sábado, 28 de febrero de 2015

«Los subterráneos», de Jack Kerouac



  Y es así como, una vez obtenida la esencia de su amor, ahora erijo grandes construcciones verbales, y de ese modo en realidad lo traiciono, repitiendo calumnias como quien tiende las sábanas sucias del mundo; y las suyas, las nuestras, durante los dos meses de nuestro amor (así lo creí) sólo fueron lavadas una vez, porque ella era una subterránea solitaria que se pasaba los días abstraída y decidida a llevarlas al lavadero, pero de pronto se descubre que ya es casi de noche y demasiado tarde, y las sábanas ya están grises, hermosas para mí porque así son más suaves. Pero en esta confesión no puedo traicionar las cosas más íntimas, los muslos, lo que los muslos contienen —¿Y entonces por qué escribir?—; los muslos contienen la esencia, y sin embargo aunque allí hubiera debido quedarme y de allí vengo y eventualmente retornaré, igualmente debo escapar y construir, construir, para nada, para los poemas de Baudelaire.


   Puede que la escritura que ya practicara Kerouac en En el camino sea aquí lo principal a más de un nivel. La narración es aquí un flujo que podría ser interminable, un tremendo desfiladero por el que el lenguaje corre arrojando luces y zonas de oscuridad, ideas y sensaciones; es un potente discurso a ratos oscuro y a ratos diáfano, a ratos difícil y a ratos sorprendentemente sencillo, o esa impresión da: Kerouac se introduce en tortuosas vías de comunicación para contar a base de imágenes explosivas, de larguísimas oraciones que se van urdiendo conforme avanzan y que guardan poco respeto a las reglas establecidas; oraciones a las que casi tiene uno que venderse para conectar con ellas, oraciones que absorben y llevan a un rumbo más o menos claro —porque en ellas parece al fin no sobrar nada— con una determinación que puede chocar con el tono improvisado y vertiginoso en que están escritas, como si una noche de escritura frenética hubiera servido como purga y expiación al volcar ahí todo eso: el movimiento rápido y enérgico, el amor, el alcohol, las drogas, la literatura, el jazz, la noche, el desenfreno, el querer buscar y encontrar algo; el rastro de todo ello. Escribe aquí y ahora según requiera el tema. Escribe en el presente, y el presente es lo que vale. Avanza y avanza y avanza creando una retrato panorámico que no por adoptar una vista más o menos general deja de bajar a los infiernos y recrear el ambiente más bajo y cargado. Esa panorámica puede que sea la de los beat de los 50, pero es sobre todo una escena vital del propio Kerouac —o del narrador, para respetar lo respetable— y de sus andanzas más comunes; es la poesía resuelta a base de fogonazos continuos de la esencia de algo, de la intensidad de algo, de la exhalación de algo; imagen hasta cierto punto desesperada que se va componiendo desde distintos ángulos hasta formar quizá no un cuadro completo (puede que eso fuera poco practicable siguiendo esta forma) sino uno bastante representativo que hace reconocible una realidad bien definida, una vida que se hace distanciada de la oficial y que encuentra ahí y así su mejor expresión.


   En otros tiempos yo era joven y me orientaba tanto más fácilmente y podía hablar con nerviosa inteligencia sobre cualquier cosa, con claridad y sin preámbulos tan literarios como éste; en otras palabras, ésta es la historia de un hombre que no se tiene mucha fe, y al mismo tiempo la historia de un inútil egomaníaco y bufón de nacimiento... Empezar por el principio y dejar que la verdad vaya surgiendo, eso es lo que voy a hacer. Todo empezó una cálida noche de verano, ¡ay!, ella estaba sentada sobre un guardabarros con Julien Alexander que es... Será mejor que empiece con la historia de los jóvenes subterráneos de San Francisco.


