domingo, 29 de noviembre de 2015

«El instante de peligro», de Miguel Ángel Hernández




   Cuarenta y seis minutos de metraje que mostraban sin aparente diferencia la misma sombra, el mismo muro, el mismo bosque, el mismo plano fijo, la misma inmovilidad en cada uno de los segundos filmados.


   Ese es el motor de la historia. O, al menos, el desencadenante de una historia que abarca más que lo estrictamente relacionado con esas películas, con la imagen; con lo que puede contener una imagen. Anna Morelli se hizo en un anticuario con esas películas y con una serie de fotografías y con ellas pretende llevar a cabo un proyecto en el Clark, donde Martín, el profesor —ahora desencantado con el arte y la academia, ya estuvo hace años, y adonde ahora volverá casi como si sintiera que no puede hacer nada mejor, que el fracaso y la decadencia van a terminar con él. Acepta a ciegas.

   Miguel Ángel Hernández se hace con un yo narrativo que comprende, si acaso porque no le queda otra, que no puede abordar un proyecto así sólo con una parte de sí mismo. Es un yo que ilustra perfectamente —durante el transcurso, a lo largo de la búsqueda— la necesidad de la propia exposición, quizá, de alguna manera, esa escritura —y algo más— a la que Bataille se refería como la forma de conectar plenamente con el lector: ponerse uno mismo en juego, dar uno tanto como exige al lector, darse al abismo. Seguramente haya que comprender la novela teniendo presente esa idea del yo (narrativo) como un todo indisociable, como un conjunto de piezas interconectadas que necesitan, al menos hasta cierto punto, unas de otras para seguir funcionando. Hay que entenderla como algo que se expone con lo más intenso de sí mismo. Es entonces un complejo donde todo está involucrado. La historia, el pasado, las relaciones, las heridas, el sexo, los conocimientos, los argumentos, las ideas, los motivos de que cierto presente sea como es. Vasos comunicantes. La ficción, claro, ofrece infinidad de posibilidades, y aunque parece obvio que Hernández está, al menos en ciertos puntos, en la novela, en el narrador —sus obras, sus motivos, su visión—, la narración permite y exige la fusión —a veces la confusión— del autor y del narrador, el avance continuo de ambas fuerzas así combinadas. Es el juego literario, la búsqueda personal, la incursión en la realidad a través de la ficción.

   Lo que ha de hacer entonces Martín es escribir una historia para esa serie de imágenes; escribir la historia. Leer unas imágenes ya vacías. Conferirles un significado. Ahí empieza el regreso, la memoria, la redefinición de la propia historia. Se ve claramente en la idea de misiva. La novela es una larga y sincera carta a Sophie, un viejo amor al que parece que debe algo. Sophie es una presencia constante, buena parte del motivo de que el relato sea así. Martín le escribe la historia de esas imágenes, la historia de la estancia en el Clark, la historia con Anna. Su historia, al fin. Martín hace justicia, de alguna forma. Quizá a sí mismo —y ahí entran las cosas que lo conforman, todo—.

   Por un momento, mientras la observaba, pensé que el amor y el sexo se resumen en una especie de teoría de la mirada. Desde mi regreso a Williamstown todo estaba relacionado con mirar y saber ver, con percibir la presencia de algo invisible en las cosas que miramos. Ver lo que sólo a veces puede ser visto.

   Martín tiene que contar algo. Recordar, conformar la historia. Implicarse. Escribir. La escritura no puede ser un ejercicio aislado, incomunicado, sin influencias de distinto tipo, por mucho que uno quiera. Martín contempla el tiempo dilatado; las películas muestran la misma escena todo el rato, pero el tiempo pasa y las imágenes así lo expresan. Es casi imperceptible, pero algo transcurre y parece que uno no puede entender esas grabaciones si no las ve por completo, aunque el enfoque, la imagen sea siempre la misma. El bosque, el muro, la sombra. Esa especie de observar y ver algo más es lo que mueve la historia de Martín. Lo que mueve a Martín.

