"El tiempo de lo visual. La imagen en la historia", de Keith Moxey
Un
elemento crucial: el riesgo, que Moxey asume con pasmosa naturalidad
—como si no pudiera no hacerlo, como si fuera necesario— para
adoptar una perspectiva extremadamente abierta, cargada de
interrogantes; para lanzarse a la interpretación —a permitir la
interpretación— fuera de la dictadura establecida, desbrozando y
lidiando con unas relaciones de poder enquistadas, fatídicas.
El
tiempo de lo visual es, ante todo, un ejercicio destructivo,
aunque ello no implique una demolición total de los fundamentos de
la Historia del Arte o de la percepción y recepción del objeto
artístico en el tiempo —en el mundo—. Hablo así porque esa pars
destruens es ella misma, aunque más vaga e incierta, su
propia contrapartida, la pars construens que Moxey
plantea aun llena preguntas y espacios por ocupar.
Parece
que tras los planteamientos de Moxey hay un aspecto clave: la obra de
arte es de hecho casi más lo que el historiador del
arte o el espectador dice (hace) de ella que lo que es por sí misma,
y una teoría desenfocada o viciada puede entrañar errores
irreversibles, injusticias. Porque la obra de arte, el objeto
material, si Benjamin estaba en lo cierto, guarda un poder que se
proyecta a menudo más allá de lo que podemos prever, e imponer
teorías o concepciones inadecuadas lleva inevitablemente no sólo a
una injusticia sino —quizá, a la vez, desgraciada y
afortunadamente— a una opresión que terminará por revelarse o
estallar en el momento más imprevisible. El pensamiento de Moxey
hunde sus raíces, de alguna forma, y no únicamente, en un sentido
político de lo que ha sido y es la Historia del Arte. El empeño de
Moxey radica en examinar y poner en cuestión el papel del
historiador, una vez ha asumido que ese papel —la posición que se
ocupe respecto del objeto del arte— es determinante en lo que se
vaya a decir sobre él. Y el relato que se haga es, en fin, lo que
ese objeto puede ser. Se trata de la narración como
forma de hacer mundo, de conformar la obra de arte y de hacernos a
nosotros mismos frente a ella. Así que para Moxey es necesario
situar al historiador en esa línea, asumir que se trata de una
subjetividad haciendo lo que quiera que sea ese
objeto artístico y que éste responde a lo que se ha hecho —a lo
que se ha dicho— sobre él.
Esto
abre el primer y quizá principal frente de Moxey: parece necesario
pensar que esos relatos podrían haber sido hechos de otra forma y
que, en cualquier caso, aceptar la particular voz del historiador en
ese terreno ha de llevarnos a tomar una distancia que respete lo que
el objeto pueda ser o decir por sí mismo. Es una forma de
escepticismo razonable que se dirige sin embargo a la búsqueda de
certezas; tiende a ello probablemente con la intención de estar
siempre tendiendo a ello, como si llegar a término fuera caer de
nuevo en la injusticia o el dogma, como si el fin fuera estar siempre
abriendo la brecha, nunca apagar la llama crítica. Es algo cercano a
un relativo compromiso o respeto ontológico, apartándose uno mismo
de la atalaya en que la tradición de la disciplina (y la complicidad
de sus miembros) le ha situado, ahora que se empieza a poner sobre la
mesa la conciencia de la crisis de Occidente.
Llegamos,
entonces, al centro neurálgico del asunto: puede ser necesario
escuchar a los objetos al margen de los relatos, prestar atención a
lo que la imagen dice por sí misma, observarla con una amplitud de
visión que permita que el objeto diga lo que nosotros no podemos
decir sobre él y se sitúe en el tiempo allí donde le corresponda,
aunque no sea el lugar que, parece, le hemos reservado nosotros. Es
una cuestión de atender a las tensiones entre el objeto y el sujeto
y a lo que la relación entre pasado y presente tiene que mostrar,
elementos necesarios para el desarrollo de la obra de arte en el
tiempo. Es la asunción de la debilidad de la disciplina y de la
nueva dirección que ha de tomar, necesariamente de ida y vuelta, de
continuo diálogo e intercambio. El tiempo, entonces, es eso que une
y permite el funcionamiento —el tránsito— de la imagen en la
historia.
