viernes, 30 de octubre de 2015

«Niños en el tiempo», de Ricardo Menéndez Salmón



   Y así como el instante de la concepción, ese misterioso empuje en el que dos principios colisionan para cambiar el curso del mundo, resultó inaudible, con ambos actores ajenos a lo que nacía dentro de los cuerpos, así el instante de la desgracia fue también silencioso.


   Casi diría que Niños en el tiempo es una historia sobre la fuerza de la inconsciencia, sobre el curso normal e incontestable del mundo. Una historia que sitúa a la literatura en su centro: la literatura como forma de sobrevivir al acontecimiento, de canalizarlo, de darle su sentido y su lugar en su mundo e intentar dárselo uno, lector y escritor, a sí mismo. Es decir, la literatura como salvación, de alguna manera. Pero sin excesos, sin abusos.

   Están presentes el amor, la paternidad, la pérdida o la muerte, y en cualquier caso, supongo, el avance inexorable de la vida; es decir, el amor, la paternidad y la pérdida o la muerte —y algunas otras cosas— como fuerzas propias de ese mismo avance, y seguramente el amor como impulso de las demás y de la novela misma, que quiere mostrar que ello desemboca en otras emociones igual de fuertes, a veces contradictorias, inevitables, no excluyentes.
   Niños en el tiempo contiene tres relatos: el del acabamiento de un matrimonio tras la pérdida de su hijo; el de la infancia de Jesús —un Jesús, además, con un gemelo muerto al nacer, es decir, el relato de la infancia que se le negó, ignoró u ocultó, la infancia que tienen todos los niños; y el del viaje y el secreto de una mujer. Los tres relatos van a relacionarse de manera intensa y silenciosa, rescatando algo de ese avance inevitable que envuelve a la novela. La vida abriéndose paso, la vida haciendo presente al arte, la vida imponiéndose.

   Menéndez Salmón es un escritor maravilloso. Quizá esta novela no lo atestigue debidamente, aunque la escritura de esta novela también es maravillosa. Con sus altos y bajos, pero espléndida. Quiero decir que quizá en Niños en el tiempo la escritura sea mejor que la novela, mejor que la combinación de elementos con la que Menéndez Salmón trata de crear algo. Un artefacto, un dispositivo, algún significado del arte y de la ficción, de la vida. Porque parece que sus novelas tratan de narrar pero a la vez de hacer o modificar algo con la escritura y con lo que se cuenta, acercarse al misterio o al mito y combinar fuerzas para extraer imágenes, para mostrar algo. En este sentido puede que la obra del asturiano —vista así, como un todo, como una panorámica— tenga más fuerza y alcance que alguna de sus novelas en concreto. En todas está la estética, la inteligencia, las oraciones esculpidas y engarzadas con un sentido antiguo y extraño, poderosísimo. Su forma de escribir es innegablemente literaria, madura, a veces cerebral. Luego puede que aquel artefacto que intenta crearse tenga más o menos éxito —me parece que Medusa logra su objetivo de forma brillante—, convenza más o menos, pero, en cualquier caso, no hay que dejar pasar la ocasión de leerlo. 
   Al margen de observaciones concretas y discutibles, Menéndez Salmón es muy recomendable. Todo él.


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