lunes, 7 de septiembre de 2015

«Victoria», de Knut Hamsun



   Victoria no tiene, creo, tanto poder como Hambre u otras obras de Hamsun, pero pude que ya se entrevea con facilidad una de sus mayores virtudes: esa fuerza silenciosa pero bien perceptible que gobierna al individuo y a la relación que guarda con sí mismo y con otros, esa fuerza que maneja la psicología del yo y que Hamsun maneja, a veces con escalofriante serenidad, para moverse entre la tragedia y la ausencia, entre el encuentro y el silencio, entre el romanticismo y la muerte, por una especie de sucesión de movimientos frustrados que van perfilando la historia de principio a fin. 

   Hay una especie de unión o fusión entre realidad e imaginación que va forjando un cuadro en el que se desarrolla la historia, el amor truncado (o distanciado antes de darse, o expuesto a las exigencias de la realidad) entre Victoria y Johannes. Todo con una voz poética que acompaña a la trama, trama que no sería absolutamente nada, no tendría ningún interés sin ese ambiente así conectado y así establecido, sin la mano de Hamsun gobernando el tono y el paisaje y lo que (no) se dice, llevándonos a través del tiempo para asistir a esa distancia más o menos permanente que rige el todo, como si no pudiera accederse más allá, por muy necesario que fuera.

   Quizá lo más acertado de Hamsun en Victoria sea mostrar tanto diciendo tan poco, el juego de ilusiones y creencias, insinuando a conciencia esos secretos movimientos que se realizan inadvertidos en lugares apartados de la mente.


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