sábado, 24 de octubre de 2015

«El hacedor», de Borges



   Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara.


   El hacedor es una especie de obsesión con un objetivo muy claro, o con un grupo de ellos. Y quizá el placer —no sé si el deber— de Borges sea poder llegar a todo ello —mostrar que puede llegar(se) a todo ello— desde distintos puntos, demostrar que relatos, ensayos y poemas pueden apuntar al mismo lugar y habitarlo, hallarlo y perderlo. Tocar y fundirse con la literatura, si acaso de verdad, sin mediaciones. Es una extraña combinación de vida y literatura donde parece que la primera está al servicio de la segunda o sirve para que ella se desarrolle pero donde, en último término, no queda suficientemente claro donde empieza una y dónde acaba la otra, quién es uno y quién es el otro, si el tiempo actual tiene algo —es una repetición inevitable— de algún pasado que tiene aquí su reflejo, su historia, si encuentra aquí algo más de sentido. Entonces vuelven las tentativas con el tiempo y el infinito, la memoria, la invención, la identidad, la veracidad de un pasado que sigue muy presente. La ficción haciendo vida, conformando la realidad. Un libro inacabable, por suerte.

   Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas.


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