miércoles, 30 de septiembre de 2015

«Fervor de Buenos Aires», de Borges




"El truco"

Cuarenta naipes han desplazado la vida.
Pintados talismanes de cartón
nos hacen olvidar nuestros destinos
y una creación risueña
va poblando el tiempo robado
con las floridas travesuras
de una mitología casera.
En los lindes de la mesa
la vida de los otros se detiene.
Adentro hay un extraño país:
las aventuras del envido y del quiero,
la autoridad del as de espadas,
como don Juan Manuel, omnipotente,
y el siete de oros tintineando esperanza.
Una lentitud cimarrona
va demorando las palabras
y como las alternativas del juego
se repiten y se repiten,
los jugadores de esta noche
copian antiguas bazas:
hecho que resucita un poco, muy poco,
a las generaciones de los mayores
que legaron al tiempo de Buenos Aires
los mismos versos y las mismas diabluras.


   Borges opera con fascinante conciencia, traten de lo que traten sus creaciones. Quizá respecto a Borges pueda uno decir sin demasiados reparos que verdaderamente crea, conforma estructuras y perspectivas que parten de algo dado para multiplicarlo y expandirlo, para penetrar en ello, como si cada poema —desde los primeros a los últimos estuviera ya en el corazón de su objetivo y hablara desde allí, percibiéndolo de primera mano. Fervor de Buenos Aires es producto del reencuentro con su origen, con Buenos Aires, aunque quizá, como él dice, las cosas que le ocurren a un hombre les ocurren a todos, y él sabe escribir esas cosas como nadie, tratarlas con una tonada universal, diría; éste es un libro escrito en su juventud, sin que ello suponga, a pesar de lo que más tarde querría arreglar y corregir —aliviar, alguna falta o algún exceso, por uno u otro extremo.

   Ya están aquí, como preámbulo de lo que vendría luego, la vida y el tiempo y la muerte, impresiones efímeras que revelan algo duradero, el paisaje interior del poeta, la sensación de los objetos y lo que ellos encierran, lugares de donde rescatar algo, la memoria y las ideas, algo de nostalgia. Está todo, de alguna manera; quizá, y sólo quizá, de forma más atrevida, más pasional.


(...)
Ciegamente reclama duración el alma arbitraria
cuando la tiene asegurada en vidas ajenas,
cuando tú mismo eres el espejo y la réplica
de quienes no alcanzaron tu tiempo
y otros serán (y son) tu inmortalidad en la tierra.


lunes, 28 de septiembre de 2015

«Intemperie», de Jesús Carrasco



   Entendió que el viejo no sería quien le entregara la llave del mundo de los adultos, ese en el que la brutalidad se empleaba sin más razón que la codicia o la lujuria. Él había ejercido la violencia tal y como había visto hacer siempre a quienes le rodeaban y ahora, como ellos, reclamaba su parte de impunidad. La intemperie le había empujado mucho más allá de lo que sabía y de lo que no sabía acerca de la vida. Le había llevado hasta el mismo borde de la muerte y allí, en medio de un campo de terror, él había levantado la espada en lugar de poner el cuello. Sentía que había bebido la sangre que convierte a los niños en guerreros, y, a los hombres, en seres invulnerables. Creía que el viejo le haría pasar, coronado de laurel por un esclavo, bajo el arco de la victoria.


   Intemperie puede ser algo así como la recreación de un escenario desnudo y expuesto, un lugar en permanente sequía que, alejado de cualquier concreción o seña particular —ningún personaje tiene nombre propio, ningún lugar, ninguna referencia reconocible, tiende a presentar algo universal, acercándolo al extremo para ilustrarlo mejor. Valores, acciones y reacciones, necesidades y obligaciones, injusticias, pasiones. No sabemos exactamente cuándo y dónde tiene lugar lo narrado, pero podemos acceder a ello sin problemas y estar allí, asistir al entramado de vida —con todo lo que conlleva que Carrasco traza con una escritura precisa, casi impecable, con una ejecución brillante.

