viernes, 31 de octubre de 2014

«El instante de mi muerte / La locura de la luz», de Maurice Blanchot


Sé —lo sé— que aquel al que ya apuntaban los alemanes, no esperando más que la orden final, experimentó entonces un sentimiento de ligereza extraordinaria, una especie de beatitud (nada feliz, sin embargo), ¿alegría soberana? ¿El encuentro de la muerte con la muerte?
"El instante de mi muerte"


¿Soy egoísta? No tengo sentimientos más que para algunos, piedad para nadie, raramente tengo ganas de agradar, raramente ganas de que se me agrade, y yo, para mí que poco menos que insensible, sólo sufro por ellos, de tal manera que su menor aprieto me provoca un mal infinito aunque, no obstante, si es necesario, los sacrifico deliberadamente, les suprimo todo sentimiento dichoso (llego a matarlos).
"La locura de la luz"


Literatura, vacío, silencio, evocación. Traer a presencia lo que no se dice, pero que está ahí. Parece el conjunto de elementos que uno desea después de buscar algo entre páginas y páginas y no encontrarlo, o no como pretendía. Debe de ser eso a lo que uno se aferra después de husmear en la nada con cierta obsesión. Y entonces lee a Blanchot y las piezas encajan un poco más. La memoria trae algo al ahora y empieza la función. No halla ya la tranquilidad en él, en Blanchot, creo que eso sería acercarse a un abismo más crudo que el suyo; sí es al menos una especie de intranquilo sosiego, una ocasión para pensar que se abre otra salida dentro de esa primera imposibilidad asfixiante. En una línea parecida va la alegría (inquietante) que manifiesta: tras el desencanto, tras la desesperanza, va a llegar la verdad (la luz): la muerte. Y se palpa una amistad subrepticia con la muerte.
El de Blanchot es uno de esos juegos peligrosos que parece que podría acabar con él mismo, según cómo lo asuma (y hasta con el lector, no sé). Es un vacío que se renueva y que encuentra en esa renovación nuevos significados emergentes, y el propio fin. Como si el lenguaje se hubiera desgastado, hubiera perdido su función y hubiese ahora que buscar lo que subyace en él, lo indecible. Decir algo a través de otro algo, pues hemos tomado conciencia de la inviabilidad de los relatos.
Ausencia, silencio, levedad, ligereza de sentidos que se bifurcan. Una vida leve y aproximativa. Dos textos breves, pero enormes.

domingo, 26 de octubre de 2014

«El amante de la China del Norte», de Marguerite Duras


Primero lo más ortodoxo: Duras escribió esta obra sobre otra anterior, El amante, al conocer la muerte real (la novela es autobiográfica) del amante, y la escribe —qué raro— pensando en que sea más tarde una película.
Aquí la fuerza está, como otras veces, en todo lo que abarcan sus cortas oraciones, que dicen y hablan, casi a un tiempo. Crean imágenes, escenas tremendamente visuales; con unas pocas anotaciones y una puntuación bien medida se dibuja un conjunto de silencios, expresiones y miradas y significados que hacen girar toda la historia como un torrente imparable, sobre todo al inicio. Además (de nuevo como en otras ocasiones), la relación entre la niña y el chino se ve como una posibilidad de huida y a la vez como algo que encuentra impedimentos insalvables, como algo que no puede llegarse a asir por completo pero hacia lo que hay que ir sin remedio. Como algo que casi sólo valiera por el proceso, por el querer-llegar, pero como algo a lo que hay que aferrarse. Como un espacio donde cobijarse y rebelarse, donde intentar alguna especie de catarsis, aunque ésta pueda acabar truncada. Incluso se sabe o se intuye que no podrá concluirse (los elementos que conforman la escena ya llevan consigo la imposibilidad, una prohibición, un excitante que no llega a consumarse), pero hay que vivirlo. Es un conflicto que se presenta casi como necesario. Un torbellino, en el que confluyen tendencias e intereses, del que parece que los personajes no podrán salir indemnes.
De alguna forma se transmite esa escapatoria, ese profundo anhelo de renovación que se quiere lograr en esa conexión íntima, deseo violento que hace de centro en un embrollo de temas relacionados, historias marginales —un padre ausente, relaciones y disputas entre hermanos, diferencias culturales, proyecciones personales que chocan— que sirven para ubicar y fundamentar la historia principal, la relación amorosa entre la niña y el chino. En este sentido, funciona decentemente. Con todo, echo de menos la intensidad que otras veces mantiene Duras, la tensión que arrastra la trama de principio a fin. Quizá falle algo aquí por ese volver la mirada al pasado y narrar a la vez desde allí y desde aquí dejando a un lado otros factores que en otras ocasiones tiene más presentes. Tiene, sobre todo en el arranque del asunto, fogonazos de lucidez dignos de enmarcar, sentencias que parecen inmejorables para ese fondo y esa forma, pero luego todo viene a diluirse un poco y se deja llevar a un nivel más leve y mucho menos intenso. No es una mala novela. Pierde algo de intensidad y se extiende quizá más de la cuenta, pero —sigue siendo Duras, sigue escribiendo bien— merece la pena leerla y valorarla.