   Anna trata de buscarse en los otros, ganar una identidad; Martín, en principio, de escapar, de alguna forma, de sí mismo, de su presente. Anna destruye la parte más evidente de las imágenes para lograr ver lo que hay en ellas. Martín parece que necesita realidad; necesita, realmente, quemarse para ver, implicarse sin concesiones. La idea, quizá, es que Anna viva la historia y Martín la cuente, aunque las fronteras entre una y otra cosa no están especialmente definidas. En cualquier caso, late la idea de que la verdad está en esas sombras. Hay que contar con la teoría, con las relaciones entre tiempo y arte y con las pulsiones más humanas, con la vida. Con las íntimas relaciones entre vida y arte. Martín intenta salvar la historia de las imágenes para salvar —o al tiempo que salva o entra, para poner en orden— su propia historia.

   El arte volvió a poseerme. Es curioso que para hacerlo hubiera tenido que transformarse en vida.

   Como si hubiera que contar con el pasado para tener un presente o para comprenderlo y a la vez escribir el presente para rescatar el pasado, y de nuevo Benjamin: La imagen verdadera del pasado es una imagen que amenaza con desaparecer con todo presente que no se reconozca aludido en ella. Hay una especie de comunión ineludible si uno quiere seguir avanzando, no desaparecer. Porque quizá uno no sea sino su relato, un relato múltiple que se vale de una ficción que permite contar unas cosas y velar otras, un relato que reconoce, de alguna forma, que uno goza de cierta libertad para construir —o reconstruir— su historia.

   Hernández ejerce, con aquel yo narrativo, un regreso a sí mismo, una forma de contar la historia desde dentro de la propia historia, porque ha entendido que probablemente es esa la única forma posible. Avanza sobre las huellas de Walter Benjamin y la novela podría verse, a distintos niveles, como una especie de duelo borgiano, de uno o de una serie de momentos decisivos; el avance hacia un encuentro inminente que efectuará un reordenamiento en la propia historia, la de uno mismo —que es, al fin y al cabo, la que se busca, la única—; un momento que ofrecerá un sentido —y un cambio— a todo y que, sin embargo, mantiene ciertas sombras, ciertas zonas inaccesibles que siguen latiendo, quizá para mantener viva la historia incluso cuando no haya recuerdo, cuando nadie las busque.


jueves, 12 de noviembre de 2015

«Acontecimiento», de Javier Moreno



   Al principio fue la frase: Si deseas que lo nuestro siga adelante tendrás que buscarte una amante. 

   Luego el trance, la reflexión, la crítica, el detenimiento, la consciencia, la observación y la puesta en valor de la vida y de las relaciones de forma distante, rápida, analítica, ácida, pasajera, modernísima. La vida sobrecargada e inmediata, la vida llena de gestos y palabras y tics que uno abre y explora para aclararlos o sentenciarlos, conceptos ligados a la vorágine.
   Además, una concesión: el protagonista, publicista afamado, acepta darle voz a Urdazi, ser su community manager. Le irá enviando por correo lo que serán sus nuevos estados de Facebook y mantendrá con él cierto tira y afloja. Alojar balas en la rodilla derecha de ciertos magnates está bien, pero falta hacerlo público, compartirlo, es esencial que la gente esté al tanto del ideario y de la estrategia terrorista. El terrorismo parece necesitar innegablemente el poder de la publicidad.

    La publicidad creando, conformando y multiplicando deseos, transmitiéndolos de unos a otros, haciéndolos pasar por propios. Que uno se sienta auténtico. Dueño de sus inclinaciones.

   Hay alguna profunda y extraña relación entre la frase y el hecho de aceptar el nuevo encargo. El impacto y el deseo —la necesidad— de experimentar, la sensación de haber llegado tarde, lo inhóspito, la tentativa, el y ahora qué, la emoción, el riesgo. El protagonista tiene que reajustar con urgencia algunas piezas de su existencia —sea lo que sea o como sea la existencia en este mundo, aquí y ahora, repensar su presente sin demora, actuar con la conciencia de una amenaza fatal. Le atenaza algo que ha sucedido sin previo aviso, aunque él se pregunta si no ha habido señales, si no hay un hilo conductor que lleve hasta aquí y que haya desatendido por descuido o inoperancia. Se mueve con agilidad, posando su mirada y su instinto en cada detalle, en cada imagen. Extrae de la realidad más mundana conclusiones incisivas, detecta e identifica señales y motivos, acciones propias de una sociedad casi enteramente virtual y de los individuos ubicados en ella, conformado todo a través de la palabra y la imagen, de las redes sociales.