   Un niño escapa de su casa, no sabemos bien por qué; huye de un alguacil y sus acólitos hasta que se encuentra con un viejo cabrero con el que emprende el camino, con el que trata de esconderse; tendrá que atravesar un paraje extensísimo para ponerse a salvo, y poco más. Uno no requiere demasiadas explicaciones o justificaciones para seguir la historia y comprender el fondo del asunto. El niño ha sido de alguna forma arrojado al mundo y habrá de apañárselas como pueda, consciente de que la amenaza y su consumación no serán más amables con él; consciente además de que lo buscan, de que la tensión estallará pronto, por algún lado.

   Carrasco logra poner en marcha tremendos engranajes a partir de un mínimo, desde una historia en la que los acontecimientos se suceden según las exigencias de aquellas tensiones, según sus movimientos. Describe al detalle, con un enfoque externo, la vida en esos días del niño y el cabrero, y con ese pretexto —quizá demasiado protagonista— eleva ciertos presupuestos de la trama a otra esfera, casi consagrándolos. Buscando algún tipo de redención o dignificación, recuperando una fuerza perdida. Puede que la mayor virtud de la novela sea a la vez su punto flaco, según cómo se mire: la narración trabajada, sólida, con momentos intensísimos; una narración que rara vez se separa de ese tono descriptivo para acercarse a las emociones o al interior de los personajes y conjugar así ambas cosas, pero una narración a la que difícilmente se le puede reprochar algo una vez ubicada y asentada.

   Quizá lo más destacable no sea tanto el ambiente campestre —árido, seco, castizo, desgarrado, un poco rancio— sobre el que Carrasco incide continuamente como lo perfectamente medido y bien llevado de la narración, el ritmo marcado, la velocidad justa, las imágenes nítidas; quizá, después de todo, lo mejor sea el trasfondo, lo que se mueve detrás de todo ese escenario, sin despreciarlo: el tiempo humano y sus tensiones, el silencio, las luchas internas, el mal que parece cernirse sobre uno sin pretexto ni mesura, la resolución arbitraria pero válida y legítima de los problemas.


sábado, 26 de septiembre de 2015

«Una habitación propia», de Virginia Woolf



   Virginia Woolf tiene que dar una conferencia en 1928 sobre las mujeres y la novela, pero entiende que ese tema, al menos así presentado, requiere abordar cuestiones que podrían parecer adyacentes pero que están, muestra Woolf, en el centro mismo del asunto. Por eso no puede hablar sin más de las novelas que escriben las mujeres o de la presencia de estas en las novelas o en la literatura, porque pasar por alto esas otras cuestiones sería pasar a hacer un análisis que no contempla algunas condiciones esenciales; condiciones que, de no tenerse en cuenta, invalidarían el análisis.

   Así que Woolf lleva a cabo algo así como una exploración, a distintos niveles, del mundo femenino y las influencias e imposiciones que recoge. Es un análisis de la relación de poder entre hombres y mujeres a lo largo de la historia, de las creencias y prejuicios. Es un análisis de, digamos, las condiciones de posibilidad de la escritura femenina —o de una buena escritura femenina—, y es, de alguna forma, un reproche tanto a unos como a otras. Hay y ha habido serias injusticias, pero nadie va a regalar nada, parece decir Woolf. Y lo hace con inteligentísima inventiva, con un discurso ensayístico que presenta, creo, evidentes recursos puramente literarios, conexiones con la poesía, una demostración de esa idea que hace explícita y que sostiene la unión de la poesía y la filosofía y así de la novela.

