sábado, 31 de octubre de 2015

«Poemas y antipoemas», de Nicanor Parra



   Si he de hacer antipoemas, parece decir Parra —aunque la etiqueta viniera después— tendré que hacer mejores poemas que los poetas, manejar la técnica hasta lograr que parezca fácil, y entonces romperlo todo. O algo así.
   Según el mismo Parra, la primera parte contiene poemas neorrománticos y postmodernistas; la segunda, expresionistas. En la tercera estarían los antipoemas, aunque hay algo en esa composición así estructurada que facilita intuir esa ruptura, ese giro.

   Parra se hace con un lenguaje alejado de lo poético y de la poesía, hasta donde eso sea posible. Escribe, de alguna forma, mostrando que el poeta es persona —y persona corriente, inmersa en la bajeza de la vida— antes que poeta. Crea ahora poemas que desbaratan sagradas bases de la poesía. Desprecia los elementos y motivos más ideales de la poesía y se hace con objetos mundanos, algo más cerca de la vulgaridad y de la fealdad, de la realidad; cobra una fuerza propia, se libera, su voz se acerca a la devastación. Y se ríe, y juega con eso, hace de la poesía y de sí mismo una caricatura, crea algo nuevo o transformado. Se vanagloria sin mucho pudor, denuncia el mundo de la modernidad.
   La de Parra es una mueca extremadamente consciente, una mueca que no abandona —no puede abandonar— la parte de esperpento que tiene el mundo y, así, ella misma.


Según los doctores de la ley este libro no debiera
                                                          [publicarse:
La palabra arco iris no aparece en él en ninguna parte,
Menos aún la palabra dolor,
La palabra torcuato,
Sillas y mesas sí que figuran a granel,
¡Ataúdes! ¡útiles de escritorio!
Lo que me llena de orgullo
Porque, a mi modo de ver, el cielo se está cayendo
                                                               [a pedazos.


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