   Si yo lo estoy pasando mal, parece decir entonces el narrador y protagonista frío, metódico, inteligente, algo antipático, según, no hay motivos para que los demás vean mi historia con más amabilidad o indulgencia de la que la veo yo. Así son las cosas.

   La realidad es esa multitud de conexiones y de relaciones así conformadas. Facebook, WhatsApp, Twitter. La intimidad modificada, vinculada a ello. La vida así ordenada. El cara a cara, el contacto, se subsume ahora —se pliega— a esta nueva disposición de las cosas. Y en ese mundo traza Javier Moreno una panorámica inagotable, como si cada reflexión pudiera dar pie a otra y así hasta no se sabe dónde, quizá hasta que la propia historia diga basta, sin que ello signifique que las impresiones que han ido formando el camino se acaben ahí. Como si el propio transcurso del día ofreciera motivos de reflexión que se superpusieran a los hechos, a la trama; el pensamiento termina siendo esa trama, algo que circula sobre un ligero pretexto y que sirve para retratar, desde una posición personal y agudísima, el funcionamiento de nuestro tiempo, la rabiosa actualidad interconectada, redefinida.

   El conflicto planteado se da en ese marco, y es ahí donde Javier Moreno despliega su juego y sus ideas, donde puede manejar a un tipo movido con cierta desafección que entiende, con todo, que más allá del imperio de la razón hay cosas regidas por las emociones y que estas también crean mundo, conforman causas, a su manera. Un tipo que parece tener del todo asumido que pensar es un acto de resistencia, y que difícilmente va a salir airoso de todo esto si no es por ese camino, aunque las cosas no pinten bien. Es en ese filo donde el narrador se juega su estabilidad, donde intenta —un poco ecléctico, audaz, con el eco de un agrio humor de fondo— salir bien parado, sin que el terrorista ni las tecnologías ni la fatídica frase lo devoren.


martes, 10 de noviembre de 2015

«Seda», de Alessandro Baricco



   Hervé Joncour tenía treinta y dos años.
   Compraba y vendía.
   Gusanos de seda.


   Pero para comprar ha de ir ahora a Japón, dejar Francia y hacerse camino. Atravesar el mundo para poder mantener su vida y la de su pueblo.
   Entonces se va forjando la historia: sus viajes, el contacto con la cultura oriental y con Hara Kei, el misterio de la mujer que acompaña a éste y que no tiene rasgos orientales sus ojos traen cierta familiaridad—, los mensajes, el deseo, quizá el fracaso, el regreso al hogar, algún instinto ancestral, el silencio.

   No hay artificios ni grandes pretensiones. No hay ningún afán de penetrar abismos humanos, tan sólo de esbozarlos casi de forma intuitiva y mostrarlos sin insistir mucho, a ser posible sin ponerles nombre y truncarlos, dejando que las ideas y el propio curso de la vida —el ritmo y el tiempo propios de la historia, que avanza y se consume con naturalidad, inevitablemente— los ubiquen y y los hagan funcionar en ese mecanismo sutil y frágil que es Seda.

   En lugar de esos nombres, en lugar de tratar de señalar o explicar algo que se escapa —se deshace, no soporta ese gesto de íntima violencia, se cuenta la historia. La historia está por aquello que no es fácil decir. Se exponen sus líneas maestras y eso es suficiente, quizá incluso —al menos así estructurada, así pensada la narración lo único deseable. Un silencio propio, leve, vital, superior al discurso explícito. Una forma que obedece a alguna suerte de designio de la historia y sólo de la historia, dejando al margen elementos formales o, en todo caso, poniéndolos, sin romperlos, al servicio del relato.
   Seguramente lo mejor que pueda hacerse con Seda sea contemplarla, como contempla Joncour el lago. Y completarla, llenar los vacíos, hasta donde sea razonable hacerlo.