   La suya es una defensa de las condiciones materiales —una habitación propia e independencia económica— que debe tener la mujer para crear buenas novelas; novelas libres, novelas que están relacionadas con otras novelas y con su tradición, novelas cuyos autores no tienen presente su sexo a la hora de escribir, novelas que se sitúan un poco más allá del lugar al que las recluirían limitaciones de diverso tipo.


domingo, 20 de septiembre de 2015

«La hierba de las noches», de Patrick Modiano


   Sí, era como si quisiera dejar por escrito indicios que me permitieran, en un futuro remoto, aclarar lo que había vivido mientras estaba sucediendo sin acabar de entenderlo, llamadas en morse pulsadas al azar, presa de la mayor confusión. Y habría que esperar años y años para poder descifrarlas.

   En el mismo tono que asume en otras de sus novelas, Modiano se lanza aquí a la búsqueda de un pasado, de una identidad y de una memoria que Jean ha ido más o menos esbozando en unas notas en las que ahora se apoya para recomponer algunas piezas de su vida y resolver vacíos que se asientan en un París que parece engullir historias y sucesos. En ese viaje se confunden espacios y tiempos, como si el panorama vital del protagonista se fuera conformando como un todo y no como una sucesión, no de forma lineal; Jean asiste a una recomposición de su historia que no admite demasiadas concreciones temporales; se mueve entre silencios y ausencias y entre algunos misterios que se resisten a ser resueltos. Como ya mostró Modiano otras veces, hay una imposibilidad en esa búsqueda, hay elementos que no se dejan desbrozar y que contribuyen así a mantener cierta tensión y cierta ingravidez a lo largo del trayecto, una levedad que parece envolver la trama con un aire casi fantasmal.

   Jean, como aprecia él mismo en otros personajes, se mueve en algún estado cercano al sueño, aunque sepa, de alguna forma, que lo que ahora vive es real. Se agarra a referencias o puntos sólidos que le ayudan a seguir avanzando o a iluminar zonas oscuras; su viaje es un recorrido hacia lugares donde ya estuvo con la confianza de que volver sobre ellos le ayudará a recordar, a completar la memoria que guarda de su juventud y de aquel París que tiende a desvanecerse y a llevarse consigo los significados que uno intenta descubrir. Así se mezclan un viejo amor y la lírica y el ambiente policial como elementos o herramientas clave para recuperar algo que parece perdido sin remedio, pero cuya búsqueda, parece decir Modiano, es necesaria, no cabe otra. Es algo natural.

   Quizá en esa especie de obligatoriedad nazca la escritura, y quizá Modiano lo exprese aquí mejor que en otras novelas: Jean escribe para buscarse (quizá más para buscarse que para encontrarse, como si el interés radicara más la propia búsqueda que en los resultados, si acaso porque estos nunca llegan enteramente), escribe para tener constancia de lo que ha hecho y visto, de lo que ha vivido aunque ahora no pudiera asegurarlo, y para intentar trazar, un poco a tientas, el camino a seguir, consciente de que mundo (o vida) y literatura guardan estrechísimas relaciones y de que aquí, en las raíces de la literatura, debe encontrarse lo que sea que pueda ofrecerle alguna pista.


jueves, 17 de septiembre de 2015

«Brillante como una cacerola», de Amélie Nothomb



   La habilidad de Nothomb llega a lugares insospechados. Los cuatro cuentos que componen este volumen ilustran casi a la perfección la posibilidad de la lectura a varios niveles y vienen a romper algunos encasillamientos. Son relatos teóricamente juveniles, pero sólo teóricamente. En el fondo creo que van dirigidos a cualquier público, casi más a un público adulto y entrenado.

   A Nothomb le basta con esgrimir unas pocas palabras bien colocadas para poner en jaque al mundo. Destruye a la vez la línea clásica del cuento y la posible enseñanza moral creando una especie de contramoraleja, casi como si hiciera algo de justicia; embiste sarcástica contra tópicos fundamentales e inamovibles de la sociedad, pone al descubierto el absurdo o la violencia que guardan y huye de finales complacientes —el mundo no puede serlo, parece que asume—; consigue con extrema solvencia expresar y significar grandes cosas a partir de creaciones brevísimas. Me temo que Nothomb es una de las mejores escritoras de nuestro tiempo.


miércoles, 16 de septiembre de 2015

«Estrella distante», de Roberto Bolaño



   Quizá la literatura y las desapariciones e investigaciones y los poetas (o la poesía) y escritores y las relaciones así creadas sean motivos recurrentes en la obra de Bolaño. Y entonces llega la reconstrucción, la conjetura, la acumulación de pistas y descubrimientos para llegar hasta algo o hasta alguien, para tratar de encajar las piezas de un todo.

