jueves, 3 de diciembre de 2015

«Los detectives salvajes», de Roberto Bolaño



   Supe entonces, con humildad, con perplejidad, en un arranque de mexicanidad absoluta, que estábamos gobernados por el azar y que en esa tormenta todos nos ahogaríamos, y supe que sólo los más astutos, no yo ciertamente, iban a mantenerse a flote un poco más de tiempo.


   Lo de Bolaño es un universo, un mundo propio y gigantesco en el que casi todo tiene cabida. Como si apuntara a la unidad desde una maravillosa multiplicidad, como si creara un sitio familiar, lleno de palabras y hechos y objetos, lleno de ficción y lleno de realidad, lleno incluso cuando aparece el vacío. Un espacio irremediablemente en expansión. Es una búsqueda desmedida (quizá cualquier novela debería serlo). Bolaño escribe al ritmo que respira —en algunos momentos uno diría que la escritura es su forma de respirar, su particular forma de estar en el mundo, de canalizarlo—. Bolaño da paso a un cúmulo de ideas en torno a algún tema no del todo definido, pero bien dibujado o esbozado, compuesto por multitud de miradas y voces, multitud de anécdotas, multitud y mezcla de de tiempos y circunstancias. Es una novela múltiple. En Los detectives salvajes casi todo es anecdótico y a la vez necesario, no quiero decir esencial. Es todo una forma de crear literatura y avanzar, abrirse paso de genialidad en genialidad, creando, explorando mundo.

   La visión de Bolaño es panorámica, amplísima, inteligente, muy irónica. Uno no es el mismo después de pasar por Bolaño. Cuando uno lee Los detectives salvajes siente que está ante una novela total, que hay algo a la vez cómico y sobrio, caricaturesco y apocalíptico (un poco, al menos), es fácil pensar que es una de esas novelas cuyo torrente discursivo tiene muy pocos límites, si los tiene. Es un conjunto de cosas pequeñas, a veces mínimas, que se conjuran y erigen una obra monumental, un golpetazo a la historia de la literatura, aunque uno más o menos silencioso, algo humilde, grandísimo.

   García Madero es llamado a unirse a las filas del realismo visceral, así empieza todo. Luego, Belano y Lima, los detectives salvajes. (Realmente, todos beben un poco de ese concepto, de la idea —deforme, antiheroica, mundana del detective salvaje). Y luego todo lo demás. Las idas y venidas, los viajes el viaje, visto como un todo, la desaparecida poeta Cesárea Tinajero, la vanguardia, la ironía, el amor, la extranjería, el sexo, la literatura, el esnobismo, la desaparición, la juventud, la incertidumbre, la muerte, el y ahora qué, el qué más da. No lo parece o no parece evidente, pero Los detectives salvajes tiene una inmensa carga literaria; Bolaño lo hace fácil, está todo unido, conectado. La literatura circula sin hacer mucho ruido a lo largo de toda la novela, diría que la atraviesa, está en cada una de las situaciones. Quizá todo sea literatura, la mirada de Bolaño.

   Hay un aire ligeramente autónomo y comunitario, un poco escéptico y un poco vertiginoso. Unos extraños lazos que unen y desunen, unas relaciones algo volátiles, intensas. Y en cualquier momento aparece de nuevo, allí al fondo, de forma inevitable, quizá como si nunca se hubiera ido, cierto desinterés o cierto fracaso. Pero liviano, discreto, sólo un sombra, suficiente para empapar la deriva en la que están o estamos inmersos, el mundo caótico que necesita ese viaje o ese movimiento incluso si no hay destino. Pero es que parece que si no hubiera ningún ápice de fracaso esta novela no podría ser lo que es. Cierta levitación, cierto ritmo, cierta inercia. Es un ambiente un poco triste y un poco alegre, nunca del todo alegre ni del todo triste, pero siempre ambas cosas. Todo un poco casual y todo un poco iniciático. Es un ambiente, de alguna forma, absolutamente real, con vida propia. Bolaño es un creador desbordante, que rompe ciertas cosas para unirlas a su manera. Bolaño es asombroso.


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