sábado, 25 de octubre de 2014

«Los cornudos del viejo arte moderno», de Salvador Dalí



Desde que el crítico ditirámbico se casó con la vieja pintura moderna, ésta no ha dejado de ponerle los cuernos. Puedo citar al menos cuatro ejemplos de dicha cornudez:

    1.º Ha sido engañado por la fealdad.
    2.º Ha sido engañado por lo moderno.
    3.º Ha sido engañado por la técnica.
    4.º Ha sido engañado por lo abstracto.


Leer a Dalí es muchas veces verlo batallar entre serio y divertido, provocador. Habla sin opción a réplica y riéndose. Riéndose de los otros y del arte y de sí mismo, aunque ésta última no sea una risa de descrédito ni nada parecido. Va a atacar aquí a esos críticos, a su ingenuidad, a su juicios convencidos, a la creencia casi ciega en las vanguardias, al panorama, a lo que se quiere hacer Arte. Dalí es algo más que un pintor y un tipo extravagante. Hay un objetivo más violento y potente detrás de sus obras que de las de otros personajes. Parece que Dalí juega y remueve los cimientos de una visión que se le antoja estancada, que entra incluso con vehemencia en caminos inútiles, y que él va a desbordar, a indicar el lugar de la explosión y a ser posible a estar él mismo allí. 
1956; él es el Salvador, dice, y va a atacar a la fealdad de la que ha traído Picasso, a la modernidad como tal, a lo puramente técnico y la abstracción. Es un ataque, entonces, reclamando el clasicismo, una vuelta a los orígenes hecha con buen rumbo y criterio.
Un apunte curioso: Dalí, que se proclama el auténtico genio (y si acaso el único) de la modernidad y que se ve tan grande como el universo, tiene una ligera conciencia de quién puede estar por encima de él, de quién es mejor. Conoce entonces sus relativos y altos límites y juega a sus anchas con ellos. 
Su lúcida e incisiva mirada lleva al extremo, hasta el exceso, algunos elementos, y pone a otros contra las cuerdas con una imaginería increíble. Leerlo es tan divertido como nutritivo.


jueves, 23 de octubre de 2014

«Una libertad soberana», de Georges Bataille



Evidentemente, soy filósofo, al menos hasta cierto punto, y toda mi filosofía consiste en decir que el principal objetivo que uno puede llegar a tener es destruir en sí mismo el hábito de tener objetivos.

