sábado, 26 de diciembre de 2015

«Doctor Pasavento», de Enrique Vila-Matas



   Mi verdadera vida la vive por mí Ingravallo. Justo cuando cree que ha llegado la hora del silencio, le vengo yo con otra historia de las mías. Le llamo doctor y le pido que anote la historia, y él me dice que no es doctor. «Non sono dottore», protesta arrastrando mucho la voz, «non sono dottore.» Y se va. Pero al poco rato vuelve, vuelve justo cuando soy yo el que se dispone a caer en el silencio, vuelve entonces Ingravallo con algún relato suyo. Ayer me vino con la historia de alguien que se perdió en Sevilla, viajó al norte de Suiza y vio tumbas verticales en la nieve y acabó buscando, a través del enigma de la poesía, la verdad de la calle única de su vida. La historia de alguien al que la belleza del mundo le conducía a la desolación, la historia de alguien que ahora se va, pero se queda, pero se va. Pero vuelve.


   Vila-Matas habita la literatura con una plenitud inapelable, haciéndola suya —legítima e irremediablemente suya, encontrando los caminos de la escritura conforme crea su propia obra, y ello quiere decir, de alguna manera, que se da a la literatura con una extrema conciencia y quizá con una extrema temeridad: parece comprender que sólo saltando al vacío, asumiendo el máximo riesgo, puede desarrollar un discurso —asaltar una problemática— con verdadero sentido, con cierto aire literario que conduzca a algún lado, si acaso al próximo libro, a la próxima obsesión. Darse así a la escritura supone también asumir que la literatura es todo, y que uno no puede escribir, y ni siquiera leer, sin tener en cuenta su vida y sus lecturas y sus viajes, que no puede escribir, en este sentido, sin atravesar continuamente las fronteras entre unos y otros géneros y entre realidad y ficción, si es que estas últimas aún se mantienen estables.

   Pasavento necesita, está obsesionado —de forma natural, inevitable— con desaparecer. Es algo distinto o al menos algo más que un viejo anhelo romántico. Es la necesidad de atravesar la literatura sin ser visto, pasar —no sabe uno en principio hasta qué punto— desapercibido, seguir la pista de Robert Walser de forma incansable, asimilar voces y ecos, ir y volver, fundir vida y literatura, buscar continuamente, como si cada mínima cosa llevara a ello, el fondo de la cuestión. Es una búsqueda incansable, una especie de viaje en forma de círculos concéntricos para ubicarse o terminar de perderse en su propio yo. Desaparecer, quizá, para reafirmarse. Difuminarse en la escritura, desaparecer para ser otros sin serlo, para buscar la identidad perdiéndola, jugando con la ausencia, con la vida y con uno mismo, con las historias que lo conforman.

   Pasavento es un intruso, quizá intruso de sí mismo, un individuo empeñado en desaparecer, en esfumarse, y preocupado, en parte (e igual sólo en parte), por que alguien lo busque. La desaparición, descubre Pasavento, depende de otras cosas y de otros individuos, depende de cierto equilibrio que no depende enteramente de uno mismo, pero en el que uno se adentra con la intención de fortalecerlo, no exento de ciertas coincidencias y de cierto patetismo, de la inercia del mundo. El viaje hacia la desaparición tiene un rumbo incierto, encuentra caminos que se abren de forma casual, a veces tras cierto empeño o distintas tentativas, es un viaje físico y mental, un discurso propio que amenaza con perderse.

   Doctor Pasavento es una novela genial e inagotable, inteligente y lúcida, la puesta en marcha de un entramado de ideas y motivos que indaga a la vez en la literatura y en el autor o en el narrador mismo, que dialoga con el mundo para tratar de encontrarse, si acaso perdido entre un sinfín de voces y estímulos que reclaman su cuota de atención.


viernes, 18 de diciembre de 2015

«Los anillos de Saturno», de W. G. Sebald




   Esta novela debe de ser algo así como una forma de apuntar a la totalidad a partir del vacío, una forma —y sólo una de las posibles, parece, pero quizá la mejor de las posibles— de intentar realizarse a través de una experiencia fragmentaria y múltiple, de un viaje entre fronteras, de una inercia exagerada y vital. Es un discurso que tiende a avanzar conectando unos y otros hilos y tonos, un discurso que reúne la pura anécdota y la interioridad más profunda, el dato histórico y la conjetura, la inteligencia, el devaneo, la frivolidad, la imagen más significativa.

   Sebald narra una experiencia que se inicia con la pretensión de volver a llenar el vacío que ha dejado la culminación de un trabajo importante. Emprende un viaje físico y mental, un recorrido que recoge la idea de dejarse llevar por diversos caminos para encontrarse uno mismo y a la vez no, sencillamente darse al movimiento, volver a ponerse en marcha y que multitud de hallazgos y recuerdos formen un mundo que encuentre su sentido en el propio trayecto, en la forma de abordar y mezclar temas y géneros, en la forma de hacer literatura a partir del mundo tal y como lo vivimos y tal y como lo recordamos y pensamos.

