martes, 2 de febrero de 2016

«El origen», de Thomas Bernhard



   Mi ciudad de origen es en realidad una enfermedad mortal, con la que sus habitantes nacen o a la que son arrastrados y, si en el momento decisivo no se van, se suicidan súbitamente, directa o indirectamente, antes o después, en esas condiciones espantosas, o perecen directa o indirectamente, lenta y miserablemente, en ese suelo de muerte, arquitectónico-arzobispal-embrutecido-nacionalsocialista-católico, y en el fondo totalmente enemigo del ser humano. La ciudad es, para quien la conoce y conoce a sus habitantes, un cementerio en la superficie hermoso, pero bajo esa superficie en realidad horrible, de fantasías y deseos.


   La escritura de Bernhard es devastadora, arrolladora. Seguramente acorde con lo que cuenta. El qué y el cómo hallan una extraña armonía que potencia el todo y hace que la escritura cobre fuerza y que no sea posible darse a la lectura sin implicarse en algún grado, sin, de alguna forma, participar o asistir verdaderamente al tiempo y a las condiciones que Bernhard recrea. Para el lector más o menos consciente la distancia queda eliminada, como si fuera necesario estar cerca de la podredumbre o de la aniquilación para comprender lo que se cuenta, para dar sentido al torrente de vida —límite, oprimido, cercano al abismo— que habita entre la desesperación, que está, seguramente, creado por el horror y destinado al horror.

   Bernhard emprende un regreso a sus orígenes nada complaciente. Quizá tenga algo de terapéutico, no sé si de purga, seguramente no de expiación. Es un conflicto, un choque, un producto de la situación extrema. Se vale de un discurso incansable para adentrarse en sus primeros años y embestir sin mesura contra el sistema educativo y contra la familia, contra Salzburgo, contra el catolicismo y el nacionalismo y quizá contra todo tipo de estructura subyacente. Bernhard hace de la escritura una herramienta que dinamita, a base de continuos, recurrentes ataques, cualquier estabilidad o punto de apoyo, cualquier ideología opresiva, y encuentra en ese modo escritura, tortuoso y desbordante, el mejor sostén del relato, unos cimientos del todo sólidos que encuentran su orden en el caos, que se asientan en el torbellino de sentencias.

   Muy pocos podrían escribir como Bernhard sin agotarse o sin agotar el relato. Bernhard se mueve en un terreno peligroso que domina con una genialidad insultante. Trasciende los límites de la narración de manera que todo queda ahí contenido pero todo apunta a algo más, a los márgenes, a las variaciones de la violencia del mundo mismo, heredada y transmitida consciente o inconscientemente.


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