domingo, 22 de junio de 2014

«La decadencia de la mentira», de Oscar Wilde




Asistir a los planteamientos de Wilde suele conllevar el asentimiento asombrado, presenciar desvelamientos tajantes que uno descubre como ciertos.
Una defensa con tres pilares: independencia del arte, visto como algo que responde únicamente a sus propios motivos, que se hace por y para sí, que se erige de forma autónoma; volver al origen, erigir la vida y la naturaleza en ideales, trae consigo el mal arte; la vida y la naturaleza imitan al arte, y no al contrario.
La vida va por delante del realismo y el romanticismo va por delante de la vida, va a decir Wilde. Y qué razón tiene. Leerlo recuerda a veces demasiado a los románticos, quizá especialmente a Novalis en sus apreciaciones sobre la vida, la poesía, el arte, aunque Wilde otorga una concreción y consistencia propias y con marca personal. 
Y detrás de ese enorme telón que es el Arte, la mentira; la mentira como motor, como forma de belleza, de creación, de invención, como forma de otorgar una verdadera realidad, una pulsión que haga que el arte sea arte y no una imitación de la vida que acabe perdiendo veracidad precisamente por parecerse demasiado a ella. Una batalla que se puede ver perfectamente en la literatura.
Del Arte a la mentira y de la mentira a lo irreal e intemporal. La decadencia de la mentira (como un arte, como una técnica, no sin más, no mentir de cualquier forma) que nutre al arte viene dada por la imposición de la naturaleza, por tenerla a ella y a la vida como espejo y no tanto al revés. Todo se desvirtúa un poco, se pierde poder, el arte se diluye, probablemente al final también la propia vida, que se queda sin sustento y se hace lenta y soporífera, desgastada y aburrida.
Genialidad la de Wilde. Es inmenso. Lo abarca todo, o todo lo que se propone, con una certeza implacable. Escribe y salta obstáculos y va haciendo camino; uno lee de su mano y casi irremediablemente se pone de su parte. Lo otro parece una temeridad. 

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