   Sebald funde de forma natural, como si ambas cosas tendieran a darse la mano, realidad y ficción, y crea un mundo que no es ni una ni otra cosa pero que es, parece mostrarnos, el mundo que hay, el mundo en el que vivimos y en el que pensamos, el mundo sobre el que tenemos experiencias y proyectamos pensamientos. El mundo sobre el que se mueve la memoria, que conforma, también ella, buena parte del mapa. Quizá el mayor logro de Sebald sea conjugar de forma tan esencial formas y temas, motivos, aspiraciones de la literatura en un solo discurso que no abandona, sin embargo, su particularidad. Es un discurso magistralmente forjado que avanza, sinuoso y a varios niveles —regular en superficie, removido en el fondo—, integrando en un todo una forma de literatura que revela cierto sentido elemental de la literatura contemporánea, cierta concepción quizá ya ineludible.


martes, 8 de diciembre de 2015

«El libro de las ilusiones», de Paul Auster



   Yo sólo buscaba algo que hacer, una ocupación agradable que me tuviera entretenido hasta que me sintiera con fuerzas para volver al trabajo. Me había pasado cerca de medio año viendo cómo me venía abajo, y era consciente de que, si seguía mucho tiempo así, acabaría pasando a mejor vida. No importaba cuál fuese el proyecto ni lo que esperase sacar de él. En aquellos momentos cualquier decisión habría sido arbitraria, pero aquella noche había vislumbrado una idea, y gracias a dos minutos de película y a una breve carcajada decidí recorrer el mundo en busca de comedias mudas.


   Zimmer, profesor de Literatura en la Universidad de Vermont, pierde a su mujer y a sus hijos en un accidente de avión y se sume en un trance relativamente llevadero. Alcohol, apatía, decadencia, inconsciencia. Ese estado anímico parece la brecha que posibilita la historia posterior: Zimmer experimenta algo parecido al entusiasmo cuando se topa con las películas de Hector Mann, actor desaparecido hace años al que se da por muerto. Zimmer encuentra ahí su vía de escape y empieza a escribir un libro sobre él, sobre Hector Mann. Poco después, la mujer de Mann le escribe para decirle que el actor está vivo y que desea verle. Zimmer se resiste, incrédulo, opone cierta distancia, pero parece inevitable que algún acontecimiento acabe por decidir el viaje.

   Auster ya ha puesto en marcha la historia; ha sentado, como de forma casual, imperceptible, mientras narra con absoluta facilidad, las bases de toda la novela; ha conjurado a la ficción y con una escritura absorbente —sencilla, silenciosamente urdida, bien controlada— empieza a ligar la historia de Zimmer y la de Mann, crea sutiles conexiones entre uno y otro relato para seguir avanzando hasta tocar la ilusión, la sensación del sueño, hasta darse de bruces con ella y abrir nuevas cuestiones. Auster acude al viaje como elemento literario, como forma de desplazar al estancado Zimmer y quizá como símbolo de la separación de ambos afluentes de la novela, del aquí y del allá; es una forma de confundir y a la vez de dar identidad a cada uno de los lados. Pero hay más. Zimmer viaja para ver las películas que conservan, para poder estudiarlas. Películas que no ha visto nadie más allá de la familia; películas que se rodaron para no ser vistas, para no tener público. Es una especie de idea del arte por el arte ligada a alguna negación, a algún expreso rechazo a la inmanencia o al recuerdo, y parece un deseo inquebrantable, la noción sobre la que se va a sostener el todo.

   El libro de las ilusiones es una especie de entramado de deseos y anhelos que amenazan con consagrarse al olvido, con destruirse y destruir a uno. Es un entramado de historias sobre historias que parecen confluir en algún punto volátil y muy vivo que viene a señalar la existencia de la vida en la inminencia de su desaparición —o si acaso, en la posterior conciencia de ese momento, cuando casi todo está perdido—. Auster proyecta una vida esencialmente literaria —y cinematográfica— con una maestría prácticamente implacable, como si ejerciera un funambulismo necesariamente vital.


domingo, 6 de diciembre de 2015

«El factor Borges», de Alan Pauls



   Pero ¿leer no es, no sigue siendo siempre desgarrar, entrometerse, irrumpir en un orden sereno, satisfecho de sí, devoto del silencio, las puertas entornadas y las persianas bajas?


   Quizá destaquen en la obra de Borges el minimalismo y la inconmensurabilidad, la expresión de universos a partir de escenas clave, de algunos versos precisos, de unos pocos ajustes contextuales, de alguna suerte de sentido de la ubicuidad y la bifurcación. En ese sentido, tratar de explicar —agotando— su obra, es prácticamente imposible. Imposible en tanto que, de alguna forma (y por suerte), siempre parece quedar algo pendiente, alguna pregunta abierta. Lo que sí puede hacerse es analizar las estrategias usadas —a conciencia o no— por Borges, sus motivos e ideas, acercarse a las condiciones de posibilidad para abordar su lectura —para habitarla— con cierta plenitud, hasta donde eso sea posible.