   El narrador de esta historia va tras los pasos de un tipo que vio en Chile hacia 1971 y que era foco de miradas inquietantes, que rondaba los ambientes literarios y escribía poemas y era discreto y sigiloso, sospechosamente escurridizo. Un poeta infame, supongo; un buen poeta, pero uno fatal. El narrador imagina qué pudo pasar, qué puede estar pasando, qué pasó con ciertas personas, qué está ocurriendo con el mundo de esos jóvenes artistas y con el inexorable poder de la dictadura chilena que aporta unas cosas y esconde otras sin opción a nada más, escondiendo a alguien que ha venido a truncar las aspiraciones de los jóvenes con una crueldad irreparable. Diría ilegítima, pero esas categorías ni siquiera tienen cabida. No hay lugar al reparo o a la toma de la justicia por parte de los afectados porque parece que no se debe a algo injusto en ese momento y en ese lugar, con esas condiciones. Puede que la crueldad resida en que la violación arranca toda posibilidad de resurgimiento. Uno sabe que existen otras posibilidades, pero es consciente de la pérdida y de su no retorno, y sólo le queda seguir hacia adelante.

   Bolaño escribe o lleva a cabo esa construcción de forma no lineal, acudiendo a donde le interesa o donde pide la propia trama, reuniendo los elementos necesarios para descifrar lo que pueda ser descifrado —nunca todo, dejando parte al contexto y parte al lector. El poeta buscado viene a mostrar, de alguna forma, la ambigüedad del rostro de ese poder, el escapismo o el exilio, cierta frustración. Y Bolaño lo muestra con su escritura salvaje, arrolladora, segura e inteligente. Con un talento que lleva inscrito su nombre.


miércoles, 9 de septiembre de 2015

«Campo rojo», de Ángel Gracia




   Ángel Gracia se ha metido en la piel de un muchacho empollón y algo oprimido para recuperar una época con cierta justicia y, quizá, para hablar así de algo cuasi eterno, de algo que parece más o menos establecido: relaciones de poder, imposiciones, miedos, maneras de actuar, roles sociales a distinta escala, motivos explícitos y ocultos de cada suceso, vidas conectadas, no sé si interdependientes. No sé si es tanto un ejercicio de desmitificación o destrucción como de honestidad, una forma de hacer presente la infancia sin concesiones, sin caer en falsas memorias. Claro que eso hace que el relato pueda ser duro, pero, igual que no cae en sensiblerías fuera de lugar, tampoco hay exageración en esa crudeza; es sencillamente un relato real o verosímil, objetivo, árido, compensado, escrito tal cual. Gracia recurre a la memoria (a alguna memoria) no para ponerse a seguro sino para situar a su personaje en el mundo, en un mundo un poco salvaje, un poco cruel, un poco parcial, un poco rancio.

   El Gafarras se mueve envuelto en unas tensiones donde parece que debe hacerse valer o sucumbir. Esa forma de vida se extiende al ámbito familiar y escolar, a la vida en la calle, a todo, como si fuera impregnando y condicionando cada paso que da, puede que incluso dando pie a la formación de traumas que luego jugarán su papel, inevitablemente. Supongo que el Gafarras se sabe con cierta inteligencia dentro de ese maremágnum, y sabe que en ocasiones ha de callarse (o mirar con ironía, o pensar más de una vez) para sobrevivir. Sabe que tiene que orientar perfectamente el odio que acumula para que no le estalle en la cara, y sabe que el movimiento parte ya —es casi una asunción previa— del fracaso; que carga con cierta disfuncionalidad, que la adaptación no es fácil, que la degradación va en aumento y es imparable. Es casi un ejercicio de control y habilidad, un salir de allí como sea, porque las cosas son como son y, al menos por ahora, no pueden ser de otra manera.

