domingo, 7 de septiembre de 2014

«Las partículas elementales», de Michel Houellebecq




Hoy vivimos en un reino completamente nuevo,
Y la mezcla de circunstancias invade nuestros cuerpos,
Baña nuestros cuerpos,
En un halo de júbilo.

Inteligente, sucio, mordaz, concienzudo, de un análisis que llega hasta el fondo de la herida y deambula por ahí, recreándose, mostrando las grietas. A veces da la impresión de que en ese mismo tajo que Houellebecq le pega a la vida para inspeccionarla y mostrarla sin tapujos al público se sumerge él y corre la misma suerte; parece que viva en la misma zozobra, que sufra también él viendo cómo algunos valores se difuminan en ese paisaje cargado; con todo, el dominio que le da la relativa indiferencia con la que narra le permite salir ileso, o casi.
Él toma una muestra de vida y juega con ella usando sus propias reglas, llevando la sociedad a un torrente de placer, de una mezcla de satisfacción e insatisfacción, de sexo, de amor, de muerte; de una sociedad que tiene el norte demasiado lejos como para verlo, y que se mueve en ese fango relativamente fluido, pero fango al fin y al cabo. Pone en relación el individualismo, la liberación sexual, la ruptura de valores que tradicionalmente iban de la mano y que ahora han perdido su sentido. Esta novela parece una autopsia cuyo objeto es la sociedad, una sociedad viva que se va consumiendo y viviendo de esa consumación. Una sociedad en la que los personajes llevan una vida casi claustrofóbica y en la que parece lanzarse una nueva vía para salir de ahí, para superar eso, un camino para eliminar lo que no es estrictamente necesario y crear algo mejor. Solventar los puntos débiles de la naturaleza.
Las relaciones personales parecen formar una pieza más de la sociedad capitalista, que se mueve a un ritmo vertiginoso. Las emociones son casi una pérdida de tiempo, sólo muy de vez en cuando pueden tener alguna función. Y digo función, así, como si fueran parte de un mecanismo robotizado, como si la industrialización hubiera llegado de hecho a los cuerpos, a nosotros. Houellebecq plasma la decadencia de esa sociedad y del cuerpo mismo; lo que vale es la vitalidad, la fuerza, la energía, lo demás no es rentable. Parece una visión práctica. Si vamos camino del precipicio, para qué permanecer en una agonía que se sabe inevitable.
Es divertido observar que Deleuze y Debord, dos respetados intelectuales de fin de siglo, se suicidaron sin motivos concretos, sólo porque no soportaban la perspectiva de su propia decadencia física.
Parece mostrar el anhelo de una tecnociencia que nos salvase de nosotros mismos, de la vejez, de la pérdida de vitalidad, del curso normal de la naturaleza. Una mutación metafísica que lleva a ese nuevo reino.

Houellebecq se adentra en la sociedad con una escritura, si puede decirse así, científico-literaria. Es una bestia, y hay que recuperarse de su lectura, incluso a veces querer despegarse, sacar la cabeza de ese ambiente cargado y respirar aire fresco. Si algo parece no haber en las novelas de Houellebecq es aire fresco. Pero no hace falta.

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