El Bataille que vemos aquí es un poco extraño, pero es él. Quizá sea porque se nos muestra de forma parcial debido a los pseudónimos, a la recopilación algo arbitraria de los textos que componen este libro, pero puede verse de igual forma. Literatura y abismo, arte, existencialismo visto desde varios frentes, vitalidad violenta y a veces desgajada. Lo de Bataille es muchas veces una sensación, explotar la experiencia hasta sacar de ella una idea algo arriesgada, una vía por la que infiltrarse sabiendo que el mal y el abismo son caminos casi inevitables y casi deseados.
Encuentro formidable a Bataille. Terriblemente atractivo y hasta cierto punto rompedor, que tiende al exceso, aunque sabe controlar el juego. Uno lo lee y siente esa chispa creativa y reactiva que muy pocos tienen. Leer a Bataille es no tanto entrar en una teoría determinada como acercarse a su forma de ver y pensar, a ver y pensar con él. Aquí se recogen artículos publicados en la revista Critique bajo pseudónimo, ensayos y entrevistas. Puede que sea el escrito sobre Blanchot el que más he disfrutado, el que aborda temas especialmente interesantes. Pero todo, todo merece la pena. Todo tiene su sello y apunta en esa línea que incita a uno a romper ciertas barreras impuestas y adoptar un algo de su disección bruta. Un afán de avanzar e ir rompiendo, algo así parece Bataille. Una angustia que encuentra de alguna forma su acomodo, aunque no se conforma. Una ruptura vital que quiere llegar a la libertad mediante una conjunción de diversos ámbitos (arte, literatura, religión, economía, política) que necesariamente tienen algo que decir.

martes, 21 de octubre de 2014

«Lo que a nadie le importa», de Sergio del Molino


El Madrid del día de la boda de mis abuelos se había conjugado hasta entonces en subjuntivo y condicional, que son los modos y tiempos de la incertidumbre y del miedo. A partir de la boda, se conjugó sólo en presente de indicativo, que es el tiempo de lo que a nadie le importa. El Madrid de Celia Gámez y Ava Gardner venía conjugado en pretérito perfecto simple, que es el tiempo de las crónicas y de la historia. Venía ya empaquetado y escrito para la posteridad, sin necesidad de conversiones sintácticas. Yo tengo que convertir el presente de indicativo de mis abuelos en pretérito perfecto simple, y en la operación estoy obligado a inventármelo todo, porque el presente de indicativo no deja rastros. No recreo una época, sino que la creo desde la nada. Estas supuestas memorias familiares son lo más fabuloso y ficticio que he escrito nunca. La realidad que las ampara sólo existió mientras fue enunciada y se murió al mismo tiempo que nacía. Estas páginas son ficciones sin registros fósiles.


El pasado jueves, 16 de octubre, asistí a la presentación que se hizo en Murcia de este libro. Miguel Ángel Hernández conversó con Sergio del Molino en AB9. Uno siempre agradece estas cosas y saca algo de provecho. Son algo así como oportunidades de las que extraes cosas que nunca habrías conseguido de no haber ido, y no porque no puedas leerlas o escucharlas en otro sitio; parece que el evento, esa estancia, ese estar ahí en ese preciso momento y en contacto con ese entorno, aporta un extra, un algo de conocimiento que de ninguna forma habría venido a instalarse con otras condiciones. Y algo de esta idea debe de tener Lo que a nadie le importa. Qué más da que haya ido a ver a Sergio del Molino, qué más da que tomara notas sin entender muchas de ellas y qué más da que escriba sobre la novela y que para ello me vaya a servir ahora de esa misma idea del momento y la memoria, de las colisiones de espacios que dan lugar a espacios nuevos. Supongo que sí da cuando esas memorias dejan un poco su cualidad de memoria particular para convertirse en literatura como ésta (y por ello importante), para sostener un discurrir tan sólido y visual como éste que ofrece Del Molino. 

Es una intimidad que se amplía y expande para recorrer lugares y formarse como novela. No como reclamo sentimental, no como recuerdo lacrimoso ni como intento de tocar ninguna fibra sensible, sino como novela pura y dura. Como asunto que cobra relevancia así planteada y así narrada. Como obra literaria, interesante y de calidad. No es un salto fácil, y puede que sea ese uno (sólo uno) de los motivos por lo que esta obra resulta atractiva.Una historia que tiene como apoyo fundamental el silencio. Silencio como objeto de la literatura, como centro sobre el que circular para ir acercándose a la verdad. Historia que se proyecta desde ese silencio para indagar, descubrir e ir atacando cabos, para narrar de forma soberbia algo escondido. Lo que pasa, lo invisible. Lo que no se ve o no se quiere ver. Lo que mancharía la historia, pero que no deja de formar parte de la misma. Tenemos entonces una aproximación, un rescate, una re-construcción vital que tiene conexiones con el arte y la literatura y que funda en ellas, aunque sea parcialmente, su origen. Se acerca mucho a adoptar una forma concreta de leer, de mirar. No sólo leer y mirar, sino saber leer y saber mirar para hallar ahí el motor adecuado de toda la obra.

