martes, 8 de septiembre de 2015

«Los inmortales», de Manuel Vilas



   Os recuerdo que los hombres y las mujeres morían, es decir, desaparecían de la realidad después de vivir unos pocos años, cantidades de tiempo insignificantes. En ese breve tiempo los seres humanos construían sus vidas, sus matrimonios, sus descendencias, y luego se desintegraban, se destruían, ya no estaban, dejaban de ser. Se enamoraban y luego sucumbían, desaparecían como lágrimas en la lluvia. Y sus vidas se convertían en ficción, o en menos que eso. Inconcebible, pero era así. Era la muerte, ese clásico de nuestros estudios arqueológicos, como bien sabéis, pues sois arqueólogos ilustres.


   No tengo demasiado (no del todo) claro que sea una novela verdaderamente humorística o algo parecido, pero es muy divertida. Si se la puede calificar de humorística no es, me temo, de la manera en que uno primero podría pensar. Es mejor. Es rápida, ágil, rota, una especie de paseo vital poco estructurado, si es que su estructura no es precisamente ese desorden bien dirigido, prácticamente un desafío relajado y agudo a la novela convencional y a casi todo lo convencional. Vilas toma algunos personajes históricos y los trae de nuevo al mundo, a un supuesto 22011, al paroxismo de la modernidad, a un espacio donde esos personajes se mueven de forma casi caricaturesca, un espacio donde cabe la reflexión y a la vez no, donde cabe el pulso narrativo y a la vez se interrumpe (porque para qué), un espacio donde Vilas juega con el absurdo y con el contexto, con la falta de contexto, con el dominio del pasado para hacer un futuro distinto, una cultura extraña que parece querer advertir algo.

   Sus personajes son reales y a la vez ficticios, y los comportamientos son reales y la vez ficticios, diría; el lector puede concebir todo eso porque es algo accesible para nosotros, algo para lo que, no sé cómo, estamos preparados. Quizá porque no es especialmente difícil adentrarse en ese mundo dese éste que pisamos, que es un poco el mismo, sólo un poco. Es una puesta en escena que rebosa inteligencia e imaginación, que juega a descolocar al lector, o a que éste acelere el paso; a que piense, quizá, que Vilas está hablando de la muerte, o de la vida, o de ambas cosas, supongo, y que lo hace distanciándose y riéndose un poco de todos nosotros, él incluido.
   En el fondo está hablando también de literatura, sin hacerlo o sin molestarse excesivamente en ello, porque la literatura es todo eso, y también, quizás, al menos así vista, una total ruptura del tiempo, también del espacio. Todos los elementos de esta novela están profundamente conectados por esa extraña globalización o aspiración a ella, aunque sean dispersos y estén abocados al vacío y no tengan especial razón de ser. Pero son así. Y son muy buenos.

   Vilas tiene un dominio sorprendente de la literatura, muy a su manera. Y ya.


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