   De vez en cuando, en los días de viento, Hervé Joncour bajaba hasta el lago y pasaba horas mirándolo, puesto que, dibujado en el agua, le parecía ver el inexplicable espectáculo, leve, que había sido su vida.


lunes, 9 de noviembre de 2015

«Filosofía y poesía», de María Zambrano



   ¿No será posible que algún día afortunado la poesía recoja todo lo que la filosofía sabe, todo lo que aprendió en su alejamiento y en su duda, para fijar lúcidamente y para todos su sueño?



   María Zambrano hace en Filosofía y poesía (1939) un recorrido por la historia de la filosofía y de la poesía, formas de palabra insuficientes, deudoras o carentes de algo, cada una a su manera. Formas de palabra que, a su estilo, han dado forma y vehiculizado el lenguaje y la comprensión humanas, formas de palabra que han moldeado incluso al propio sujeto —poeta, filósofo— y han mantenido cierta relación —o pretensión de relación—, aunque fuera para negarse o anularse, siempre o casi siempre manteniendo la tensión, puntos de contacto y de distancia.

   Así desde la condena platónica de la poesía, así desde que, en sus orígenes, fuesen pocos los que pudieran conjugar pensamiento y poesía con éxito, en un todo común.

   Ambas comparten el origen: la admiración, el éxtasis ante la realidad; pero toman caminos distintos, digamos, el filósofo un avance ambicioso venido de la violencia —en algún momento casi una huida hacia delante— y el poeta una especie de regresión, un desandar el camino para volver al origen, un quedarse con las apariencias, la multiplicidad de las cosas —donde encuentra, con todo, su unidad. La filosofía solemne, metódica, vehemente, sumida o queriendo sumirse en la verdad y sólo en la verdad, casi diría de aspiraciones imperiales, totalitarias; la poesía dispersa, alejada del poder, atendiendo a las sombras, ametódica y sin ética —con conciencia y ética particulares, justificadas—, olvidada de sí misma y entregada.

   De alguna manera filosofía y poesía comparten dudas y motivos, habitan —irremediablemente— el mismo mundo y su problemática es común; pero la resolución las lleva a distanciarse, a encontrar distintos desarrollos según su propia naturaleza, casi a romper toda conexión, a hacer irreversible la ruptura. Quizá sólo el amor y la belleza —de nuevo Platón—, esto es, la conversión, consiga volver a unirlas, logre la reconciliación, cerrar el círculo. Filosofía y poesía, dice Zambrano, no se han diferenciado más que por la violencia primero, por la voluntad después. Quizá la única diferencia o conjunto de diferencias radique en eso, en la forma de hacerse, filosofía y poesía —metódica y ametódica—, a sí mismas, en la manera de encarar sus objetivos.

   Le es difícil, al filósofo, retroceder; al poeta, decidirse. La unión entre filosofía y poesía no es una realidad, apunta Zambrano, pero quizá ya haya algún punto que pueda propiciarla, quizá el filósofo deba atender a sus orígenes. La razón poética, el acercamiento de la poesía al pensamiento.


viernes, 6 de noviembre de 2015

«El pecho», de Philip Roth



   —Entonces di el salto. Convertí la carne en palabra. ¿No lo ve? He sido más kafkiano que Kafka. —Kingler se echó a reír, como si solo lo hubiera dicho en broma—. Al fin y al cabo, ¿quién es el artista más grande, el que imagina la maravillosa transformación o el que se transforma maravillosamente a sí mismo? ¿Por qué David Kepesh, entre todos los seres humanos, se ve dotado de tales poderes? Es sencillo. ¿Por qué Kafka? ¿Por qué Gogol? ¿Por qué Swift? ¿Por qué cualquiera? El gran arte, como todo lo demás, es algo que le sucede a la gente. ¡Y esta es mi gran obra de arte! —Pero me apresuré a añadir—: He de mantener mi perspectiva cuerda y razonable. No quiero volver a inquietarle. Nada de delirios, y sobre todo delirios de grandeza.


   Después de alguna extraña señal, después de que la vida le ofreciera a Kepesh una sospechosa ventaja, él, profesor de literatura —lector y exégeta convencido, ay—, se convierte en un enorme pecho femenino.

