escritura de Auster como técnica bien esculpida que como estilo arrollador que arrastre la trama, que la lleve tras de sí con esa fuerza tan literaria. Sea como sea, reconforta ver que no se acaba ahí la cosa. Hay algo —algo invisible— que consigue guiar la historia para que no sea una mera historia, que la va cohesionando y le ofrece trasfondo: ese motor invisible, esa curiosidad por reconstruir la historia, por hallar y encajar las piezas que faltan, por dar con la verdad, por descubrir la cara oculta de éste y aquél, los entresijos de un juego de máscaras y fuerzas. Ese recuerdo y esos testimonios más o menos acordes que conforman una historia que de todos modos cuenta con lagunas o relativas incógnitas. Unas incógnitas que juegan en dos niveles, que se superponen y completan y que aun así no pueden solventar todos los recovecos que una historia con cierta base real tiene, o debe tener. Supongo que si no fuera así, si todo estuviera claro, perdería bastante.
Walker parece aquí un reflejo distorsionado del propio Auster. 1967, veinte años, estudiante en la Universidad de Columbia, proyecto de literato. Una noche conoce a Born, profesor de la universidad, y a Margot, su pareja. A partir de ahí todo irá liándose; Born le ofrece a Walker asumir los gastos para fundar una revista literaria que él, Waker, dirigirá. Esta iniciativa tocará a su fin aun sin empezar cuando Born acuchille a un joven que intentaba robarles; Walker pondrá distancias con el profesor y, casi de rebote, la intensa relación que había surgido de forma poco casual con Margot también se ve más o menos truncada. Pero todo y aquí todo es el conjunto de la historia como tal, como estructura formal— llega a otro nivel cuando vemos que Walker envía ese escrito a un viejo amigo para que le ayude a continuar. Es aquí cuando se inicia el juego de narradores y proyecciones e historias y personajes. La realidad sufre una especie de colapso al ser así contada y, sobre todo, cuando Walker deje sin acabar el tercer y último capítulo de la novela.
Las historias empiezan a cruzarse y a entretejer Auster un flujo tan vital como literario. Seducción, tensiones casi controladas, juegos de identidades tanto en la propia historia como en la (super)estructura. Una historia dentro de otra historia que le da forma y colabora en su juego. Es probable que en este sentido el mayor logro de la novela sea ese otro nivel, ese juego literario y ese elemento invisible de trasfondo para dejar en segundo plano la trama en sí. Parece que ésta no tiene tanto poder como el dominio, como la técnica que demuestra Auster.
Por alguna razón no puedo comprometerme con la novela como lo hago en otras ocasiones. Puede que esperara más de ella, o puede simplemente que viniera buscando otro trasfondo. Sea como sea, no puedo desmerecerla. Es una gran obra y Auster uno de los grandes.

jueves, 10 de julio de 2014

«Ampliación del campo de batalla», de Michel Houellebecq



A ti también te interesó el mundo. Fue hace mucho tiempo; te pido que lo recuerdes. El campo de la norma ya no te bastaba; no podías seguir viviendo en el campo de la norma; por eso tuviste que entrar en el campo de batalla. Te pido que te remontes a ese preciso momento. Fue hace mucho tiempo, ¿no? Acuérdate: el agua estaba fría.

Primera novela de Houellebecq. Un tipo que tiene la maldita habilidad de meter los dedos en tus entrañas y jugar con ellas. Retorcerlas un poco y crear cierta inquietud amarga, como si la dureza de su voz respondiera a una realidad igual de dura que sin embargo él narra con relativa indiferencia. Con mordaz indiferencia. Esta novela...o este libro...es extraño. Houellebecq parece nadar siempre en el mismo terreno, aunque con enfoques distintos; aquí muestra la imagen de una sociedad definida pero con grietas, con hastío, con una desesperanza seca, con mucha ausencia, cuyo narrador va camino, y de momento sólo camino, de la desesperación o de la depresión. El desierto se va infiltrando en las mentes, quizá se reconoce en la mente colectiva aunque sea el narrador quien lo sufra. Las relaciones humanas se van haciendo imposibles y van desapareciendo. La sociedad se rige por el liberalismo económico y sexual, bastiones de la ampliación de ese campo de batalla en el que uno juega, quiera o no. Los individuos responden a una especie de automatismo que apetece destrozar, según qué lectura se haga. El aire está marchito, pastoso, putrefacto. Decadencia, sometimiento. Humanos que son poco humanos. Una moral la del narrador que va encontrando sus propias flaquezas e introduciéndose él mismo en ellas con media sonrisa socarrona. Es la inercia. O lo único que queda. La impotencia ha llegado.
El narrador se mantiene como observador distante y anónimo, relativamente excluido del panorama capitalista, que avanza sin cesar. Observa y analiza, con humor, con sarcasmo, con crudeza, la gente con las que se topa. Hay una especie de pesimismo activo en toda su panorámica que va marcando los puntos de su análisis cadavérico.