   Es un mundo quizá particular pero más o menos generalizable, compuesto por las voces de distintos sujetos que ocupan distintas posiciones y que se mueven, afectados de diferente manera, por las mismas fuerzas; un espacio inseguro, vital y violento —pleonasmo que, de alguna manera, nos dice que los golpes, aunque puedan ser condenables, también son necesarios, y que el mundo de la infancia encierra tantas cosas como cualquier otro, a todos los niveles.

   Ángel Gracia ha escrito una novela sobre la infancia con una solvencia tremenda, sin caer en torpezas ni debilidades nostálgicas, mostrando una época a menudo teñida de pesadas convenciones. Y ha salido airoso y muy bien parado, a pesar de todo.


martes, 8 de septiembre de 2015

«Los inmortales», de Manuel Vilas



   Os recuerdo que los hombres y las mujeres morían, es decir, desaparecían de la realidad después de vivir unos pocos años, cantidades de tiempo insignificantes. En ese breve tiempo los seres humanos construían sus vidas, sus matrimonios, sus descendencias, y luego se desintegraban, se destruían, ya no estaban, dejaban de ser. Se enamoraban y luego sucumbían, desaparecían como lágrimas en la lluvia. Y sus vidas se convertían en ficción, o en menos que eso. Inconcebible, pero era así. Era la muerte, ese clásico de nuestros estudios arqueológicos, como bien sabéis, pues sois arqueólogos ilustres.


   No tengo demasiado (no del todo) claro que sea una novela verdaderamente humorística o algo parecido, pero es muy divertida. Si se la puede calificar de humorística no es, me temo, de la manera en que uno primero podría pensar. Es mejor. Es rápida, ágil, rota, una especie de paseo vital poco estructurado, si es que su estructura no es precisamente ese desorden bien dirigido, prácticamente un desafío relajado y agudo a la novela convencional y a casi todo lo convencional. Vilas toma algunos personajes históricos y los trae de nuevo al mundo, a un supuesto 22011, al paroxismo de la modernidad, a un espacio donde esos personajes se mueven de forma casi caricaturesca, un espacio donde cabe la reflexión y a la vez no, donde cabe el pulso narrativo y a la vez se interrumpe (porque para qué), un espacio donde Vilas juega con el absurdo y con el contexto, con la falta de contexto, con el dominio del pasado para hacer un futuro distinto, una cultura extraña que parece querer advertir algo.

   Sus personajes son reales y a la vez ficticios, y los comportamientos son reales y la vez ficticios, diría; el lector puede concebir todo eso porque es algo accesible para nosotros, algo para lo que, no sé cómo, estamos preparados. Quizá porque no es especialmente difícil adentrarse en ese mundo dese éste que pisamos, que es un poco el mismo, sólo un poco. Es una puesta en escena que rebosa inteligencia e imaginación, que juega a descolocar al lector, o a que éste acelere el paso; a que piense, quizá, que Vilas está hablando de la muerte, o de la vida, o de ambas cosas, supongo, y que lo hace distanciándose y riéndose un poco de todos nosotros, él incluido.
   En el fondo está hablando también de literatura, sin hacerlo o sin molestarse excesivamente en ello, porque la literatura es todo eso, y también, quizás, al menos así vista, una total ruptura del tiempo, también del espacio. Todos los elementos de esta novela están profundamente conectados por esa extraña globalización o aspiración a ella, aunque sean dispersos y estén abocados al vacío y no tengan especial razón de ser. Pero son así. Y son muy buenos.

   Vilas tiene un dominio sorprendente de la literatura, muy a su manera. Y ya.


