lunes, 28 de septiembre de 2015

«Intemperie», de Jesús Carrasco



   Entendió que el viejo no sería quien le entregara la llave del mundo de los adultos, ese en el que la brutalidad se empleaba sin más razón que la codicia o la lujuria. Él había ejercido la violencia tal y como había visto hacer siempre a quienes le rodeaban y ahora, como ellos, reclamaba su parte de impunidad. La intemperie le había empujado mucho más allá de lo que sabía y de lo que no sabía acerca de la vida. Le había llevado hasta el mismo borde de la muerte y allí, en medio de un campo de terror, él había levantado la espada en lugar de poner el cuello. Sentía que había bebido la sangre que convierte a los niños en guerreros, y, a los hombres, en seres invulnerables. Creía que el viejo le haría pasar, coronado de laurel por un esclavo, bajo el arco de la victoria.


   Intemperie puede ser algo así como la recreación de un escenario desnudo y expuesto, un lugar en permanente sequía que, alejado de cualquier concreción o seña particular —ningún personaje tiene nombre propio, ningún lugar, ninguna referencia reconocible, tiende a presentar algo universal, acercándolo al extremo para ilustrarlo mejor. Valores, acciones y reacciones, necesidades y obligaciones, injusticias, pasiones. No sabemos exactamente cuándo y dónde tiene lugar lo narrado, pero podemos acceder a ello sin problemas y estar allí, asistir al entramado de vida —con todo lo que conlleva que Carrasco traza con una escritura precisa, casi impecable, con una ejecución brillante.

   Un niño escapa de su casa, no sabemos bien por qué; huye de un alguacil y sus acólitos hasta que se encuentra con un viejo cabrero con el que emprende el camino, con el que trata de esconderse; tendrá que atravesar un paraje extensísimo para ponerse a salvo, y poco más. Uno no requiere demasiadas explicaciones o justificaciones para seguir la historia y comprender el fondo del asunto. El niño ha sido de alguna forma arrojado al mundo y habrá de apañárselas como pueda, consciente de que la amenaza y su consumación no serán más amables con él; consciente además de que lo buscan, de que la tensión estallará pronto, por algún lado.

   Carrasco logra poner en marcha tremendos engranajes a partir de un mínimo, desde una historia en la que los acontecimientos se suceden según las exigencias de aquellas tensiones, según sus movimientos. Describe al detalle, con un enfoque externo, la vida en esos días del niño y el cabrero, y con ese pretexto —quizá demasiado protagonista— eleva ciertos presupuestos de la trama a otra esfera, casi consagrándolos. Buscando algún tipo de redención o dignificación, recuperando una fuerza perdida. Puede que la mayor virtud de la novela sea a la vez su punto flaco, según cómo se mire: la narración trabajada, sólida, con momentos intensísimos; una narración que rara vez se separa de ese tono descriptivo para acercarse a las emociones o al interior de los personajes y conjugar así ambas cosas, pero una narración a la que difícilmente se le puede reprochar algo una vez ubicada y asentada.

   Quizá lo más destacable no sea tanto el ambiente campestre —árido, seco, castizo, desgarrado, un poco rancio— sobre el que Carrasco incide continuamente como lo perfectamente medido y bien llevado de la narración, el ritmo marcado, la velocidad justa, las imágenes nítidas; quizá, después de todo, lo mejor sea el trasfondo, lo que se mueve detrás de todo ese escenario, sin despreciarlo: el tiempo humano y sus tensiones, el silencio, las luchas internas, el mal que parece cernirse sobre uno sin pretexto ni mesura, la resolución arbitraria pero válida y legítima de los problemas.


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