viernes, 27 de febrero de 2015

«Ocnos», de Luis Cernuda



   Leyendo a tipos como Cernuda y obras como ésta es más fácil que uno pueda confiar con menos reparos en la literatura, y quizá eso sea motivo suficiente para dedicarle un poco de tiempo, como si hubiera pocas cosas mejores que hacer. Estos poemas en prosa alcanzan inquietantes cotas de evocación y experiencia y pensamiento, casi diría que muy superiores —aunque sólo sea por la facilidad con la que parece moverse Cernuda— a las de otros poetas del 27. No sólo es que tengan una belleza estética y una historia asombrosas, sino que llegan sin obstáculos a donde apuntan y probablemente a algo más: Cernuda dibuja imágenes prácticamente perfectas, juega con el tiempo, describe sucesos mientras se escapan, proyecta recuerdos y algo de nostalgia desde la plena conciencia del lugar y del momento en que está ahora, y uno tiene la sensación de que detrás de esos breves poemas hay algo más; uno siente que la evocación —y el poema mismo, lo escrito— va más lejos. Parece que el que escribe es un niño con ojos expertos que puede así lograr no un regreso al pasado sino alguna suerte de síntesis con la que poder ver el paso del tiempo y sobre todo el presente, materializando de alguna forma una vida o experiencia interior y una vida exterior: mostrando una vida que cuenta algo y que lo hace con una voz lírica al alcance de muy pocos. 


   Quisieras saber qué razón tiene el atractivo del recuerdo. La misma palabra recuerdo, ¿designa toda la emoción intemporal de un evocar que sustituye lo presente en el tiempo con un presente suyo sin tiempo? Porque ahí está lo misterioso: que nazca una emoción al adumbrarse en la memoria el recuerdo de algo que ninguna emoción parecía suscitar cuando realmente ocurriera, como la luz que recibimos de una estrella no es la luz contemporánea de ese momento, sino la que de ella partió en otro ya distante. Hay emociones, entonces, cuyo efecto no es simultáneo con la causa, y deben atravesar en nosotros regiones más densas o más vastas, hasta que sean perceptibles un día. Mas, ¿por qué entonces, no antes, ni luego? ¿Qué proporción hay entre la fuerza de una emoción y la resistencia de nuestro espíritu?


sábado, 21 de febrero de 2015

«Todo modo», de Leonardo Sciascia



   Dicho de manera más sencilla: no tenía compromisos de trabajo o sentimentales; poseía, poco o mucho (pero fingía que poco), cuanto se requería para satisfacer cualquier necesidad o capricho; carecía de programas y metas (de no ser aquellas, casuales, de las horas de las comidas y del sueño); y estaba solo. Ninguna inquietud, ninguna aprensión. Salvo aquellas, oscuras e irreprimibles, que siempre me han acompañado, del vivir y por el vivir; y en ellas y a partir de ellas se injertaban y bifurcaban la inquietud y la aprensión por el acto de libertad que debía llevar a cabo, aunque de manera ligera y ligeramente aturdida, como si me hallara dentro de un juego de espejos, no obsesivo sino luminoso y apacible como los lugares que recorría, dispuesto a repetir y a multiplicar, tan pronto como se hubiese producido, o me hubiese decidido a producirlo, mi acto de libertad.


   Lo de Sciascia es algo situado en la unión entre realidad y literatura; diría que no se ubica por entero en uno ni en otro campo, sino en esa tensión o canal a través del que la vida observa a la literatura y ésta a aquélla. Se forma así una especie de comunión entre ambas que apunta a un abanico de posibilidades que se va ampliando terriblemente y que tiende a cierta imposibilidad. Parece que Sciascia se divirtiera poniendo contra las cuerdas ciertas situaciones y ciertas realidades, haciéndolas visibles y desmantelando entuertos con sutileza e ironía, con una agudísima inteligencia. Pero quizá, más que poner él contra las cuerdas ciertas cosas, lo único que hace es mostrarlo, a la manera de un lúcido y ágil testimonio que evidencia el problema y se topa con lo difícil de hallar una solución, o, al menos, una solución justa. Desnuda conceptos, desbroza formas y organizaciones oscuras, saca a la mirada pública los entresijos del poder y de la sociedad, no tanto para hacer una burda denuncia como un asalto más hábil que apasionado y establecer así esa inquietante unión con la literatura filosófico-política. Lanza una mirada que puede llegar a ser incómoda; cuestiona asuntos incuestionables, viene a plantear la poca solidez de los cimientos establecidos, de la mirada casi dogmática o demasiado parcial.