El
ritmo y la visión occidental —el discurso que Occidente ha
impuesto e impone— ha marginado otras obras de arte y otras
corrientes y ha eclipsado otros tiempos, de manera que parece que hay
un referente hegemónico y otros secundarios; se ha establecido una
jerarquía en elementos no desiguales o no rivales, una imposición
fatídica venida directamente de la ambición y el empeño en la idea
de progreso tal como ha sido concebida desde Occidente. Atacar esa
imposición es a la vez restaurar (o instaurar), en la medida de lo
posible, una situación no violentada y abierta. Necesitamos
entonces, plantea Moxey, contar con los conceptos de heterocronía y
de anacronía —éste segundo se revela imprescindible a pesar de
ser casi herejía para los historiadores— para poder dar cuenta con
más acierto y más justicia de la obra de arte y de su lugar en el
tiempo, de su propia vida. Y esto nos lleva a asumir que el tiempo, o
su periodicidad, es, entonces, una ficción, pero, en última
instancia —en palabras de Perkins—, una ficción
necesaria. Se pone en cuestión el relato imperante y se abre la
puerta a una consideración múltiple en la que habría un grupo del
todo complejo de inter-relaciones y de juegos entre distintos
tiempos, pasado y presente; se trata de un espacio donde la reflexión
requiere estar atenta a distintos flujos y distintas velocidades, y
donde, al fin, las palabras revelan su relativa inoperancia frente a
a la fuerza que albergan las imágenes, aunque asumamos que ambas
formas de representación no llegan a explicarlo todo; aunque
asumamos que hay algo más, algo que puede (o no) percibirse, pero
que difícilmente puede uno transcribir, y que sin embargo ha de
seguir insistiendo.
Dice
Moxey: La écfrasis, o la descripción, es lo que queda
cuando el significado de lo que veamos se nos escapa. Y
luego: Reconocer la falta de congruencia entre lo verbal y lo
visual no quiere decir, por tanto, que debamos abandonar las ricas y
variadas estrategias interpretativas desarrolladas para
comprender el mundo de las imágenes. Lejos de suprimir u obviar la
necesidad de las palabras, el reconocimiento de que la visualidad y
el lenguaje están íntimamente entrelazados, a pesar de que nunca
coincidan, indica que necesitamos desesperadamente todos los poderes
del lenguaje —analítico y poético— para explorar el potencial
inagotable de su inconmensurabilidad.
El
trabajo de Moxey es una ruptura que abre nuevas vías de comprensión,
un ejercicio de resistencia y de atrevimiento. Es un modo de aceptar
y asumir una insuficiencia y a la vez la necesidad de seguir pensando
esos objetos, esas imágenes —la materialidad—, con todas las
armas que tenemos, porque la renuncia supondría un colapso aún
mayor, un sometimiento de efectos imprevisibles —un silencio
impúdico, una opresión terrible—. Así que lo que Moxey viene a
hacer, con distintos elementos y a distintos niveles, es exponer los
límites de la Historia del Arte para, de alguna forma, reorientar la
actividad del artista y del historiador y arrojar luz,
paradójicamente, a las zonas más problemáticas —que no sabemos
si dejarán de serlo, si pueden dejar de serlo—. Quizá dar cuenta
de una época sea dar cuenta, a su modo, del resto de épocas, o sea,
del tiempo; dar cuenta de una vivencia —un aquí y ahora— que es
inevitablemente subjetiva y que recibe influencias diversas, una
vivencia que necesita abrirse para comprender, aunque haya algún
reducto, algún resquicio inaccesible o intraducible, alguna
imposibilidad que, con todo, mantiene viva la disciplina.
El
riesgo que asume Moxey es necesario, pero —precisamente por eso—
entraña ciertos peligros. Moxey pone a prueba la Historia del Arte,
se asoma al abismo seguro de que el camino trazado hasta ahora no
sirve, pero sin saber si la nueva propuesta traerá soluciones. Su
lucidez reside en la identificación de los problemas y la amplitud
del campo de visión. Su planteamiento resquebraja la línea trazada
por la tradición y abre algunos vacíos de donde habrá que partir
para seguir avanzando, aunque esos vacíos plantean, y él parece ser
consciente, nuevas preguntas que, intuyo, sólo podrán ser resueltas
o salvadas ahondando más aún en la perspectiva que, para Moxey, hay
que tomar: abrirse, dejar hablar a los objetos, conectar con el poder
de los objetos, integrar distintos tiempos y distintas voces, hallar
el rastro de lo que otros hicieron, reconocer la propia subjetividad,
los límites de los que no podemos escapar y que, con todo, no nos
impiden conocer a través de la imagen y de la escritura, pero de
otro modo, con otra forma de estar en el mundo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario