lunes, 22 de febrero de 2016

«El otro, el mismo», de Borges



   Un hombre, todos los hombres. Uno mismo, otro. El otro, el mismo. Es la tesis de Borges, más por necesidad que por voluntad; una tesis que da vida a un cuerpo literario excelente e infinito, múltiple, cambiante, extraño y familiar. Borges habita ese espacio al que da voz y que a todos incumbe desde un imaginario y una razón irrenunciables, como si uno —Borges, lector, cualquiera— no pudiera, aunque quisiera, desprenderse de los libros leídos, de la historia, de la mitología, de la imaginación, del tiempo común, de la tendencia natural a situarse en un mundo donde cada uno juegue quizá con el mismo olvido y la misma memoria, sea consciente o no. Así que Borges puede, con aplomo, con absoluta legitimidad, contar experiencias vividas por otros, utilizar la ficción y el juego de espejos para internarse en el corazón de la realidad, para hacer suya la Historia mientras se entrega a ella en un ejercicio literario —vital— de doble sentido, de manera que cada lectura es una pregunta abierta y una búsqueda, la posibilidad de una reconstrucción a partir de la conjetura (o de la imagen, o del paralelismo, o de la familiaridad de la sensación).


Oh destino de Borges,
(...)
haber envejecido en tantos espejos,
(...)
haber visto las cosas que ven los hombres,
(...)
y no haber visto nada o casi nada
sino el rostro de una muchacha de Buenos Aires,
un rostro que no quiere que lo recuerde.
Oh destino de Borges,
tal vez no más extraño que el tuyo.


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