«Estupor y temblores», de Amélie Nothomb



   Nunca un excusado fue el teatro de un debate ideológico en el que lo que se ventilaba fuera tan esencial.


   Aunque cuando se da a la ficción más pura Nothomb consigue cosas interesantísimas, seguramente sea en los relatos autobiográficos hasta donde puedan serlo donde muestra una mayor pasión, una mejor combinación de técnica y artificios y cercanía personal, sin descuidar otros elementos y sin dejar de lado la ironía y la fuerza que parecen ya elementos inseparables de la belga. En Estupor y temblores Nothomb narra, casi a modo de recuerdo intensísimo de una época donde dejó algo pendiente, su particular descenso a los infiernos en una empresa enferma de burocracia y jerarquía y oscurantismo que la va relegando hasta acabar limpiando los lavabos masculinos. Para llegar allí cruza por un proceso humillante pero soportable, algo grotesco, algo cómico, contado con una voz burlona bien reconocible; la tensión va formándose y creciendo conforme se impone esa especie de ley que trata de hundir a Nothomb; ésta, una vez está en el último estadio, consigue hacer estallar la situación, explotar quizá ella misma, elevarse a lo más alto desde lo más bajo.

   La novela puede ser la muestra de un choque cultural, pero creo que su interés reside más bien en algo que suele lograr en casi todas sus obras: mirar el verdadero trasfondo de cualquier historia, la verdad escondida bajo el pretexto argumental, pensar los tiempos modernos, reflejarlos y condenarlos (razonablemente), usar la escritura y la ficción para situarse en el sitio idóneo, hábil e irónico, desde el que hablar de la realidad.


lunes, 7 de septiembre de 2015

«Baudelaire y el artista de la vida moderna», de Félix de Azúa



   La pintura ha alcanzado su autonomía, y como a la literatura, la libertad la ha paralizado. Si la literatura es hoy un bostezo de Beckett, la pintura es ese cartel colgado de un marco vacío en donde puede leerse: «esto es una pintura». La literatura, la pintura, la música, reinas de una patria desierta, deben buscar nuevos súbditos o pegarse un tiro. El hombre ha visto su alma hecha objeto y se ha reconocido como un garabato, una tachadura, un arabesco coloreado, algo tan próximo al balbuceo de un recién nacido como para producir escalofríos.


   Prácticamente todo lo que leo de Azúa acaba maravillándome. Azúa es de esos con los que uno aprende de lo que dice pero aprende también a leer, tal cual; uno se da cuenta de que debe estar atento a los giros, a las distintas intenciones, a los motivos que tiene para decir lo que dice y con la firmeza con la que lo dice, a veces. Por eso leer a Azúa tiene dos componentes más o menos diferenciados que funcionan juntos y lo hacen muy bien, me parece: hay que leer el texto, pero hay que tener presente que se está leyendo a Azúa; quiero decir que hay que tener presente su propia voz y las voces en las que se apoya, hay que ser consciente —él mismo se encarga de advertirlo, de una u otra forma— de que su discurso lleva una dirección concreta motivada por algo concreto y sugerente, no azaroso: no es, en casi ningún caso, escribir por escribir. Por eso sus obras son reconocibles, y por eso —y porque, sobre todo en el ensayo, es extremadamente lúcido— tiene tanto interés el libro como su autor, la obra como el hecho de que esté escrito por quien está escrito.

   Este texto es una buena muestra de ello. Azúa bebe aquí de Sartre y de Benjamin para abordar, a su manera, la figura de Baudelaire. No es una incursión en la vida ni en la obra del francés, al menos no del todo, no exactamente; Azúa se mueve obviando ciertas cosas y aclarando o desplazando otras, desbrozando tópicos establecidos sobre la modernidad sin demasiado conocimiento de causa, distanciándose de fatídicos términos usados hasta la saciedad sin saber muy bien cómo o por qué. Más que un esfuerzo por profundizar en Baudelaire y en todo lo que le rodeó, esto es algo así como una puesta en marcha para buscar acertadamente a Baudelaire y entender su poesía y su entorno, su teoría estética y su legado —lo que de verdad sea su legado— dentro de su justo contexto. Quizá comprender qué fue y qué tenemos o qué nos queda de Baudelaire hoy día, si puede hablarse así, pase por aclarar y ubicar antes el origen y las fuerzas que lo movieron, y hablar de él y de nuestro presente con algo más de certeza y confianza.


