domingo, 18 de enero de 2015

«El teatro de la memoria», de Leonardo Sciascia



   Con tanta nitidez lo recuerdo —cada vez más en la miopía de la memoria—, que a partir del caso del desmemoriado podría yo hoy fabricar lo que los tratadistas del arte de la memoria llaman «teatro», a saber, un sistema de lugares, de imágenes, de actos, de palabras, capaz de suscitar en la memoria otros lugares, otras imágenes, otros actos, otras palabras, en constante profusión y asociación. Esto es Proust, y una forma de «ocultismo» que no sospecharon los tratadistas del arte de la memoria.


   Impostura. Vida y literatura. He aquí su conexión y su puesta en escena. Esta obra, erigida desde un caso real, podría ser a la vez novela y ensayo; en cualquier caso, una magnífica muestra del juego literario, de la tensión entre el querer creer y lo que de hecho es, en la identidad y el convencimiento de la misma, en la duda que engendran unas pruebas hasta cierto punto insuficientes.
   Año 1926, Turín; un hombre es arrestado al robar en el cementerio. Padece amnesia (o eso dice), no se le logra identificar, y, al mostrar en comisaría síntomas de alienación mental, se le acaba internando en el manicomio de Collegno. Más tarde publican una fotografía suya y algunos rasgos para procurar identificarlo; entonces arranca el entuerto. Unos lo reclaman como el profesor Canella —él mismo asiente, le viene bien esa identidad—, desaparecido en la Primera Guerra Mundial, pero las pruebas judiciales confirman que el desmemoriado es Mario Bruneri, estafador en busca y captura.

   Pues esto es lo curioso, lo paradójico del caso: que aun habiéndose demostrado por las huellas dactilares quién era el interno número 44.170, se diera curso a una investigación judicial basada en la «memoria del amnésico» y en los recuerdos que familiares, amigos y conocidos guardaban del profesor Canella y del tipógrafo Mario Bruneri. Y el manicomio de Collego se convirtió en un teatro de la memoria: no al estilo de messer Giulio Camillo, Giordano Bruno o Robert Fludd, sino, claro está, de Pirandello.

   Sciascia expone con maestría los engranajes de todo un proceso de reconstrucción de un pasado real en aras de forjar una identidad, un rostro nuevo; pasa con sutileza por la recreación de unas ficciones que hagan valer un discurso —cualquier discurso—, y casi parece que se diera una relación de ida y vuelta entre la ficción y la realidad, dejando la marca identitaria —ya sea con fundamento o por la inercia de los sucesos— en el mismo lugar que la impostura más convincente; como si querer ver algo como real lo convirtiera en tal cosa, como si hubiera un pequeño paso entre el engaño y el cambio real de paisaje. 
   Sciascia parece ir rodeando la historia hasta mostrar esos resquicios paradójicos y el carácter a veces esquivo del recuerdo y la memoria, también el curioso empeño de los implicados (y de los no implicados) por re-conocer algo, y a la vez que cuenta el caso apoyándose en testimonios y documentos, llega con precisión a su objetivo, no tan anecdótico, que apunta a algo más allá.


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