jueves, 8 de octubre de 2015

«La religión de mi tiempo», de Pasolini



   Quizá la figura de Pasolini sea una de las más atractivas y una de las que mejor represente la militancia y el riesgo de la filosofía, el desarrollo y las consecuencias de una vida plena, valiente, sin concesiones, para qué replegarse. Por su multiplicidad y por su exceso, por sus ideas, por ser sus ideas, de alguna manera. La poesía era quizá su mejor vehículo de expresión, quizá el que pueda vertebrar todo su mensaje con más energía, pero supongo que leer su poesía sin pensar en el resto de su obra —y en él mismo, Pasolini en tanto que Pasolini, unidad vital— es reducirlo injustamente a alguna estancia demasiado pobre para él, a pesar de la tremenda fuerza de sus poemas y de toda su escritura, de su poder de transmisión.

   Aquí vienen reunidos Las cenizas de Gramsci, La religión de mi tiempo, Poesía en forma de rosa y Transhumanar y organizar. Todo, o casi todo Pasolini. Su voz profética, sus diagnósticos y advertencias sobre los tiempos en que vivimos, el capitalismo, su trato a la ideología, su extrema conciencia. Quizá todo venga de ahí, de la extrema conciencia que atesoró Pasolini y que le sirvió para detectar los males endémicos del mundo, acercarse a ellos y tocarlos —tocar la realidad, intentar cambiarlos o destruirlos. He ahí la vitalidad desesperada, los valores, el sentimiento de decadencia o de calma decadente; la necesidad, por nuestra parte, de escucharle para no sucumbir, si es posible.

   Su discurso parece uno solo, un discurso múltiple que apunta a la libertad, que se va conformando desde distintos ángulos, un discurso inteligente y a la vez sensible a la realidad de su tiempo —y del nuestro—, que hurga en ella mediante un lenguaje propio, trabajado, directo. Es una especie de acercamiento o descripción del abismo, escribiéndolo o apuntando a él desde el conflicto, a veces desde el horror. Una visión descarnada y sin artificios que le permitió vivir con una intensidad casi impensable, no sé si fatídica. Que le permitió, diría, ver el mundo mejor que cualquier otro, y jamás ocultarse.


(...)
A esto me veo reducido: cuando
escribo poemas es para defenderme y luchar,
comprometiéndome, renunciando

a toda mi dignidad antigua; aparece,
así, indefenso aquel corazón mío elegíaco
que me avergüenza, y cansada y vital

refleja mi lengua una fantasía
de hijo que nunca llegará a ser padre...
Poco a poco, entretanto, he perdido mi compañía

de poetas de rostros desnudos, áridos,
de cabras divinas, con las frentes duras
de los padres padanos, en cuyas magras

filas cuentan apenas las puras
relaciones de pasión y pensamiento.
(...)


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