Una sentencia lapidaria del abuelo en su lecho de muerte mueve a esa búsqueda de lo escondido o silenciado. Es una sentencia última y a la vez fundacional, una sentencia que calla mucho más de lo que dice y que trae así presencia a la ausencia, un pliegue del tiempo que guarda indiferencia y temor, historias y geografías personales que pasan a ser algo más que todo eso. Los cimientos se remueven con ese disparo moribundo que encierra tantas cosas. Y entonces el dispositivo se pone en marcha y parece que ya sólo hace falta madurar la historia, unos elementos que cobrarán fuerza con el tiempo pero que ya están presentes. En ninguna de las novelas que leía con mi pasión de escribir juvenil encontré nada parecido. Toda mi literatura se expande a partir de ese instante primordial. La última sentencia de mi abuelo fue también mi primera frase. Es una mirada a ese pasado que emerge y también a sí mismo, una mirada en varias direcciones que logra conformar la historia como conjunto. El anciano que seremos está ya impreso en el joven que fuimos. Es también una especie de conjunción de experiencias, de revisión de experiencias. Un mapa personal pero extensible que viene a ejercer como centro del libro.

Merece la pena leerlo y verlo con esa forma de mirar que señalaba antes, casi a modo de imagen que se va completando, que se hace densa. Y merece la pena verlo dentro del panorama donde se mueve Sergio del Molino, atendiendo a los límites de la novela y haciendo —casi reclamando— una ligera vuelta a los orígenes, sin perder vista —qué fracaso si no— lo actual, el punto en el que de hecho nos encontramos.

domingo, 19 de octubre de 2014

«Hijos sin hijos», de Enrique Vila-Matas


Todos son hijos sin hijos y su conducta, en la mayoría de los casos, recuerda a esos seres a los que su propia naturaleza aleja de la sociedad; seres que, en contra de lo que pueda suponerse, no necesitan que nadie los defienda porque, siendo oscuros, la incomprensión no puede hacer blanco en ellos; seres que tampoco necesitan ser confortados, porque si quieren seguir siendo de verdad sólo pueden alimentarse de sí mismos, de forma que no se les puede ayudar sin hacerles daño.

Creo que ya otras veces he dicho aquello de que Vila-Matas es grande entre los grandes y etcétera. Creo también que no habrá obra suya que me desagrade, que no me deje un poso, que no acabe llena de notas y de oraciones y párrafos subrayados y páginas dobladas; leerle es palpar literatura y aprender literatura. Su habilidad para narrar es insultantemente sólida y segura, atractiva. Sus temas (que los tiene, digan lo que digan, y los tiene bien presentes y son fundamentales) son de esa clase de temas que tienden a la obsesión, que son recurrentes, que atrapan y crean mundos. 
En Hijos sin hijos parece que los relatos que lo conforman deambularan —y me parece que esta palabra se ajusta bastante a lo que transmiten estos relatos y estos personajes, a la idea vital que arrastran como unidad todos ellos— como deambulan, de una u otra forma, los personajes de cada relato. Individuos con algún objetivo vago y con una inestable o asustadiza conexión con la vida, individuos que se mueven con un algo de ingravidez y que encuentran el sentido de lo que sea que busquen en algo inesperado y a la vez evidente; personas comunes cuyas preocupaciones son esas que afectan directamente a ellos y a su vida y no aquellas históricas o relevantes para el mundo, y que proyectan así un equilibro medianamente justiciero. Individuos que Vila-Matas hace mover al amparo de alguna sentencia kafkiana, cómo no. Individuos casi autómatas, condicionados por alguna fuerza mayor, real o no, que les lleva a hacer lo que hacen. Los relatos tienen sentido como conjunto y, casi diría, también en el orden en que están dispuestos. Las historias no son meras historias: hay algo detrás, algo que se mueve a la vez que se mueve el decorado. El todo es un artefacto pensante que pone en marcha un principio, una idea, una estancia en la que hay algo por descubrir o en lo que indagar como si fuera un juego, como si lector y escritor, también los propios personajes, fueran funambulistas algo indiferentes que tienen algo que decir. Hay un discurrir lento y hasta cierto punto enigmático; en algunos puntos, un leve giro que hace virar la vida de esas personas, pero que, de alguna forma, no cambia nada, todo sigue igual. Todo importa y a la vez no, nada es muy importante, ya lo anunciaba Vila-Matas con anterioridad y al comienzo de este libro:

Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde, fui a nadar.
Del Diario de Fran Kafka,
2 de agosto de 1914.

martes, 14 de octubre de 2014

«Historia del ojo», de Georges Bataille


Es realmente complicado leer a Bataille y salir indemne. Además de complicado, creo que sería un fracaso como lector. El precio a pagar entonces si se hace bien es dejarse uno llevar por ese mundo deformado, dejar que esas imágenes obsesivas y casi insondables guíen a uno en lugar de imponerse uno mismo a la lectura. Es abismal. Puede que aflore una sonrisa divertida leyendo ciertas escenas —casi todas, diría— y luego se le congele si se atiende sólo a la superficie, al primer —pero secundario— plano, que no deja de estar. Lo que ocurre en la escena es una macabra zambullida en el fango y un goce sin goce. El gozo o la satisfacción no se hallan tanto en el propio acto sexual como en su visión, en su presencia, en su composición; de ahí la fijación por la masturbación, por el que los planos convencionales se distorsionen y superpongan: ese ojo, esa visión incesante también se transforma, también se hace objeto. El placer está en los ojos y el placer se materializa. Los desdoblamientos llegan de forma arrolladora. La tensión que se da dentro de ese asalto a la moral, al pecado, lleva la razón hasta límites donde probablemente los personajes se perderían. Y la muerte. La idea de la muerte, la cercanía de la muerte, el morbo de la muerte. El erotismo de Bataille está irremediablemente ligado a la muerte, como si fuera inconcebible una cosa sin la otra, como si se atrajeran para poder existir. Una especie de placer que se da en la misma decadencia que lo hace posible.
Es surrealista y no, y es erótico y no. En cuanto a lo segundo, porque, aunque totalmente válido y concienzudo, no deja de ser un mero pretexto, un atinado juego que permite poner en danza lo que se esconde detrás. No es, ni mucho menos, una historia erótica o pornográfica cuyo fin sea ese mismo erotismo o esa misma pornografía. Hay que mirar el trasfondo. En este punto, entonces, es surrealista —como señala Vargas Llosa—: en el fondo y no en la forma. La forma tiende a ser objetiva, real; el contenido se dispara, enloquecido y pervertido, en otras direcciones. Puede que esto incremente incluso la carga surrealista, el poder que ejerce. Es sólo hasta cierto punto automático, sin excesivo peso del irracional, sin suspensión de; más al contrario, parece que una razón lúcida se yergue para mover las imágenes y relaciones (reales, oníricas) y conexiones de esos dos mundos —y a la vez uno solo—, para dirigir a los personajes en una especie de frontera entre la vigilia y el sueño, o en una confusión consciente. Parece continuamente que están a un paso de saltar al abismo y sumirse en una locura sin remedio (aunque divertida y plena, vaya). Parece un paseo (no del todo voluntario) por el desfiladero. Es el deseo, la transgresión, es la huida, es el reconocimiento, la realización del pensamiento, la provocación llevada al extremo. Todo con un propósito detrás que le da una fuerza y un sentido que de otra manera no tendría y cuya ausencia haría que toda la construcción se viniese abajo.