   Así embiste en Todo modo —de forma directa pero lejos de cualquier torpeza o trivialidad— contra la corrupción y el poder, la confabulación de jerarcas católicos y la mafia.
   Un pintor llega aun hotel-ermita donde diversos magnates realizan cada año ejercicios espirituales. El asesinato de uno de los asistentes irrumpe con fuerza y se desencadenan entonces investigaciones y deducciones y sospechas, sin llegar a ningún punto demasiado claro. Casi parece que descubrir quién es el asesino pasa a ser algo secundario ante los caminos que se abren y anteponen a ello.
   Con temas así parece que la cercanía de la realidad con la novela, con la forma de una novela policíaca, está servida, y pocos mejor que Sciascia para (d)escribirla. 


sábado, 14 de febrero de 2015

«Poeta en Nueva York», de Federico García Lorca



No preguntarme nada. He visto que las cosas
cuando buscan su curso encuentran su vacío.
Hay un dolor de huecos por el aire sin gente
y en mis ojos criaturas vestidas ¡sin desnudo!



   Nueva York, 1929. Si uno logra adentrarse en estos poemas y pensar en la ciudad y quizá también un poco en el propio García Lorca, algunos de estos poemas pueden ser un abismo; reside en ellos un eco a tumulto, a angustia, a frío, a desamparo, a ciudad demasiado grande e impersonal, a deformidad y a violencia, a ruido. El poeta observa y parece que tenga que sacar a la luz lo inhumano de eso a lo que asiste. El uso de lo surrealista es evidente, pero el surrealismo no se apodera de la obra: la poesía se sirve de él y no al revés, y Lorca se guarda y proyecta un considerable dominio para ir pasando la vista y describiendo lugares y escenas y espectros. En según qué pasajes, ese uso consciente de la forma puede ser más inquietante que si estuviera totalmente rendido al impulso automático:

No duerme nadie por el mundo. Nadie, nadie.
No duerme nadie.
Hay un muerto en el cementerio más lejano
que se queja tres años
porque tiene un paisaje seco en la rodilla;
y el niño que enterraron esta mañana lloraba
                                                                     [tanto
que hubo necesidad de llamar a los perros para
                                                           [que callase.

   No creo que sea sólo la ciudad, de manera independiente, lo que motive este poemario; hay un cambio en Lorca, una convulsión, y parece que su escritura diera un viraje al sentir el cambio a esta tierra y a este panorama. El progreso ha avanzado de forma desmedida y algo ha cambiado o se ha perdido para siempre. Entonces llega el simbolismo feroz y la protesta; las imágenes están cargadas, tienen algo de sangre y hojalata viva. Si se lee bien, uno puede pensar en Nueva York (o en ésta que Lorca presenta) como una buena ciudad para desesperarse y para que la poesía, como si se desprendiera de ciertas normas —sin soltarlas del todo—, fluyera con otro ritmo y anunciara la perdición vital de algo. 

No, que no desemboca. Agua fija en un punto,
respirando con todos sus violines sin cuerdas
en la escala de las heridas y los edificios
                                                         [deshabitados.
¡Agua que no desemboca!



viernes, 13 de febrero de 2015

«En el camino», de Jack Kerouac



   —En otras palabras, tenemos que ponernos en movimiento, guapa, como te digo, porque si no siempre estaremos fluctuando y careceremos de conocimiento o cristalización de nuestros planes. —Entonces yo me largué.


