sábado, 30 de agosto de 2014

«Las flores del mal», de Charles Baudelaire




Baudelaire es increíble. Una de esas maravillas que probablemente a día de hoy serían inconcebibles, que ni siquiera tendrían lugar. Lo de Baudelaire no se acerca a la tentativa ni a la voz lírica por el mero hecho de escribir (con) esa voz; Baudelaire alcanza y sobrepasa esa esencia que busca, la hace suya y se recrea. Encarna esa visión transgresora, esa lucha entre contrarios, esa imagen más o menos sucia con la que re-presenta la ambivalencia de la modernidad y de la poesía moderna (del arte en general). Es, si puede decirse así, una extensión del romanticismo, una etapa que viene a sintetizar aspectos concretos, a plasmarlos en imágenes. Lo lírico cobra fuerza en conexión con la naturaleza, aunque sin perder de vista al sujeto.
La figura de Baudelaire supone una dualidad entre lo moderno y lo antiguo, una forma de renovar el presente echando una mirada a un pasado al que debemos ciertas cosas pero del que no podemos depender demasiado. La belleza moderna será la que no pierda de vista esta proyección. Se unen así lo eterno, el elemento que permanece casi como esencia de lo bello, y lo circunstancial, la contingencia fugitiva y efímera que cada época tiene y cuya puesta en escena es necesaria para no caer en anacronismos o ambigüedades oscuras.
Contradicción, tensiones, choque de fuerzas, Bien y Mal, contraposición de formas, una sensibilidad que se alza por encima de muchas otras y que conecta con una relativa espiritualidad, una moral que se tambalea, un sacar a la luz lo que subyace en esa modernidad que tiende a lo atroz. Es en parte por esto que Baudelaire escribe con pasión al tiempo que parece que siente rechazo por lo que escribe. Quiere estar y no estar, escribir y destruir lo escrito y destruirse a sí mismo. En esa situación se halla el placer. Un placer que, además, encuentra o produce con una técnica poco humana, con una genialidad llena de claroscuros y de juegos de colores.
En la modernidad el arte es moneda de cambio, las ideas tienen precio y hay quien las compra y quien juega con ellas, quien las atrapa y somete. Al final, la resistencia tiene su motivo y quizá su contrapartida, como si se mirara en un espejo y no pudiera dejar de ser. Como si la denuncia y la huida sólo fueran relativas.
Leer y releer estos poemas es dejar que invadan a uno e ir encontrando así su fin más certero.

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