   Pauls lleva a cabo esa misión apoyándose en algunos aspectos esenciales de Borges pero también en los más periféricos o distanciados de los escritos en sí y del Borges escritor para entrar desde allí en su obra, y lo hace además mediante glosas que acompañan y complementan al texto, creando un artefacto cercano al que habría gustado a Borges, no un mero texto sino algo más, algo que informa y conforma una manera de leer, que ayuda a pensar la lectura de cierta manera, pudiendo ir siempre un poco más allá, profundizar, configurar la mirada.

   Pauls cambia el foco para poder ver mejor el punto de interés. Lleva a cabo un ejercicio de ruptura para facilitar la entrada en el mundo borgeano, en el acto de leer a Borges, haciéndolo más accesible e incluso desmitificando algunos lugares comunes, asumiendo, con todo, que no es sino otra manera de afirmar su maestría.


jueves, 3 de diciembre de 2015

«Los detectives salvajes», de Roberto Bolaño



   Supe entonces, con humildad, con perplejidad, en un arranque de mexicanidad absoluta, que estábamos gobernados por el azar y que en esa tormenta todos nos ahogaríamos, y supe que sólo los más astutos, no yo ciertamente, iban a mantenerse a flote un poco más de tiempo.


   Lo de Bolaño es un universo, un mundo propio y gigantesco en el que casi todo tiene cabida. Como si apuntara a la unidad desde una maravillosa multiplicidad, como si creara un sitio familiar, lleno de palabras y hechos y objetos, lleno de ficción y lleno de realidad, lleno incluso cuando aparece el vacío. Un espacio irremediablemente en expansión. Es una búsqueda desmedida (quizá cualquier novela debería serlo). Bolaño escribe al ritmo que respira —en algunos momentos uno diría que la escritura es su forma de respirar, su particular forma de estar en el mundo, de canalizarlo—. Bolaño da paso a un cúmulo de ideas en torno a algún tema no del todo definido, pero bien dibujado o esbozado, compuesto por multitud de miradas y voces, multitud de anécdotas, multitud y mezcla de de tiempos y circunstancias. Es una novela múltiple. En Los detectives salvajes casi todo es anecdótico y a la vez necesario, no quiero decir esencial. Es todo una forma de crear literatura y avanzar, abrirse paso de genialidad en genialidad, creando, explorando mundo.

   La visión de Bolaño es panorámica, amplísima, inteligente, muy irónica. Uno no es el mismo después de pasar por Bolaño. Cuando uno lee Los detectives salvajes siente que está ante una novela total, que hay algo a la vez cómico y sobrio, caricaturesco y apocalíptico (un poco, al menos), es fácil pensar que es una de esas novelas cuyo torrente discursivo tiene muy pocos límites, si los tiene. Es un conjunto de cosas pequeñas, a veces mínimas, que se conjuran y erigen una obra monumental, un golpetazo a la historia de la literatura, aunque uno más o menos silencioso, algo humilde, grandísimo.

   García Madero es llamado a unirse a las filas del realismo visceral, así empieza todo. Luego, Belano y Lima, los detectives salvajes. (Realmente, todos beben un poco de ese concepto, de la idea —deforme, antiheroica, mundana del detective salvaje). Y luego todo lo demás. Las idas y venidas, los viajes el viaje, visto como un todo, la desaparecida poeta Cesárea Tinajero, la vanguardia, la ironía, el amor, la extranjería, el sexo, la literatura, el esnobismo, la desaparición, la juventud, la incertidumbre, la muerte, el y ahora qué, el qué más da. No lo parece o no parece evidente, pero Los detectives salvajes tiene una inmensa carga literaria; Bolaño lo hace fácil, está todo unido, conectado. La literatura circula sin hacer mucho ruido a lo largo de toda la novela, diría que la atraviesa, está en cada una de las situaciones. Quizá todo sea literatura, la mirada de Bolaño.

   Hay un aire ligeramente autónomo y comunitario, un poco escéptico y un poco vertiginoso. Unos extraños lazos que unen y desunen, unas relaciones algo volátiles, intensas. Y en cualquier momento aparece de nuevo, allí al fondo, de forma inevitable, quizá como si nunca se hubiera ido, cierto desinterés o cierto fracaso. Pero liviano, discreto, sólo un sombra, suficiente para empapar la deriva en la que están o estamos inmersos, el mundo caótico que necesita ese viaje o ese movimiento incluso si no hay destino. Pero es que parece que si no hubiera ningún ápice de fracaso esta novela no podría ser lo que es. Cierta levitación, cierto ritmo, cierta inercia. Es un ambiente un poco triste y un poco alegre, nunca del todo alegre ni del todo triste, pero siempre ambas cosas. Todo un poco casual y todo un poco iniciático. Es un ambiente, de alguna forma, absolutamente real, con vida propia. Bolaño es un creador desbordante, que rompe ciertas cosas para unirlas a su manera. Bolaño es asombroso.