martes, 15 de julio de 2014

«Curso de filosofía en seis horas y cuarto», de Witold Gombrowicz



   Por primera vez la filosofía toca la vida.


   Resulta (un poco) extraño, pero muy tentador y sugerente. Gombrowicz está moribundo, desesperado, y acepta más o menos de buena gana la proposición de De Roux: dictar un curso de filosofía del que éste y la mujer del propio Gombrowicz serán alumnos.
   Y entonces viene lo relativamente extraño y sugerente. Parece que la filosofía sólo cabe en según qué situaciones, y en alguna de esas situaciones adquiere —o se le da— giros curiosos. Si Gombrowicz ataca el intelectualismo, de alguna manera abstracto, o la situación del pensamiento en una estancia demasiado lejana a la vida como tal, la situación en la que se encuentra parece que le da impulso para dictar unos apuntes que tienden a esa perspectiva más existencial. La filosofía surge y regresa a la vida. Gombrowicz se muere, pero sus apuntes rezuman una visión vital, vibrante. Unos apuntes distendidos, concisos, mutilados, incompletos, irónicos por momentos —uno lee ciertas cosas e imagina al enorme y pobre Gombrowicz riéndose en su lecho de muerte, haciendo de la filosofía la herramienta que ha llevado siempre buscando, alejándola del academicismo cerrado y rompiendo y reformulando fronteras—, superficiales pero concienzudos con su objetivo, claros y con fogonazos de lucidez.

   Uno —lector, quizá estudiante de Filosofía— lee a Gombrowicz, asiste a la forma en que trata el arranque de la filosofía moderna y a las observaciones poco casuales que ofrece y quiere haber sido su alumno, quiere verse en un aula con él como profesor y destrozar los apuntes que, a falta de Gombrowicz, tiene sobre el asunto. Es algo descorazonador, pero al menos contamos con su legado.


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