«After Dark», de Haruki Murakami
Pues sí, me estoy aficionando a Murakami, aunque, de tanto en tanto, no
quede totalmente satisfecho. Pero creo que ése es, precisamente, el
punto que me atrae de él. Si hace poco decía —quizá con cierto
atrevimiento— que Murakami está vacío sin estar vacío, cada vez me
reafirmo más en esa postura, con convicción (es que las armas de doble
filo pueden atraer mucho).
Toda la historia transcurre en una sola noche, en una ciudad que se presenta como un organismo vivo, incluso como un personaje más, y vamos siguiendo los fragmentos al son de la hora marcada en un reloj. La joven Mari ha salido de su casa y está leyendo en un bar con la intención de pasar así toda la noche. Mientras, y desde hace un par de meses, su hermana Eri duerme constantemente tendida en su cama, donde encontramos un televisor desenchufado que nos ofrece la imagen de otra habitación donde, en un principio, vemos a un extraño sentado en una silla. No podemos ver su rostro ni adivinar sus intenciones; una especie de máscara le protege u oculta.
A todo esto, un joven músico y viejo y poco conocido interrumpe a Mari en el bar y entablan cierta conversación. Más tarde, será la dueña de un love-hotel la que acuda a Mari y siga tejiendo la historia para pasar de nuevo a Takahashi, el músico.
Pasamos, como expectador necesariamente externo, que no interviene para nada y observa todo casi de forma cinematográfica, de una escena a otra: vemos a Mari y a Eri y las escenas del love-hotel y el misterio que se cierne sobre todos ellos.
Parte fundamental en las novelas de Murakami son los personajes, que tienden a tener un cierto encanto, aunque a veces sea más condescendiente que otra cosa. Pero son ellos, al fin y al cabo, los que hacen la historia, y no al revés. Con todo, ese halo de ensueño, mágico, que cubre la novela hace todo fluya algo más rápido, le da ritmo al asunto. Mari y Eri parecen ser completamente diferentes, tanto para ellas como para su familia. Se nos presentan distantes, poco afines, y, sin embargo, parecen terminar uniéndose.
La parte relativamente negativa de After Dark —ese arma de doble filo— puede ser que falten respuestas. Que, a pesar de que haya una intención de dejar cosas abiertas, puedan faltar otras por atar.
Toda la historia transcurre en una sola noche, en una ciudad que se presenta como un organismo vivo, incluso como un personaje más, y vamos siguiendo los fragmentos al son de la hora marcada en un reloj. La joven Mari ha salido de su casa y está leyendo en un bar con la intención de pasar así toda la noche. Mientras, y desde hace un par de meses, su hermana Eri duerme constantemente tendida en su cama, donde encontramos un televisor desenchufado que nos ofrece la imagen de otra habitación donde, en un principio, vemos a un extraño sentado en una silla. No podemos ver su rostro ni adivinar sus intenciones; una especie de máscara le protege u oculta.
A todo esto, un joven músico y viejo y poco conocido interrumpe a Mari en el bar y entablan cierta conversación. Más tarde, será la dueña de un love-hotel la que acuda a Mari y siga tejiendo la historia para pasar de nuevo a Takahashi, el músico.
Pasamos, como expectador necesariamente externo, que no interviene para nada y observa todo casi de forma cinematográfica, de una escena a otra: vemos a Mari y a Eri y las escenas del love-hotel y el misterio que se cierne sobre todos ellos.
Parte fundamental en las novelas de Murakami son los personajes, que tienden a tener un cierto encanto, aunque a veces sea más condescendiente que otra cosa. Pero son ellos, al fin y al cabo, los que hacen la historia, y no al revés. Con todo, ese halo de ensueño, mágico, que cubre la novela hace todo fluya algo más rápido, le da ritmo al asunto. Mari y Eri parecen ser completamente diferentes, tanto para ellas como para su familia. Se nos presentan distantes, poco afines, y, sin embargo, parecen terminar uniéndose.
La parte relativamente negativa de After Dark —ese arma de doble filo— puede ser que falten respuestas. Que, a pesar de que haya una intención de dejar cosas abiertas, puedan faltar otras por atar.
Sea como sea, la escritura de Murakami
envuelve, arrastra a uno por toda la historia, con agilidad. Hay un espacio para la participación del lector, o puede que
sólo sea que el propio lector deba decidir si completar él mismo la
historia o dejarla tal como se nos presenta. Supongo que, si
Murakami está vacío sin estar vacío, también podría decir que está
completo sin estarlo, de alguna manera, sin que esto sea un incoveniente. Y si sumamos la narración
¿hipnótica? que nos lleva en volandas de aquí allá, que nos va picando y
manteniendo atentos, nos topamos con un potente Murakami.
Da qué pensar, ofrece piezas que encajar, y regala esa sensación de lectura resuelta que deja a uno con la mirada en el infinito al terminar la última línea.
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