Si en Occidente la belleza se vincula a la luz, a lo iluminado, a esa limpieza que produce destellos y ofrece una claridad apabullante y abierta, en Oriente la belleza se encuentra en la oscuridad, en la sombra, en el juego de claroscuros, en el misterio que parece albergar ese cobijo, esa elegancia que pierde, al desnudarse, la vida occidental. La belleza como eso que no siempre puede alcanzarse, ni siquiera distinguirse con facilidad, como aquello que se mantiene alejado, sumido en su limbo de atracción; eso que se crea conforme se proyectan sombras y reflejos. Supongo que no conviene perder de vista que el ensayo fue escrito en 1933, no sé si hoy se hubiera escrito esto mismo. Sea como sea, resulta curioso notar los dos niveles de lectura que pueden apreciarse. Luz y sombra como Occidente y Oriente, pero quizá también como la sombra de Occidente sobre Oriente y su (a veces "mala") influencia, su imposición de maneras más prácticas o desnaturalizadas en comparación con ese otro mundo que idealiza todo un arsenal de puestas en escena y de símbolos y formas que quieren resistirse al arrastre límpido de Occidente, y que, en último término, aunque se vean arrastradas, no pueden desligarse del todo de esa mancha, de ese reflejo oscuro que llevan impreso y del que no pueden escapar (y tampoco hace falta). Ese nivel de concreción que desciende hasta los detalles y dibujos más palpables y esa otra estructura que abarca el bloque y lleva consigo el flujo de la marea como un todo imparable.
Tampoco creo que la comparación sea una confrontación, sino más bien una pregunta, un interrogarse acerca de eso que está tan cerca y se viene encima.
Aunque quizá por las expectativas previas me esperaba algo más ambicioso y abierto, probablemente sea una buena forma de tomar contacto especialmente con la cultura japonesa y salir un poco de esta iluminación ciega y todo eso.
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