   Era una parada obligada, demasiado la había retrasado ya. Pero es difícil escribir sobre ciertos libros, más aún si estos pasan a ser —de forma no demasiado razonable, no demasiado crítica, si acaso— algo más que un mero libro; entonces el afecto impide lanzar una mirada más o menos distanciada y objetiva y parece que la valoración pierde fuerza. Con todo, lo hago porque no deja de ser una obra clave que, además, trae consigo un poco de esa ilusión de libertad que casi justifica el apego que tantos lectores pueden tenerle y entre los que voy —quizá con algún leve reparo— a incluirme. De alguna manera parece que, sobre todo en determinados contextos y a determinada edad, uno tiene que salir de este libro con un impulso, con ganas de algo, mejor si es con ganas de romper con algo y de seguir avanzando. Porque, aunque la generación beat tuviera su momento en los años 50, da la impresión de que en toda época algunos guarden la esperanza de poder enarbolar el emblema o símbolo que les una y les identifique relativamente al margen de lo clásico, de lo encorsetado. Sentirse parte de algo, darse cuenta de que algo no va bien o de que las aspiraciones personales encuentran un freno en lo establecido, avanzar sin muchos obstáculos, arrojarse al mundo; algo así, creo. Casi diría que si eso no ocurre —si ese impulso o esas ganas de algo no se hacen presentes— Kerouac y los suyos habrían fracasado (aunque igual el fracaso sea parte del proceso, no sé).

   Los arranques impetuosos, los viajes, la velocidad y el vértigo, los excesos, la improvisación, el alma del jazz, la falta de horizonte definido, la poesía —la lírica— y la música, un aire romántico, la estética de la indigencia, la necesidad de estar en movimiento...supongo que todo gira en torno a un cúmulo de reacciones, acciones y negaciones, una vorágine de estímulos de la que nace la motivación. Una forma de estar en el mundo (en ese mundo) de forma pasajera; me temo que no es tanto la expresión de un carpe diem como de un tempus fugit, pero de uno muy personal. El final no es algo lejano ni una quimera, y uno se mueve consciente y precisamente en función de ello. La huida es necesaria y se hace de forma más o menos consciente; hace falta un lugar, otro lugar para vivir, y ese lugar parece estar en el tránsito, en el trayecto o en la frontera entre lugares seguros. Entonces el interés reside en estar en el camino, en asaltar la vida casi como si fuera un botín de guerra y como si las reglas fuesen pocas o no las hubiera, y hacer todo eso con la energía de la carretera y el deseo experimental.

   En la novela —si ésta ha de ser esa figura clave en su época y en el movimiento que representa y si se inscribe en un contexto relacional más o menos amplio— tendrá que tener el poder la acción venida del cansancio, el movimiento, la actitud que surge frente al estatismo y al todo está bien. Es un torrente de vida y creatividad ininterrumpido, que siempre avanza y que encuentra en ese avance el motivo del viaje. Se acabaron las reglas, lánzate ya, es la única salida posible, parece decir Kerouac. Tanto en la vida como en la narración de la propia vida. Se acabaron las fórmulas establecidas, lo formal y la permanencia en el bien y en la seguridad y se acabó pensar en ese tipo de vida con nostalgia, porque es verdaderamente realizable y se aleja de la ilusión paralizante e inmóvil. Mientras algo de eso viva, merecerá la pena estar en el camino.


domingo, 1 de febrero de 2015

«Que levante mi mano quien crea en la telequinesis», de Kurt Vonnegut



   Componen este libro algunas citas curiosas y unos discursos dirigidos a universitarios o graduandos. Pero, si hacemos caso de lo que dice el bueno de Vonnegut, no se dirige a ellos como si fueran miembros de otra generación —no hay tal cosa, dirá—, se dirige a ellos sencillamente porque empiezan a vivir y pueden necesitar una dosis de razón no reglada, alguna visión o consejos verdaderamente útiles (y a la vez no, no sé) para gobernarse, para ser gobernados y, peligro, para gobernar otras cosas y habitar el mundo. Si eso se transmite mediante una oratoria que combina lo privado y lo público, la sátira y lo serio —la sátira cargada de seriedad o de lo que podría ser solemnidad y que, por suerte, no lo es— parece que el discurso toma un calado mucho más hondo, llega con una facilidad mucho más hábil, más aún si, como hace, habla a los estudiantes sin interponer impedimentos de ningún tipo, estableciendo una comunicación directa y sincera. (Y corrompiéndolos, transmitiéndoles lo más importante (al menos una parcela de lo más importante) de su etapa universitaria, quebrando, al menos en parte, el camino preconcebido.)

   La de Vonnegut es una razón que se rebela con ironía, (casi) sin darle demasiada importancia a lo importante pero encargándose de ello con particular certeza. Supongo que es esperanzador, sin elevarse demasiado del terreno que pisa y que le sostiene.