jueves, 25 de septiembre de 2014

«El caballero inexistente», de Italo Calvino





Lo descubrió bajo un pino, sentado en el suelo, disponiendo las pequeñas piñas caídas a tierra según un dibujo regular, un triángulo isósceles. A esas horas del amanecer, Agilulfo sentía siempre la necesidad de aplicarse a un ejercicio de exactitud: contar objetos, ordenarlos en figuras geométricas, resolver problemas de aritmética. Es el momento en que las cosas pierden la consistencia de sombra que las ha acompañado durante la noche y vuelven a adquirir poco a poco los colores, pero mientras tanto atraviesan una especie de limbo incierto, apenas rozadas y casi rodeadas por un halo de luz: la hora en que se está menos seguro de la existencia del mundo. Agilulfo tenía siempre la necesidad de sentir frente a sí las cosas como un muro macizo al que contraponer la tensión de su voluntad, y sólo así lograba mantener una segura conciencia de sí. Pero, si por el contrario, el mundo que le rodeaba, en cambio, se difuminaba en lo incierto, en lo ambiguo, también él se sentía anegar en esa mórbida penumbra, y ya no lograba hacer que aflorase del vacío un pensamiento claro, un arrebato de decisión, una obstinación. Estaba mal: eran ésos los momentos en que se sentía desvanecer; a veces sólo a costa de un esfuerzo supremo conseguía no disolverse. Entonces se ponía a contar: hojas, piedras, lanzas, piñas, lo que tuviera delante. O a ponerlas en fila, a ordenarlas en cuadrados o en pirámides. El aplicarse en estas exactas ocupaciones le permitía vencer el malestar, absorber el descontento, la inquietud y el desconcierto, y recobrar la lucidez y compostura habituales.

Agilulfo no es. O bueno, es una coraza, una sólida armadura y una voz casi de ultratumba, pero no existe, no es nada, y aún así se mueve y vive con una determinación muchas veces mayor que la de los que sí existen, aunque impregnada de extrañeza. Determina con datos exactos incluso las leyendas que corren por el boca a boca y que así dejan de ser leyendas y Agilulfo empieza a ser un poco incordio. Agilulfo es rompedor: piensa, y piensa quizá mejor que los otros —alguno de los otros existe pero no lo sabe, y así se las apaña—, pero no existe. Parece que no le disgusta no existir, parece otras veces que sortea los obstáculos de la incomodidad social de no ser nada con cierta habilidad, pero que tiende a desvanecerse, digamos, sin quererlo. Un tipo que no existe pero que presta servicio, dice, con fuerza de voluntad y fe en la causa de Carlomagno (y en la suya propia, cómo si no). Un tipo que halla sucesivos estadios de ese estar, de esa existencia, tanto a veces en sí mismo como en los otros personajes, que, con todo, están algo desubicados. Es un mundo en el que hay cosas, hay pensamientos, hay identidades, supongo que conceptos, pero falta generalmente concretarlos, fijarlos a este mundo, darles soporte y definirlos fuera de esa ingravidez.
Lo que quizá más sorprenda de esta historia es el tono leve y exacto, cómico, con el que Calvino va trabajando. Puede que sea porque rompe alguno de los esquemas preconcebidos que el lector puede tener antes de leerlo, no lo sé. Incluso podría eso confundir y difuminar el peso que tiene la novela: Calvino juega con la (no)existencia, con la conciencia, con las relaciones entre personas y entre las personas y los objetos, todo de una forma ingeniosa y humorística y con un aire fantástico que no rebajan sin embargo la carga reflexiva del asunto.

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