Leer a Bernhard es asistir a un espectáculo de genialidad y tormento circulando como si nada pudiera pararlo, todo llevado casi al límite de lo permitido, incluso desplazando ese límite. Sí es un discurso que avanza nutriéndose de sí mismo, tomando autoconciencia y avanzando, retomando palabras y detalles y significados y tomando más impulso para seguir avanzando, implacable, totalmente dueño de sí mismo, midiendo a la perfección el ritmo, haciendo que éste tenga un papel considerable en el todo. Bernhard escribe como si no pudiera dejar de hacerlo una vez ha empezado, y el lector siente que tampoco puede salir de ese torbellino de enfermedad y razón —hay una extraña e inmensa carga argumental sosteniendo el arrebato neurótico, desquiciado— una vez ha tomado contacto con él. Una vez dentro, las tensiones empiezan a tomar protagonismo y sólo queda seguir la lectura y pensar que Bernhard tienen un talento inimitable, que uno está prácticamente a su merced.
El narrador de Sí ha caído en una especie de desesperación, en una enfermedad, dice, intelectual y sentimental, y ahora es una especie de hambriento desenfrenado que necesita liberar alguna carga: es un trastorno en sí mismo, contagioso, feroz, vehemente, desconsiderado, tremendo. La novela es él, su estilo, la trama es casi un mero pretexto para desplegar ese juego endemoniado y maravilloso, juego que acaba acelerando ese torrente al que nos somete y aniquilar la historia, el discurso. Aniquilado. Y ya.
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