sábado, 8 de agosto de 2015

«Autobiografías ajenas», de Antonio Tabucchi



   Las poéticas a posteriori, tendencialmente ilógicas, carentes de deontología, cargadas de falsas memorias y de falsas voluntades, son portadoras de un sentido que nos esforzamos patéticamente en dar después a algo que sucede antes. Son hipótesis vagabundas, nómadas, migratorias, para las que no es plausible filología alguna.


   Tabucchi se embarca en la complicada tarea de explicar algunas de sus propias obras, de explicarlas a la vez al lector y a sí mismo y descubrir a la vez qué guardan aún, cómo desentrañar lo desentrañable y desvelar las relaciones entre el yo y el otro, entre el pasado y el presente, entre el deseo y el hecho. Es una especie de interpretación relativamente vana, aunque atractiva; un ejercicio de recreación lejos de la vanidad; una forma de adentrarse en esas creaciones una vez que, acabadas, el tiempo ha hecho su trabajo y es posible la regresión con cierto sentido o conocimiento de causa. Pero al explicar esas historias hay una prolongación del relato que a veces no resulta demasiado fiel, y que, con todo, es plausible; hay relaciones que se adjudican porque parece que hubieran estado ahí antes de darles forma, personajes y libros que vienen a completar o a apoyar a estos, significados que vienen a congregarse para ilustrar lo ya escrito.
   De alguna forma son cosas que ya habían ocurrido —a alguien, en alguna parte, en algún tiempo; casi diría que no podían no haber ocurrido, relatos ajenos que él escribió y luego descubrió y, así, creó —hizo visibles— las profundas conexiones de la literatura y la vida.

   Tabucchi es plenamente consciente de la intertextualidad de la literatura y lo muestra arrojando luz a sus propios relatos, ensanchándolos con un estilo cercano al ensayístico, internándose en el proceso creativo (que de alguna forma es concreto, pero apunta a lo general), como mostrando que novela y ensayo, narración y reflexión, van de la mano. A la vez, estos nuevos textos pueden funcionar al margen de aquel al que completan, aunque quizá tendrán en cada caso lecturas diferentes; son reflexiones con cierta independencia, en ocasiones aplicables a cualquier relato, a cualquier espacio literario que tenga presente los motivos y fundamentos de la literatura, y la casi siempre posible expansión de lo literario. 


viernes, 7 de agosto de 2015

«El caballero y la muerte», de Leonardo Sciascia



   Sciascia es un maestro de la precisión y de la lectura de los acontecimientos. Sabe ver la realidad con una lucidez asombrosa, casi en clave de novela policíaca. Diría que incluso se anticipa a los movimientos que han de darse y acierta a ordenar la investigación y a mostrarlos, a abrir y facilitar el paso al entendimiento para ver con mejor claridad los defectos y huecos de la política, de las relaciones, de las ideas, de la vida.

   Esta novela tiene como trasfondo, casi como metáfora, el grabado El caballero, la Muerte y el Diablo, de Durero. Con él siempre presente, Sciascia construye su historia. Un abogado ha sido asesinado, parece, a manos de quienes se hacen llamar "Los hijos del 89", y el Vice se adentra en la investigación sin dejarse guiar excesivamente por su superior, cosa prácticamente esencial en un protagonista de Sciascia. Carga con cierta desfachatez un cáncer terminal; es un tipo escéptico, consecuente, culto, preciso, elegante, capaz de ver un suceso desde distintos saberes para acabar desvelando el misterio, en la medida de lo posible y sólo en la medida de lo posible: es una imposición radical, a distintos niveles. Va a desvelar, al mismo tiempo, conforme avanza la investigación —en la que caben asuntos éticos y estéticos, legítimos y no tanto, todo sombreado por el terrible ejercicio del poder, la ironía del caso, que es al fin la ironía de la vida, la podredumbre, las certezas que son como son y (casi) no pueden ser de otra manera, a menudo confusas, certezas a veces inexplicables o incomprensibles que Sciascia retrata a conciencia y sin tapujos. Quizá incluso, un poco más lejos del tono de novelas anteriores, con algo de desesperación.


jueves, 6 de agosto de 2015

«Réquiem», de Antonio Tabucchi



   Qué extraño, durante mi juventud pensaba que aquel azul era mío, que me pertenecía, pero ahora era un azul exagerado y distante,  como una alucinación, y pensé: No es verdad, no puede ser verdad que me encuentre de nuevo en esta cama y en vez de mirar hacia el techo, como hice durante tantas noches, esté mirando un cielo que antaño me pertenecía.


   Un réquiem, una alucinación a modo de novela y con esencia portuguesa, porque tenía que ser así, dice Tabucchi. Es un trayecto, un viaje, el tránsito que este Yo tiene que pasar en un caluroso domingo de julio para encontrar algo, un personaje importante con quien está citado, quién sabe si Pessoa. Es una especie de sueño cargado de símbolos y significados, sueño que se mueve mediante una especie de inercia más o menos azarosa entre la conciencia y la inconsciencia, entre la realidad y la ficción o la imaginación, para conjurar en un mismo y difuso presente a distintas personas y distintos tiempos, de manera que unos se expliquen a otros y el protagonista pueda comprenderse algo mejor y pensar su vida con mejor perspectiva, si acaso confía en la realidad en la que está sumergido. Es una forma de resolver viejos asuntos mediante ese viaje espectral, liviano, siempre con el apremio de ir al encuentro de aquel personaje y no llegar tarde, a ser posible. Es un encontrarse con distintos personajes y repasar enclaves vitales con una cómoda ligereza de fondo, sin excesiva solemnidad, a pesar de lo importantes que pudieran ser esos asuntos. Y es una realidad de la que Lisboa forma parte, una Lisboa que penetra en cada pensamiento y acción del protagonista y que tiene un aire fantasmal, pero del todo reconocible.


   Eso sí, confirmó él, conmigo es lo que pasa siempre, pero mire usted, ¿no cree que eso es precisamente lo que la literatura debe hacer, provocar desasosiego? En lo que a mí respecta, no tengo ninguna confianza en la literatura que tranquiliza las conciencias.


«Sí», de Thomas Bernhard



   Leer a Bernhard es asistir a un espectáculo de genialidad y tormento circulando como si nada pudiera pararlo, todo llevado casi al límite de lo permitido, incluso desplazando ese límite. es un discurso que avanza nutriéndose de sí mismo, tomando autoconciencia y avanzando, retomando palabras y detalles y significados y tomando más impulso para seguir avanzando, implacable, totalmente dueño de sí mismo, midiendo a la perfección el ritmo, haciendo que éste tenga un papel considerable en el todo. Bernhard escribe como si no pudiera dejar de hacerlo una vez ha empezado, y el lector siente que tampoco puede salir de ese torbellino de enfermedad y razón —hay una extraña e inmensa carga argumental sosteniendo el arrebato neurótico, desquiciado— una vez ha tomado contacto con él. Una vez dentro, las tensiones empiezan a tomar protagonismo y sólo queda seguir la lectura y pensar que Bernhard tienen un talento inimitable, que uno está prácticamente a su merced.

   El narrador de ha caído en una especie de desesperación, en una enfermedad, dice, intelectual y sentimental, y ahora es una especie de hambriento desenfrenado que necesita liberar alguna carga: es un trastorno en sí mismo, contagioso, feroz, vehemente, desconsiderado, tremendo. La novela es él, su estilo, la trama es casi un mero pretexto para desplegar ese juego endemoniado y maravilloso, juego que acaba acelerando ese torrente al que nos somete y aniquilar la historia, el discurso. Aniquilado. Y ya.