«Victoria», de Knut Hamsun



   Victoria no tiene, creo, tanto poder como Hambre u otras obras de Hamsun, pero pude que ya se entrevea con facilidad una de sus mayores virtudes: esa fuerza silenciosa pero bien perceptible que gobierna al individuo y a la relación que guarda con sí mismo y con otros, esa fuerza que maneja la psicología del yo y que Hamsun maneja, a veces con escalofriante serenidad, para moverse entre la tragedia y la ausencia, entre el encuentro y el silencio, entre el romanticismo y la muerte, por una especie de sucesión de movimientos frustrados que van perfilando la historia de principio a fin. 

   Hay una especie de unión o fusión entre realidad e imaginación que va forjando un cuadro en el que se desarrolla la historia, el amor truncado (o distanciado antes de darse, o expuesto a las exigencias de la realidad) entre Victoria y Johannes. Todo con una voz poética que acompaña a la trama, trama que no sería absolutamente nada, no tendría ningún interés sin ese ambiente así conectado y así establecido, sin la mano de Hamsun gobernando el tono y el paisaje y lo que (no) se dice, llevándonos a través del tiempo para asistir a esa distancia más o menos permanente que rige el todo, como si no pudiera accederse más allá, por muy necesario que fuera.

   Quizá lo más acertado de Hamsun en Victoria sea mostrar tanto diciendo tan poco, el juego de ilusiones y creencias, insinuando a conciencia esos secretos movimientos que se realizan inadvertidos en lugares apartados de la mente.


«El sabotaje amoroso», de Amélie Nothomb


   Contrariamente a lo que se pueda pensar, mi actitud respecto a los demás estaba desprovista de toda vanidad. Se limitaba a ser lógica. El universo desembocaba en mí: no era culpa mía, yo no lo había decidido así. Era un hecho con el que tenía que vivir. ¿Para qué iba a cargar con amigos? No tenían ningún papel que interpretar en mi existencia. Yo era el centro del mundo: no podían situarme todavía más al centro.


   A veces pienso que los libros de Nothomb son pequeñas-grandes bombas de relojería. Están construidos con una precisión endiablada, siempre o casi siempre con una burlona media sonrisa de fondo. El sabotaje amoroso debe de ser algo así como la continuación más o menos lógica, aunque no editorial, de la genial Metafísica de los tubos. Nothomb se mete con su habitual agilidad en la piel de una niña de siete años —la Nothomb de siete años— arrojada al Pekín de los años 70 para narrar con un ritmo agudo y ligerísimo y atroz su infancia y reflexiones vitales; irónica, con carácter, con determinación, atractiva, muy ella. Desde allí proyecta su particular mundo y nos trae el reflejo del mundo de los adultos y el de otros niños para justificar, o, más bien, explicar sus andanzas, que son, vistas a su manera —y a la nuestra, una vez entramos en su juego—, del todo razonables. Dentro de esa niña que es el legítimo centro del mundo —dentro de ese lenguaje propio, de esa cosmovisión concreta que tiende a inundarlo todo partiendo de la niña— cabe incluso enamorarse y sufrir, a su manera; cabe reconocer la belleza de otra niña y asumir que quizá le haya arrebatado su condición de cuasi-divinidad y que lo más normal sería que ambas cayeran enamoradas.


   Siempre fui consciente de que la edad adulta no contaba: a partir de la pubertad, la existencia es sólo un epílogo.