Las piezas, todas ellas, son inseparables, igual que las conexiones que se crean. Un conjunto indisociable. Un sistema de hallazgos de niños y de rebeliones que evoluciona hasta llevar esa obsesión visual casi hasta el límite. Si de alguna manera el motivo primero de la vorágine puede ser el levantamiento contra el poder paterno —la prohibición e incitación a— poco más tarde se hace por diversión, por la atracción adictiva, por la sensación del riesgo, por experimentar, por la necesidad de una exploración física y psíquica. Es una búsqueda deformada y exacerbada de la autonomía, de soberanía, de poder erigirse de forma independiente. De pasar al siguiente estadio. 
Es una obra fascinante. Una abrumadora serie de posibles. Inteligente, un poco enfermiza, incluso cuestionable. Hay que pensarla y repensarla. Hay que volver a ella, volver a sus orígenes y observarla desde allí, pero sobre todo que no escape. No pasar sin leerla.

sábado, 11 de octubre de 2014

«El azul del cielo», de Georges Bataille


A partir de un sufrimiento innoble, de nuevo, la insolencia, que, a pesar de todo, persiste solapadamente, va aumentando, lentamente al principio, y luego, súbitamente en una explosión, me ciega y me exalta en una felicidad que se afirma contra toda razón.

Es extraño, tortuoso y aterrador. Un relato algo caótico, y dentro de ese caos físico y mental se reúnen temas explosivos, a veces imágenes grotescas. Vida, erotismo, viaje, muerte, pulsión sexual algo cadavérica. Obsesión. Parece que no son los temas en sí, sino el resultado de ese cóctel molotov el que produce la inquietud, la mueca al leer. Porque tampoco creo que pueda decirse que destaque aquí una narración soberbia ni un discurrir majestuoso. Pero algo retumba detrás de eso, algo que hace prácticamente imposible no atender a lo que se fragua en ese movimiento. Un querer levantar la cabeza y huir, pero dentro de la obsesión, como si ni siquiera fuera posible, o como si, de todos modos, la obsesión fuera necesaria; como si fuera forzoso, obligado, escribir el relato, diría Bataille. Si no, qué sentido tiene. 
Hay una lucidez casi perversa —no sé hasta qué punto será simplemente la manifestación exacerbada de una esfera que habitualmente se ignora, esfera tabú— que va tejiendo ese torrente, ese vómito e locura. Porque eso parece esta novela: un vómito. Lo demás, todo lo que no gire en torno al vómito, es accesorio. Bataille pasea bajo una presión que parece inducirle al levantamiento, a la revolución, y lo hace en un sendero oscuro que encuentra en sí mismo la lucidez, su propia guía.

miércoles, 8 de octubre de 2014

«Poesía», de Michel Houellebecq



El primer paso de la trayectoria poética cosiste en remontarse al origen. A saber: el sufrimiento. 
(...)
Todo sufrimiento es un universo.
(...)
Ir hasta el fondo del abismo de la ausencia de amor.
(...)
Hay que pasar los primeros test, atascarse e los últimos. Fallar en la vida, pero fallar por poco.
(...)
Desarrollad en vosotros un profundo resentimiento con respecto a la vida. Tal resentimiento es necesario en toda auténtica creación artística.
(...)
Toda sociedad tiene sus puntos débiles, sus heridas. Meted el dedo en la llaga y apretad bien fuerte.
Profundizad en los temas de los que nadie quiere oír hablar. El envés del decorado.



