sábado, 29 de marzo de 2014

«Las cosas», de Georges Perec





Perec y su análisis matemático, cuadriculado, de la realidad; pero rompiendo tabiques. Uno no puede leer a Perec como a otro más, no puede ver sus libros como otros cualquiera. Hay que sentir algo, hay que rebelarse con o contra él y darse cuenta de que algo pasa, aunque a veces eso que pase sea lo que no-pasa. La inactividad, alarmante o no. La señal de vida detrás de eso. El grito susurrado.
París, años 60. Una pareja de psicosociólogos se sumerge (puede que con algún atisbo de lo que iba a ser Un hombre que duerme) en una vida que parece dominada por las cosas, en una narración donde las cosas los definen a ellos y en un mundo donde no son ricos ni pobres, pero les gustaría ser ricos (Su vida habría sido un arte de vivir), aunque probablemente no sabrían ser ni una cosa ni la otra; sabrían hacer cosas de ricos si lo fueran, pero no ser ricos, o eso creo. Añoran esos objetos que lucen un aire distinto, elegante, a veces antiguo, acogedor. No la riqueza, sino la idea de riqueza. El qué haré si. El qué voy a hacer cuando. Las relaciones personales se forjan y nutren en razón de ello. Y esta visión  se una y apunta a otra, probablemente a la lectura que se superpone: del nivel de las cosas pasamos al nivel de la vida, del ensueño, de la proyección de un futuro que se resiste, del anhelo exarcebado de la libertad, de la resistencia de un presente quieto en el que no pasan cosas que debieran pasar pero donde también toma más peso la huida que la acción, en parte porque la acción está truncada. Se han establecido en lo provisional, en lo fugitivo, y una incomodidad vívida les hace preguntarse por ellos, por la situación y por lo que está por venir; a veces lo evitan, pero puede que sólo estén en el ojo del huracán. El problema es que el tiempo pasa rápido pero el ritmo es demasiado lento, la cadencia es insoportable, obliga a mirar hacia afuera, más allá de los límites, y sin embargo ―apoyándome casi-legítimamente en Vila-Matas―, sólo de ese rechazo, de esa lúcida resistencia o inconformismo puede surgir la vida que está por venir. La pareja y sus amigos se evaden y se cobijan en gestos, costumbres, sutiles recovecos salvadores, en la huida de (o hacia) los otros. Y no vale de nada. El proceso encuentra obstáculos. El tedio se asoma. La mirada se agota. Los objetos permanecen, los criterios también. Lo que cambiará desesperada, irrevocablemente, será el cristal por el que los muchachos observan. Incluso al huir, llegarán a ver, ya sin la misma nota de inconformismo, ahora poniendo otro gesto más resignado o más vacío (vacío es la palabra), que el cambio vino antes de esto, o que nunca hubo cambio. Las cosas persisten, ellos también; las cosas siguen igual, ellos no. La situación parece haberse roto, pero una voz al fondo sugiere algo distinto, sugiere que otro algo se ha apoderado de ellos, no sé si las cosas mismas.
Que la obra se sitúe en el consumismo de los 60 no es ningún problema para ubicarla, con más ardor, en el presente más actual, y probablemente en cualquier época si acaso nos quedamos con el hilo conductor de la historia.
Que el estilo de Perec sea seco y distante parece algo que apoya a ese planteamiento donde todo puede palparse y la emoción es un fantasma, pero un fantasma que está ahí.

Bueno, asumo que Perec me gusta bastante. Quizá ésta no sea su mejor novela, pero me parece que siempre puede sacarse algo de él. Y que hay que acercarse a él. Y que merece la pena. Y que su universo  y habilidad son interesantes. Mucho.

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