domingo, 10 de agosto de 2014

«La hora del diablo», de Fernando Pessoa




Pessoa, ah...es descomunal. Uno de esos (pocos) grandes que crean un universo, que forman y conforman su propio mundo, un mundo místico y real que termina siendo también del lector, y más de aquél que se lanza al abismo e indaga en él, o quizá al contrario: que permite que Pessoa penetre en él.
Hay en el narrar pessoano una metafísica que juega a varios a niveles (unos muy cercanos y otros hasta peligrosos, o peligrosamnte atractivos) y hasta, diría, una analítica estrechamente ligada a aquélla. Uno lee al portugués y siente que pocas cosas escapan a su alcance.
Este relato concreta de alguna forma esa pulsión que yace tras la escritura pessoana, esa especie de desencantamiento, de norte perdido y sin embargo concienzudo. El inicio del Libro del desasosiego parece señalar el motivo o motor del discurrir que luego va a llevar a cabo, y parece que podría aplicarse aquí, a La hora del diablo, y ver una forma casi nueva: Nací en un tiempo en que la mayoría de los jóvenes había perdido la creencia en Dios, por la misma razón por la que sus mayores la habían tenido —sin saber por qué. Y entonces, como el espíritu humano tiende naturalmente a criticar porque siente, y no porque piensa, la mayoría de los jóvenes escogió a la Humanidad como sucedáneo de Dios. Pertenezco, sin embargo, a aquél género de hombres que están siempre al margen de aquello a lo que pertenecen, no viendo sólo la multitud de la que son parte, sino también los grandes espacios que hay al lado. Por eso ni abandoné a Dios tan ampliamente como ellos, ni acepté nunca a la Humanidad. (...)
Así, no sabiendo creer en Dios, y no pudiendo creer en una suma de animales, me quedé, como otros de la orla de las gentes, en aquella distancia de todo a la que comúnmente se llama la Decadencia.
En La hora del diablo Pessoa viene a desmitificar la figura del Diablo, a poner un nuevo orden, si acaso a modificar la perspectiva común, pero todo desde cierta distancia y sin dejar de lado imágenes y ciertas metáforas. (No sé si a un tipo como Pessoa le importaría demasiado remarcar de forma clara y distinta su pensamiento, ni siquiera dejar de hacer un relato con referencias tan sugerentes, puestas en el momento y lugar adecuados). El Diablo, o la voz de Pessoa articulando la figura del Diablo, se presenta como un caballero, como un ironista, como un personaje, alguien sin mucha importancia que habla con María, una mujer cualquiera, digamos. Se presenta como hermano de Dios. Éste creó un cuerpo corrompible, él, en cambio, hace imaginar. Quizá se acerca bastante a eso que diría Pessoa, la nada que duele, aunque de forma más vívida, menos nostálgica. No es el que se rebela contra Dios, si acaso sólo dos caras de la misma moneda, una fórmula en la que tiene vital importancia esto último: ser parte de lo mismo. Pessoa no se rebela contra Dios, no es ni mucho menos un ateo extremista. Pessoa busca, investiga, divaga, descubre, quizá nunca abandona ese camino y sea precisamente esto lo que le lleva a elevarse por encima de tantos otros y de tantas cosas. 
Pessoa se aleja de la creencia ciega para poder mover su pensamiento (aunque este sea relativamente inconcluso), para abrirse otras vías, para no conformarse, porque no puede hacerlo. Muy pocos como él han volcado tanto en su escritura. Pocos tan grandes.

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