Desde que el crítico ditirámbico se casó con la vieja pintura moderna, ésta no ha dejado de ponerle los cuernos. Puedo citar al menos cuatro ejemplos de dicha cornudez:
1.º Ha sido engañado por la fealdad.
2.º Ha sido engañado por lo moderno.
3.º Ha sido engañado por la técnica.
4.º Ha sido engañado por lo abstracto.
Leer a Dalí es muchas veces verlo batallar entre serio y divertido, provocador. Habla sin opción a réplica y riéndose. Riéndose de los otros y del arte y de sí mismo, aunque ésta última no sea una risa de descrédito ni nada parecido. Va a atacar aquí a esos críticos, a su ingenuidad, a su juicios convencidos, a la creencia casi ciega en las vanguardias, al panorama, a lo que se quiere hacer Arte. Dalí es algo más que un pintor y un tipo extravagante. Hay un objetivo más violento y potente detrás de sus obras que de las de otros personajes. Parece que Dalí juega y remueve los cimientos de una visión que se le antoja estancada, que entra incluso con vehemencia en caminos inútiles, y que él va a desbordar, a indicar el lugar de la explosión y a ser posible a estar él mismo allí.
1956; él es el Salvador, dice, y va a atacar a la fealdad de la que ha traído Picasso, a la modernidad como tal, a lo puramente técnico y la abstracción. Es un ataque, entonces, reclamando el clasicismo, una vuelta a los orígenes hecha con buen rumbo y criterio.
Un apunte curioso: Dalí, que se proclama el auténtico genio (y si acaso el único) de la modernidad y que se ve tan grande como el universo, tiene una ligera conciencia de quién puede estar por encima de él, de quién es mejor. Conoce entonces sus relativos y altos límites y juega a sus anchas con ellos.
Su lúcida e incisiva mirada lleva al extremo, hasta el exceso, algunos elementos, y pone a otros contra las cuerdas con una imaginería increíble. Leerlo es tan divertido como nutritivo.
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