   Hay algo inexplicable e injustificado: el acontecimiento. La imposición que no puede uno sino aceptar. Una vez ocurre, los límites son otros, las preguntas son otras, a menudo sin salida. Una vez consumada la transformación, todo tiene su sentido, pero un sentido distinto, desesperante. El afuera pierde algo de fuerza porque lo único que existe es este espacio reducido, el aislamiento, la ansiedad, el miedo, la pulsión sexual, la tensión, la locura, el acabamiento. La paradoja.

   En este espacio la tensión se multiplica. Algo violento y ajeno al mundo —quizá sea el mundo el que es del todo ajeno— se fragua, parece, sin solución. Es un mundo ya truncado que guarda alguna escabrosa coherencia, como si sus principios internos funcionaran sin problemas dentro de ese propio sistema viciado, como si se desarrollaran esos principios impuestos sin trabas, sin aceptar demasiadas cuestiones. Entonces se ve al narrador, el protagonista como objeto, como producto de lo extremo de la literatura y del propio convencimiento, de la imaginación soberana, de algún tipo de peligro inherente a ese mundo literario.

   El pecho es una especie de reducción al absurdo que Roth maneja con maestría y con la que quiere significar cosas, ahora sí, más allá del relato, como si este relato y su eco fueran una representación, una caricatura del todo consciente que apunta en distintas direcciones, que habla con ironía y audacia y que transmite algo de condescendencia y de patetismo. Es un atrevimiento, un juego, una exhibición, puede que incluso un alarde, un exceso fundamentado y genial.


miércoles, 4 de noviembre de 2015

«La literatura es mi venganza», de Mario Vargas Llosa y Claudio Magris



   En 2009 Magris y Vargas Llosa aceptan mantener un diálogo sobre novela, cultura y sociedad. Con un motivo tan abierto quizá excesivamente ambicioso, seguramente inagotable puede que sólo quede leer estos planteamientos en tanto que formulados y delimitados por Vargas Llosa y Magris, es decir, en tanto que ubicados y enfocados más o menos arbitrariamente —con admirable criterio— precisamente por ellos, con todo lo que eso supone. Poniéndoles cara, enmarcándolos en un contexto preciso pero aceptando también las raíces, teniendo presente las voces que han contribuido a formar las suyas, sus juicios e ideas.

   Ambos, si acaso desde distintos puntos, asumen la literatura como una especie de motor, diría. La literatura como esa creación que puede y debe tocar el mundo, actuar sobre la vida o sobre nuestro entendimiento y despejar caminos o, en todo caso, mostrarlos, hacerlos visibles. Evidenciar ciertas formas de vida, ciertas contradicciones, ciertos modos de pensamiento; ordenar, no juzgar, no desde luego como primer objetivo. Pero la literatura como algo más, como un discurso que el escritor traza poniendo todo o casi todo de él mismo —elementos racionales y no, conscientes y no— en el que caben cosas impensables en la realidad; la literatura como algo que conecta directamente esa realidad con otro plano no muy lejano ni independiente.
   Magris y Vargas Llosa muestran o hablan de la literatura como posibilitadora de tiempos distintos, estilos distintos, vacíos distintos, otras composiciones que se completan con lo no escrito y con el papel del lector. La literatura, en última instancia, como forma de pensar el presente, el mundo; como forma, de pensarnos nosotros en el mundo. Y, en otro orden de cosas —hasta donde pueda hablarse así, la figura del escritor. Un análisis externo o al menos de otro tono para ella, unas categorías distintas para un examen que entraña observaciones diferentes, más audaces y más temibles, a veces fuera de nuestro alcance. Las relaciones entre la obra y la vida o sencillamente el intento de comprender ideas condenables, encajarlas en ese mundo literario y en lo que nosotros esperaríamos de los escritores, supongo.

   Quizá una de las conclusiones que se sigan del razonamiento sea la necesidad de contar con buenos lectores —de tratar de leer con cierto sentido— para comprender y atender a la realidad, para captar los movimientos del mundo. Entender que la literatura hace algo —funciona— más allá de los límites aparentes, si se le da la ocasión. Que es, a su manera y con sus reglas, extremadamente vital.