En este volumen se reúnen los cuatro libros de poesía de Houellebecq: Sobrevivir, El sentido de la lucha, La búsqueda de la felicidad y Renacimiento. Y es algo parecido a un mundo, a una visión global. Si sus novelas pueden enfocarse a un punto más concreto y hurgar dentro de él, explotar sus estancadas posibilidades, aquí ocurre algo parecido pero a gran escala, como si todo ese panorama vital fuera barrido con la mirada penetrante, dura, a veces cómica, destructora, certera, mortuoria y analítica de Houellebecq. 
Es difícil no estremecerse o que algo no se remueva en el interior de uno cuando lee ciertos pasajes, ciertas observaciones, muchos disparos certeros que sin embargo ejecuta con tranquilidad. No como si destapara algo al mundo y se asombrara por ello; muestra la naturaleza cruda sencillamente a modo de exposición, aunque, aprovechándose de tener tan cerca un cadáver viviente, lo examina con una mirada poética (y de cirujano) que lleva el desencanto a cuestas. Da la impresión de que Houellebecq sea al menos aquí un materializar esos necesarios pensamientos del manido posmodernismo que a menudo cruzan sin más, pero que él embotella y ofrece con una mueca. Y sin embargo, Houellebecq parece aquí más humano. Muestra incluso puntos débiles. Es uno más, pero uno que observa sin ninguna ingenuidad y con mucha aspereza. La que él (de)muestra es una libertad (un liberalismo) que ahoga, o que encuentra trabas curiosas.
Si su poesía es bien lúcida, su prosa poética, o esos textos a caballo entre una y otra cosa no se quedan atrás. Les saca incluso un brillo distinto.
Él se levanta desde el dolor, pero desde luego no de forma sentimental o con pasión arrolladora, sino con mirada seca, casi resignada, impactante. Extrae conocimiento y, diría, ciencia, de ese terreno árido en el que se mueve. Juega con lo actual, con el rumbo si mucho norte; las cosas, los hechos mundanos, ya son fines en sí mismos. Y aun así, hay ideas. Ideas que mueven proyecto y que emanan vida.

Es pese a todo la misma luz, en la mañana, la que se instala y
aumenta,
Pero el mundo percibido a dúo tiene una significación
enteramente distinta
Ya no sé si estamos inmersos en el amor o en la acción
revolucionaria
Después de nuestra charla sobre el tema, te has comprado una biografía de Maximilen Robespierre.

Sé que la resignación acaba de irse con la facilidad de una piel muerta,
Sé que su partida me llena de un gozo increíblemente fuerte,
Sé que acaba de abrirse un pedazo de historia absolutamente inédito
Hoy, y por un tiempo indeterminado, penetramos en otro mundo, y sé que en ese otro mundo todo podrá reconstruirse.

Sobrevivir, que pone en marcha este compendio, es una apertura abismal. Houellebecq sienta ahí las bases no ya de su poesía, sino diría que de toda su obra, que parece llevar una sola idea, un objetivo claro. Se yergue desde el sufrimiento, desde la destrucción y reconstrucción ya con otra mirada. Desde la apatía, desde el lugar donde la modernidad ha llevado a los desheredados. O a todos. Es una guía, una forma de recomponerse y proceder. Houellebecq se vale de su escritura como una especie de huida hacia adelante: es poco probable que sea una forma de salir del atolladero, más bien de entrar de lleno en él y desde ahí buscar otras salidas. Cualquier otras. Y sin perder la burla de tanto en tanto.
Houellebecq es uno de los más grandes escritores franceses —y probablemente del mundo— de nuestra época. Leerlo es ver a través de otro prisma, y desde luego merece la pena dejar que derribe algún tabique y te haga mirar con ese tono parduzco.

sábado, 4 de octubre de 2014

«Cosmos», de Witold Gombrowicz




¿Qué es una novela policíaca? Un intento de organizar el caos. Por eso mi Cosmos, que me gusta llamar «una novela sobre la formación de la realidad», será una especie de novela policial.

Ésta es una de las novelas más estimulantes que he leído en mucho tiempo. Coherente a partir del absurdo. Tan continua, tan rota y tan sólida, tan tortuosa, tan divertida, demente, que va, vuelve, recoge su propia estela y la deforma, crea caminos nuevos, infinidad de vías y opciones, posibilidades lógicas o aceptables, razonamientos que se apoyan en puntos diversos y aparentemente desconectados, fugaces, mínimos. Es una novela que se va formando a sí misma, si puede decirse así. Una obsesión, un ir encajando las piezas mientras el juego está en marcha y ver qué ocurre, cómo se su-ce-den los hechos, cómo se combinan y superponen y cómo la realidad se va tejiendo a base de asociaciones mentales. Hay un hecho, y luego una encadenación de ellos; el primero, un gorrión ahorcado. Ahora los engranajes empiezan a funcionar y parece que ya no hay parada posible. Después, un palito ahorcado. Y muchas pistas, o muchos indicios. E hipótesis, y supuestas pruebas, y señales casuales o causales, sendas probables. Pensamientos, bifurcaciones, alejamiento, existencia, investigación, entramado (i)lógico, basta ya. Un gato estrangulado-ahorcado. Y luego...ah. Quién, cómo, cuándo, por qué, para qué, dónde, etc, etc, etc.

