sábado, 25 de octubre de 2014

«Los cornudos del viejo arte moderno», de Salvador Dalí



Desde que el crítico ditirámbico se casó con la vieja pintura moderna, ésta no ha dejado de ponerle los cuernos. Puedo citar al menos cuatro ejemplos de dicha cornudez:

    1.º Ha sido engañado por la fealdad.
    2.º Ha sido engañado por lo moderno.
    3.º Ha sido engañado por la técnica.
    4.º Ha sido engañado por lo abstracto.


Leer a Dalí es muchas veces verlo batallar entre serio y divertido, provocador. Habla sin opción a réplica y riéndose. Riéndose de los otros y del arte y de sí mismo, aunque ésta última no sea una risa de descrédito ni nada parecido. Va a atacar aquí a esos críticos, a su ingenuidad, a su juicios convencidos, a la creencia casi ciega en las vanguardias, al panorama, a lo que se quiere hacer Arte. Dalí es algo más que un pintor y un tipo extravagante. Hay un objetivo más violento y potente detrás de sus obras que de las de otros personajes. Parece que Dalí juega y remueve los cimientos de una visión que se le antoja estancada, que entra incluso con vehemencia en caminos inútiles, y que él va a desbordar, a indicar el lugar de la explosión y a ser posible a estar él mismo allí. 
1956; él es el Salvador, dice, y va a atacar a la fealdad de la que ha traído Picasso, a la modernidad como tal, a lo puramente técnico y la abstracción. Es un ataque, entonces, reclamando el clasicismo, una vuelta a los orígenes hecha con buen rumbo y criterio.
Un apunte curioso: Dalí, que se proclama el auténtico genio (y si acaso el único) de la modernidad y que se ve tan grande como el universo, tiene una ligera conciencia de quién puede estar por encima de él, de quién es mejor. Conoce entonces sus relativos y altos límites y juega a sus anchas con ellos. 
Su lúcida e incisiva mirada lleva al extremo, hasta el exceso, algunos elementos, y pone a otros contra las cuerdas con una imaginería increíble. Leerlo es tan divertido como nutritivo.


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