Desde hace años camino junto a un fantasma que se me parece y que vive en un paraíso teórico, en estrecha relación con el mundo. Durante mucho tiempo he creído que tenía que reunirme con él. Ya no.

martes, 8 de julio de 2014

«Fuera de aquí. Conversaciones con André Gabastou», de Enrique Vila-Matas


Este libro es la excusa perfecta para hablar de Vila-Matas como un todo y no ya enfocado a uno u otro libro. Parece que hace tiempo que perdí el miedo —creo que sólo en un principio muy temprano lo tuve— a decir que Vila-Matas marcó un cambio en mi paradigma de lector. Primero fue su destreza narrativa, después vino todo lo demás, todo junto y sin mucha compasión. De pronto abrí los ojos y me topé con una enorme concepción literaria que yo no conocía y que superaba por entero mi horizonte intuido. Una puesta en marcha que me hizo reparar en muchas cosas hasta entonces obviadas o no reconocidas, una concepción a la que me costaba acercarme y que aún hoy, de tanto en tanto, me sigue costando, pero que me llamaba poderosamente y cuyos temas, me dije, eran fundamentales. Seguramente esté ahí uno de los motivos por los que sigo con tanto interés su estela y por los que leo con atención casi enfermiza su obra y todo lo que de él o sobre él encuentro. Cuando la maquinaria se pone en marcha, parece que no hay quien la pare. De él he tomado una forma de ordenamiento literario, relaciones intertextuales —cómo no—, incontables referencias, estructuras, e incluso, aunque pueda parecer extraño, un algo de análisis literario.
Fuera de aquí es un repaso más o menos profundo y claro a su obra mediante conversaciones con André Gabastou, su traductor al francés. Es una ocasión para acercarse a un Vila-Matas que con mucha probabilidad viene a desbrozar la especie de nebulosa que a veces se tiende sobre sus libros y a abrir camino de forma sencilla a quienes pretenden acercarse a él. Me parece que muestra una cara bastante completa y coherente, indagando en su forma y en su fondo, en el porqué de lo que hace. En qué es todo esto que nos rodea y que parece que es o quiere llamarse literatura, que se cultiva en un panorama más o menos desolador y que busca echar raíces casi donde sea. Es fascinante la extensión de esa idea de no pertenecer como tal a ningún lugar y a todos a la vez, como es fascinante que Vila-Matas también escriba —incluso sin el también— historias de carne y hueso además de las puramente literarias —si pueden llamarse así—, historias que uno puede palpar y puede sentir como suyas, que corren como una brisa fresca.
A modo de inventario va pasando la mirada por lo escrito hasta ahora y por cuestiones adyacentes a cada libro, donde uno va adentrándose en eso que decía antes de Vila-Matas como un todo, como un enorme relojero que jugara con varias piezas y múltiples agujas. Todas, de alguna forma, conectadas entre sí o, al menos, con una línea común. Rompiendo fronteras, ampliando los límites de la novela y ensanchando el panorama literario actual (diría que incluso mirando atrás y proyectando una visión renovada y con mucho que ofrecer).
Algunos de los textos y de las observaciones que hay en el libro pueden verse también en su página web (creo que pocos escritores tienen una web tan bien trabajada).
Asomarse al vacío es un poco menos doloroso si te muestran el camino con una lucidez tan emocionante.

lunes, 7 de julio de 2014

«Ordeno y mando», de Amélie Nothomb




—Desde Kafka, está demostrado: si no eres paranoico, eres culpable.

A veces parece que determinados libros caen en manos de uno de forma poco casual. Parece, digo. Últimamente me asaltan las imposturas y los juegos de sombras e identidades y frustraciones secas. Buscando ayer algo de Nothomb vi ésta y no me lo pensé mucho. Creo que ésta es una de sus novelas menos sangrantes y casi más livianas, aunque sólo sea porque la estructura y la línea no se acercan tanto a ese bofetón (o bofetones) a los que acostumbra. Aquí el juego más interesante circula a otro nivel, quizá ocultándose con cierta sutileza —o sin tanto descaro— tras la excéntrica trama superficial.
En una cena a la que ambos iban invitados, alguien le dice a Bordave que si un invitado muere de súbito en su casa, llame a un taxi y no a la policía ni a emergencias. Así se evita uno problemas. Los periodistas siempre tendrán a mano el murió de camino al hospital y las sospechas se situarán lejos del anfitrión y de su casa. A la mañana siguiente, como parece que era de esperar, un tipo aparece pidiendo ayuda en casa de Bordave y a los minutos cae muerto al suelo. Bordave recuerda entonces la noche anterior y se la juega: cambia de identidad. Puede cambiarse perfectamente por el muerto y realizar un completo cambio de vida, de casa, de mujer, de situación. Ya Bordave no se acuerda de Bordave, él no es él. Un juego de identidades en el que no deja de haber algo extraño, algo demasiado casual que irá poniendo en alerta al personaje y marcando el rumbo de la impostura. Es como si la atención, la importancia, pasara de la posible resolución al propio rodaje de lo que ya está en marcha. Una usurpación, una aceptación más sentimental que racional, una huida, un juego de artimañas que permite la inercia que se requería para seguir avanzando. Bordave pasa de tener una vida insulsa y frustrada a tenerlo todo y, adquiriendo otra identidad y de forma casi automática, rompe ataduras y vive una libertad que no conoce. La mentira como motor y justificación de los hechos. Una culpabilidad inexistente ha llevado al protagonista a sumergirse en una vorágine que parecía de alguna forma inevitable, e igual ha sido mejor así.
A veces me planteo esto del vuelo raso y rápido que suele llevar Nothomb en sus novelas. Aunque parece claro que hay puntos bastante más fuertes que otros, no puedo decir que no me guste la autora y que no merezca (mucho) la pena. Tiene giros maravillosos y despegues de vértigo, brillantes, aunque no siempre mantenga el tono. Pero es probablemente de esas personas a las que siempre viene bien leer y ver cómo lo pasa en grande escribiendo, y claro, disfrutar nosotros con ello.

sábado, 5 de julio de 2014

«Una casa para siempre», de Enrique Vila-Matas




Me parece que aquí puede verse a un Vila-Matas abriéndose paso en su propio panorama, forjando o perfilando algunos aspectos sueltos del mundo vilamatiano. Aunque sea esto así, para nada deja de ser interesante. De hecho da la impresión de que los balbuceos (ya avanzados, es cierto) de Vila-Matas superan en mucho a los discursos ya maduros de otros escritores. 
Unos niños y un crimen, un ventrílocuo (o un vasto eco de ventrílocuo que se va extendiendo, no sabría decir), un cuento, algún juego de identidades y ficciones... Los temas de estos doce relatos sirven de guía, pero puede que no conformen la pieza más importante. Hay un eco de fondo que los une y les da un enfoque distinto, una melodía común. Un eco que hace pensar que el libro —que puede leerse como una novela, dice Vila-Matas— podía haber sido mucho más extenso, que el discurso se va haciendo conforme se escribe y que se torna inagotable. Que está, como otras obras de gran talla, inacabada, y que es inacabable. O casi.
Son unas memorias fragmentadas, incluso fragmentarias, que van moviendo los hilos de una escena múltiple que se va cohesionando según avanza y que van poniendo en marcha los engranajes literarios ya conocidos. 
Si el drama de muchos escritores estriba en encontrar su propia voz, el de este ventrílocuo es precisamente tener una voz propia que dificulta su labor. Pero no la de Vila-Matas. Porque esa misma voz, con sus pertinentes variaciones, llega a puntos bien altos y logra —debe de ser lo que más me llama— aquella escritura que dispara en muchas direcciones y que resulta estimulante. Que dice y habla, y lo hace con habilidad.

Mi padre, que en otros tiempos había creído en tantas y tantas cosas para acabar desconfiando de todas ellas, me dejaba una única y definitiva fe: la de creer en una ficción que se sabe como ficción, saber que no existe nada más y que la exquisita verdad consiste en ser consciente de que se trata de una ficción y, sabiéndolo, creer en ella.