Un cuerpo de asociaciones que conforman esa realidad con multitud de piezas que pueden encajar, pero lo que se conforma no es, no sólo, una historia, digamos, extravagante: hay algo vital, una trama más cercana que juega un papel algo lateral, pero que está ahí tanto como el gorrión ahorcado y que se inmiscuye en ese todo. Una realidad múltiple, con varios planos que van moviéndose en un mismo terreno, que tienen una misma dirección. La comprensión es posible, pero abarcarlo todo...quién sabe. Gombrowicz juega con zonas iluminadas y oscuras, con un abanico del que posee todas las posibilidades pero que, aun así, es excesivamente complicado ponerlas todas sobre la mesa. Como si la total y absoluta comprensión fuera impracticable y la resolución del asunto partiese de esos detalles, así sean un gorrión y un pedazo de madera ahorcados. 

Cosmos es, entonces, una integración de significados, de corrientes, de movimientos, de sentidos, de suposiciones. La representación de una realidad fragmentaria. Un cosmos particular que se proyecta a algo más general. Eso es. Una realidad a la que no le queda otra que confundirse (o conjugarse), aunque sea parcialmente, con la ficción, con ese discurso arrollador. Y al final de toda esa vorágine, cuando el hecho va a desbordar el tablero de juego, hay una especie de regreso, un alivio de la carga que iba en aumento, que no por ello (no necesariamente) tiene menos peso. Los detalles que, encaramados a no sé dónde, han ido haciendo una historia, casi se aligeran.

Gombrowicz es descomunal. Su forma lo es todo. Da la impresión de que puede hacer lo que quiera, jugar como quiera con esa infinidad de pequeños mundos para formar el suyo propio, para crear. Y para que vayamos siguiendo pistas y formando el puzzle.

miércoles, 1 de octubre de 2014

«Diario de un genio», de Salvador Dalí



Parece que el surrealismo sin confrontaciones pierde un poco su esencia, y lo mismo debe de pasarle sin un Dalí que dictamine con mano firme y extravagante y, claro, sin que termine enfrentado y fuera (expulsado) del movimiento, cosa que no influye demasiado en que Dalí siga siendo surrealista (el mejor, el auténtico, diría él, pero, además, un algo aparte y autónomo, sin necesidad de movimiento que le ampare para ser casi una institución en sí mismo) y que el surrealismo siga batallando. Diario de un genio, que abarca el lapso entre 1952 y 1964, es un diario pero no es un diario, o mejor, y para no dar rodeos, el diario de Dalí sin tapujos: unos apuntes exhibicionistas, teóricos, críticos, agudos, de una genialidad a la altura de su ego, que, con todo, parece no ser tal o al menos estar refugiado en una realidad poco cuestionable. Creo que el debate sobre la impostura queda aquí cortado de alguna forma. La frontera entre la total impostura o la completa autenticidad queda con Dalí tan difusa que uno prefiere dejar a un lado ciertas cuestiones, asumir otras y seguir adelante, contando con que probablemente nada se le restaría a Dalí si dijéramos que lo suyo es una completa actuación. Y qué.
Sea como sea, es admirable la mirada despierta y analítica que posee. Es como si posara su vista en elementos que otros, consciente o inconscientemente, evitan, y una vez dentro, lo deformara para extraer su esencia y sacara todos sus significados internos, a veces despreciados. Hablar de Dalí es como hablar de un genio que sabe que lo es y que basa gran parte de su vida en esa exposición, sin dejar de tener un talento abismal que hace el espectador no se atreva, o no del todo, supongo, a tacharlo de megalómano exacerbado.

Aquí parece que todo es un conjunto, normalmente el conjunto Dalí-Gala. Ideas e ideas e ideas, observaciones artísticas, técnicas, filosóficas y tantas otras —al fin, dalinianas— que van formando un continuum demoledor y perfilando y acercando la imagen de Dalí, que arrasa con ojos muy abiertos y que acapara sin remedio la atención. Es fantástico.